lunes, octubre 25, 2010

Líneas y entrelíneas

Biblioteca "Elisio Jiménez Sierra" en Guama

Los lectores sabrán disculparme que el espacio de hoy lo dedique directamente al tema de nuestra universidad yaracuyana. Creo que nos hemos ganado ese derecho. Como se sabe, en momentos en los cuales cualquier lugar o resquicio era bueno para defenderse de contumelias, difamaciones y zafias embestidas, acá supimos guardar silencio (también una forma de respuesta, en verdad), dejándole a las entrelíneas el oficio elegante y sutil de enfrentar barbaridades. Ahora se trata de ir al grano, sin rodeos, abordando el tema desde una emoción positiva y grata, nacida de la clamorosa ovación que el pueblo de Yaracuy le tributó a su universidad el viernes pasado en el acto inaugural de los JUVINES.

Cuando el educador posee una conciencia clara acerca del rol que le corresponde socialmente, éste no se abandona jamás. Así, en lugar de enfrascarse en debates estériles con quienes intentan provocar reacciones destempladas, apelando a la infamia y la calumnia, el educador opta por la lección de la resistente y callada gallardía, por la invariable continuidad de su trabajo y por esa feliz enseñanza que algunos aprendimos a decir con unos versos de la Epístola Moral a Fabio: “Esta invasión terrible e importuna/ de contrarios sucesos nos espera/ (…) dejémosla pasar, como a la fiera/ corriente del gran Betis, cuando airado/ dilata hasta los montes la ribera”. Dejar pasar lo que no amerita enfrentamiento directo (porque puede arrastrar también a quien pretenda rebajarse a su nivel) es una práctica antigua y eficaz, que suele olvidar la avilantez de algunos, pero nunca la prudencia de quienes saben más por viejos que por diablos. Aunque estemos lejos de proclamar que eso somos, no puede la falsa modestia interponerse para negarnos a una evidencia: en la UNEY hemos dejado pasar con dignidad, hasta donde ha sido posible, la artera campaña que una jauría desató en su contra, a la vista de todos y con el ensañamiento de que hacen gala los funcionarios que se creen autorizados, pobrecitos, para el atropello y la sevicia. Y seguiremos dejando pasar “la fiera corriente”, pero ahora con la firmeza que nos da el respaldo explícito de un pueblo que aplaude larga y generosamente a su universidad, porque la quiere y sabe suya. Con ese pueblo sabremos jugar cerrado cuando la estrategia lo demande.

Casi doce años de acción civilizada no se viven y comparten en vano. Algunos “revolucionarios”, de la boca para afuera, pregonan un supuesto compromiso con el pueblo. ¿Atienden al sentimiento y opinión de ese pueblo cuando intentan tomar decisiones acerca de una universidad que viene contribuyendo cabalmente con la transformación que el país se trazó en su Constitución? ¿La visión parcial y tendenciosa del burócrata envenenado (y envenenador) no es más bien la excrecencia de una envidia, de un encono o de una ambición personal? ¿Conocen realmente esos seres a la institución sobre la cual se han atrevido, no sólo a emitir juicios, sino a contrariar en su rumbo académico y en su apego a principios y valores humanísticos? ¿Saben, acaso, los estólidos, que tanto en el deporte, la cultura, la crónica, la alimentación y el diseño, la casa de estudios yaracuyana ha hecho importantes avances conceptuales y prácticos? ¿Han visitado, al menos por curiosidad, una prodigiosa biblioteca que se llama “Elisio Jiménez Sierra?... Pueden ustedes añadir otras “interrogantes”. Estoy seguro de que muchas se nos quedarán en el tintero. Retoquemos un viejo dicho y afirmemos que “a buen respondedor, pocas preguntas” y hasta aquí, por ahora. Creo que ya hemos expresado con claridad lo suficiente como para que no haya dudas. Invito sí a buscar algunas entrelíneas, que por mi tendencia a cierto estilo, me es difícil evitar. Qué le vamos a hacer.

