lunes, marzo 26, 2007

Nuevo fervor de Buenos Aires

En Puerto Madero

1. Fuimos a Puerto Madero ese domingo y almorzamos en Las Lilas. El lomo de bife que pidió Martín estaba insuperable y, desde luego, muy bien la carne que los demás comimos, mientras contemplábamos el paisaje en una zona recuperada para el turismo (cierto turismo), con aires de viejo esplendor porteño. Menos satisfecho que hace un año, salí de Las Lilas con mi hijo y mis compañeros hacia el puente de Santiago Calatrava, para admirar de cerca ese homenaje a la mujer y al diseño en general. Antes, Martín nos había hablado de un puesto popular de comida que montaron los piqueteros en pleno corazón de la opulencia. Y lo vimos. Y saludamos a quienes allí despachan gratis muestras de la granjería tradicional de Buenos Aires. Saludé con alegría su estocada de ironía y la mordaz presencia de quienes le aguan por un instante la fiesta al estereotipo del consumo inmaculado, a la apariencia de un mundo feliz.

2. Leo la espléndida entrevista que le hicieron en La Nación a Matías Bruera, publicada en la edición del pasado sábado 17 y que no había tenido tiempo de revisar. El autor de La Argentina fermentada afirma que “por aparentar, exageramos en todo” y me acuerdo de lo que vi en Puerto Madero: la apariencia recusada por un vecino que se plantó allí para mostrar un rostro más genuino del país. Han hecho lo posible por desalojarlos, pero nada. Allí están, para apostar por el “ser” frente a la pose, tal como lo plantea Matías Bruera en la entrevista de La Nación, en la que da algunos ejemplos sobre ciertas imposturas del “mundo gourmet”. Así, cuando le preguntan por qué en la Argentina actual quien no gusta del sushi es mirado como un analfabeto en cuestiones culinarias, va al grano y responde: “El sushi apareció como un esnobismo más, del mismo modo que ahora existe el esnobismo de los vinos de postre. El sushi ha quedado impuesto como algo más distinguido que, por ejemplo, la comida polaca. Eso tiene cierta explicación: la comida polaca está muy basada en la papa, que es un elemento barato en la Argentina, mientras que el sushi encierra la sofisticación de comer pescado crudo con un armado especial. Roland Barthes, en Mitologías, habla de la ´construcción de los platos´, y el sushi tiene mucho de la ambición de querer consagrar lo culinario como algo artístico”. Sospecho que no sólo en Palermo Soho habrá personas a quienes les gustaría silenciar a Matías Bruera.

3. Nunca falla el Münich (al lado de La Biela), por lo menos con los excelentes ravioles a la crema. Martín y yo nos divertimos constatando una vez más el parecido de uno de los mesoneros con Manuel Azaña. Esta vez también están allí Francisco Blavia padre y el papá de Mafalda. No tenemos la suerte de que nos sirva alguno de ellos, aunque no podemos quejarnos de quien nos ha tocado: el único mesonero joven del Munich, atento como todos sus colegas. Terminado el almuerzo salimos con Lázaro a admirar nuevamente el legendario gomero de La Recoleta.

4. Vuelvo a la entrevista. Dispénsenme, pero es que no tiene desperdicio. El autor de Meditaciones sobre el gusto también alude en ella al movimiento Slow food. Afirma que es una moda y también una cuestión reactiva: lo lento frente a lo rápido. Transcribo sus palabras: “Creo que en la sociedad actual es difícil privilegiar la espera. El orgasmo es la espera más interesante que hay y, sin embargo, esta sociedad lo quiero todo rápido. Yo pienso que el verdadero problema no reside en comer rápido o lento, sino en la decisión de quién como y quién no. Hay un dato que es crucial: en un planeta con seis mil millones de habitantes, la cantidad de sobrealimentados es igual que la de subalimentados: mil doscientos millones”. El periodista lo repregunta: “¿Los militantes del movimiento slow food son sólo un grupo de románticos?” y Bruera, lanza en ristre, no pierde la ocasión de volver a llamar las cosas por su nombre: “Ojalá fueran románticos. Yo creo que el movimiento slow food es una tendencia del mercado. En mi opinión, nada que venga del mundo gourmet está libre de una impronta mercantil. La propuesta del slow food consiste en proveer de más posibilidades a este mundo, que mueve una cantidad de dinero infinita”.

5. El fervor de Buenos Aires es infinito.

miércoles, marzo 21, 2007

El sofisticado mundo gourmet

Palermo Soho. Buenos Aires



El “mundo gourmet” se ha instalado en muchos de nuestros países de una manera abusiva y tentacular. Por todas partes nos topamos con su presencia, cada vez más frívola y pagada de sí. En especial, la vemos en la pantalla chica, donde abundan las muestras de una cocina, hecha más para ser vista, admirada y deseada, que comida. Es el reino del espectáculo culinario o la apoteosis del ornato gastronómico que Roland Barthes analizó en su insuperable libro Mitologías hace varias décadas. En el fondo, nada nuevo en verdad. Se trata, en rigor, de la vieja retórica de la apariencia a la que los críticos perspicaces se encargan de aguarle la fiesta en algunos escenarios.

Uno de esos críticos de hoy es Matías Bruera, quien ha presentado en Buenos Aires sus cartas credenciales en dos libros excelentes: Meditaciones sobre el gusto y La Argentina fermentada, ambos editados por Paidós. Bruera es un sociólogo porteño nacido en 1967 que ejerce actualmente la docencia en las Universidades de Buenos Aires y de Quilmes. Además de investigar acerca de “vino, alimentación y cultura”, difunde sus trabajos en diarios y revistas. Es miembro del equipo redactor de la excelente publicación Pensamiento de los Confines y colaborador del diario Pagina12. Así que no se trata de un improvisado ni de un comensal molesto por el pésimo servicio sufrido en algún restaurante del “star system” culinario de Palermo Soho. No estamos ante un diletante, sino ante un intelectual que se acerca al tema de la alimentación para recordarnos que ésta es mucho más que “buena mesa” y mucho más aún que la patética exhibición de “proezas de creatividad gastronómica” de la ya impresentable “cocina de autor”.

En su libro más reciente, La Argentina fermentada (2006), Bruera revisa la literatura y la historia de su país para buscar explicaciones acerca de un fenómeno que le preocupa: la coexistencia de un “mundo gourmet” con la Argentina hambreada del presente. No voy a glosar ese lúcido rastreo por las páginas de Sarmiento, Mansilla, Payró y Martínez Estrada, que son algunos de los autores visitados por Matías Bruera. Me limitaré a transcribir algunas frases suyas referidas al contraste ya expresado, por considerar que se trata de una situación observable también en Venezuela. Leamos, entonces, a Bruera:

“Somos testigos impávidos y complacientes de la proliferación intestina de un dialecto ´gourmet´ que pone en evidencia nuestra vida social y psíquica, y cuya articulación en el panorama catastrófico de la alimentación argentina es expresión privilegiada entre variadas actitudes materiales de la sociedad (…).// Al observar