Unida internamente y compenetrada cada vez más con su pueblo yaracuyano, la UNEY está en los JUVINES, acompañando con entusiasmo a la UNEFA y a otras universidades, en unos juegos de los que debemos extraer lecciones y autocríticas.

Gracias al pueblo de Yaracuy por su noble apoyo, a prueba de malentendidos.

lunes, octubre 18, 2010

El banquete barroco, segun Lezama


En un ejemplar de Paradiso que ya no está en mi biblioteca, Cuchi marcó casi todas las referencias gastronómicas de ese denso libro oracular. La idea era –y es aún- regalarnos algún día con un banquete lezamiano, estrictamente “paradisíaco”. Sería un homenaje a doña Augusta, pero también al mulato José Izquierdo, “perfecto cocinero” y, seguramente, a Licario y a su madre, por el picadillo del último capítulo. Lo cierto es que el proyecto daría para varios almuerzos y largas sobremesas, adehalas caribeñas de todo convite copioso y placentero. No tendríamos por qué esperar el retorno del ejemplar marcado (mención que hago a los fines de interrumpir la prescripción y recordarle a quien lo tiene que debe devolverlo) para acometer la vieja aspiración celebratoria. Son tantas las ocasiones en que hemos vuelto a las páginas donde se cocina o se come en Paradiso, que ya nos es familiar el momento en que se derrama la remolacha en el mantel o cuando la señora Rialta acusa a Izquierdo, discípulo del chef Luis Leng, de “refistolero”, por echarle camarones chinos y frescos a la olla del quimbombó. Es probable que el próximo diciembre, cuando se cumplan los cien años del nacimiento de Lezama Lima, el festejo nuestro incluya la muy conversada jornada gastronómica. Veremos. Por ahora, sigamos verbalizando la comida lezamiana, un modo seguro de serle fiel al Etrusco de Trocadero y, también, de renovar el deseo por el esperado convite, cuya propuesta incluye, como música de fondo, el maravilloso danzón Isora de Cachao.

Los banquetes literarios, lo dijo Lezama mismo, son de origen barroco. Se refiere a la gozosa descripción de frutas y mariscos, tan frecuente en algunos poetas de nuestra lengua. Un afán dionísiaco de incorporar el mundo o de hacerlo nuestro, mediante “el horno transmutativo de la asimilación”, moviliza esas expresiones y metáforas gastronómicas. Lezama las rastrea en autores como Medrano, Lope de Vega, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Plácido de Aguilar, Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, el Anónimo Aragonés y Cintio Vitier (este último, por el tabaco, final de los buenos banquetes barrocos). Así, en La expresión americana, encontraremos una suculenta repostería de aves tan perfectas “que se suelen volar las servilletas” y berenjenas y coles y aceitunas, muchas aceitunas y, sobre todo, el aceite del árbol de Minerva en un verso majestuoso de Sor Juana (“de prensas agravado,/ congojoso sudó y rindió forzado”). También nos toparemos con las toronjas frías que tanto le gustaban a Lezama en el desayuno, al punto de decir que su consumo lo autorizaba a comer en abundancia el resto del día, incluyendo media mañana, almuerzo, merienda y cena. No faltarán las peras en nuestra lectura de las famosas conferencias lezamianas. No las limoneras, pero sí las perillas de pulpa “plateresca”, que por ser tan niñas “parecen las meninas de las peras”, según el verso del Anónimo Aragonés.

Podríamos continuar refiriendo versos y frutas de ese banquete literario, pero los ejemplos no serán, según mi gusto, tan atractivos ni curiosos, como los que podemos hallar en Paradiso, súmula nunca infusa de frases gastronómicas, reino de la imagen y de asociaciones infinitas que permiten la conversión de un picadillo de res en un faisán rendido en Praga. Vayamos, entonces, a sus páginas a paladear la cuenca del Meditarráneo en el primer plato y las cremas de Matanzas en los postres. Vayamos al interminable barroco culinario de Lezama, aceptando la ambigüedad que indica ese enunciado (páginas y mesas), pero también con la certeza de que el banquete es un “potlatch” y nunca un valor de uso ni de cambio. Lo dice así, para gloria de sus lectores, el Evangelio Barroco, según Lezama.

martes, octubre 12, 2010

Se llama barro, aunque Miguel se llame


Era una soleada tarde de diciembre del año 66. Ramón Guillermo y yo tomamos el autobús en la carrera 19 y nos dirigimos hacia el Colegio San Vicente de Paúl, que apenas dos años antes había estrenado su moderna sede de la Avenida Lara. Durante el trayecto comentamos la noticia del día: allanamiento en la Universidad Central de Venezuela y cierre de las residencias estudiantiles. Apartando tempranas inquietudes políticas, el tema era de un enorme interés para nosotros, pues al año siguiente seríamos universitarios, y la “casa que vence las sombras” en la antigua hacienda Ibarra, era, precisamente, nuestro próximo destino. Sin embargo, una curiosidad distinta nos acuciaba en ese momento y para satisfacerla nos dirigíamos al que había sido mi Colegio hasta el año 65, como La Salle lo había sido para Ramón hasta la misma época. Eramos entonces dos lisandristas que iban a escuchar la conferencia de un sacerdote de quien nos habían ponderado ampliamente su verbo y su cultura. Se trataba del padre Javier Mauleón, nuevo director del colegio de los paúles y admirado profesor de castellano, según el “informe” que me había suministrado por esos días mi amigo Alexander Torrellas. Queríamos conocerlo y, además, saber quién era ese señor mencionado en el título de la conferencia: “Miguel Hernández y un compromiso con las circunstancias”.

No para mitigar una eventual vergüenza por ese notable bache, debo recordar que faltaban como mínimo seis años para que Joan Manuel Serrat editara su hermosísimo disco hernandiano y que la enseñanza o difusión de la poesía española en nuestro bachillerato llegaba, cuando mucho, hasta García Lorca. Lo cierto es que no sabíamos quién era ese poeta cuyo nombre nos parecía tan común y corriente, que lo asociábamos más a un pulpero del Manteco que a un escritor de aliento universal (más tarde sabríamos que, en realidad, se llamaba “barro”). Llegamos justo a tiempo y nos ubicamos casi a la mitad del auditorio, más cerca de la última fila que de la primera. Sentado, el conferencista comenzó a leer unas cuartillas. Su tono, con un énfasis no exento de calidez, nos sedujo de inmediato y contribuyó, seguramente, a lo que nos ocurrió a lo largo de la conferencia: el deslumbramiento total ante los versos citados esa tarde. Cualquier previo y torpe desdén dictado por el desconocimiento y algún prejuicio superficial, había quedado sepultado por el fervor que ahora nacía en nosotros por esa poesía fulgurante y por un hombre del campo, capaz de estar, en cuerpo y alma, a la altura de sus circunstancias, así en la paz como en la guerra. Salimos del Colegio San Vicente de Paúl, más que con una lección aprendida (que la tuvimos, desde luego), con la íntima convicción de que habíamos recibido un regalo prodigioso. A los pocos meses en una librería de la Avenida Urdaneta de Caracas conseguí dos libros de Miguel Hernández publicados por la editorial Losada. Así, con la famosa elegía a Ramón Sijé, pude llorar en el 67 la temprana muerte del padre de un amigo… Seguí -y sigo- buscando compañía en la palabra lírica y en las composiciones más profundas y sencillas de este increíble poeta de Orihuela, su pueblo y el mío y el de todos sus lectores conquistados de por vida por la humana (demasiado humana) intensidad de sus cantos.

Continuarán pasando los años y siempre recordaré al padre Mauleón diciendo, con la majestad de su acento, las estrofas enjoyadas de la elegía primera que Hernández le dedicó a Lorca: “Cegado el manantial de tu saliva,/ hijo de la paloma,/ nieto del ruiseñor y de la oliva:/ serás, mientras la tierra vaya y vuelva,/ esposo siempre de la siempreviva,/ estiércol padre de la madreselva”.

Cuarenta y cuatro años después de ese descubrimiento he cometido la impudicia de recordarlo, sólo para expresarle mi gratitud, bajo el signo de Hernández centenario, al padre Javier Mauléon, dondequiera que se encuentre.

lunes, octubre 04, 2010

Memorias del alimento infinito

Michel Leiris


Varios escritores del siglo XX cuando hablan de su infancia coinciden en recordar el momento en que se les apareció por vez primera, hecho cuerpo, el infinito. La coincidencia no se queda ahí. El soporte concreto de ese momento primordial muchas veces es el mismo: una lata o una caja, observadas en la despensa de la cocina. Así, entre nosotros, el envase de aceite Vatel ha sido uno de los objetos más socorridos para ilustrar el viejo asombro. Otros, probablemente borgeanos avant la lettre, se toparon con la infinitud en los modestos espejos de una barbería. Tiempo después habrían de descubrir el Aleph, la Biblioteca de Babel y a un heresiarca de Uqbar que consideraba abominables los espejos “porque multiplican el número de los hombres”. Incursionarían en las diversas paradojas filosóficas que Borges exploró con imágenes espléndidas y en sus diversos y alucinantes temas metafísicos. Pero volvamos a quienes asocian el infinito a los recuerdos de cocina. Mejor dicho, a uno de ellos. Me refiero a Michel Leiris, autor de una autobiografía estupenda titulada Edad del Hombre. En ella nos dejó dicho que su primer contacto con el infinito se lo debe a una caja de cacao de marca holandesa. Era el cacao con que le servían todos los días el desayuno. Tendría diez años cuando lo cotidiano se le hizo conmoción mental. Así lo describe: “Uno de los lados de esa caja estaba adornado con una imagen que representaba a una campesina con una toca de encajes, que sujetaba con su mano izquierda una caja idéntica, adornada con la misma imagen y la mostraba sonriendo, sonrosada y fresca. Permanecí sobrecogido por una especie de vértigo, figurándome esa infinita serie de una imagen idéntica que reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa…”.

Que no ceda el lector matemático a la inmensa tentación de explicarle a Leiris teorías que permiten convivir lo finito con lo ilimitado, o algunas ideas de Bolzano o de Cantor que refutan con creces lo que los legos pensamos acerca de la infinitud. Sigamos con el escritor y veamos cómo la idea encarnada en la caja de cacao en polvo fue adquiriendo una forma vigorosa. No olvidemos que la joven holandesa mira a quien observa la caja y lo mira tantas veces como cajas se multiplican. El niño sentía ante esto que ella se estaba burlando, haciéndole ver su efigie, repetida ad nauseam. Ese momento estelar de la infinitud incluye también una sensación de deseo y de impotencia. La campesina se nos va y se nos va, pero no termina de irse (ya sé -no era mi intención- que están, como yo, recordando una canción de José Alfredo). Pues bien, Michel Leiris no se quedará con esa turbación y habrá de añadirle a su encuentro con el infinito en la mesa infantil del desayuno, una dimensión mundana que explicará en estos términos, que seguramente no agradarían al heresiarca de Uqbar: “No estoy lejos de creer que a esta primera noción de infinito, se mezclara un elemento de orden bastante turbio: el carácter inaprehensible de la joven holandesa, repetida al infinito, al igual que por medio de los espejos de un tocador hábilmente dispuesto, se multiplican las imágenes libertinas”.

Lo cierto es que los alimentos fueron para Leiris un vehículo afectivo (y efectivo) de aprendizaje. En un párrafo inolvidable de su libro registra cómo un bizcocho para pájaros, una especie de pincho de pan colocado entre los barrotes de una jaula, le permitió identificar el alma. Ahora lamento no haber leído a Leiris cuando tenía 16 años para haberle respondido con esa imagen sustancial, a mi amigo Manuel Carrero, quien a la salida del liceo me preguntó una vez, repentina y misteriosamente: Freddy, ¿qué es el alma? Tampoco ahora sabría con certeza que decirle, pero ya he leído a Leiris. Y para mí es bastante.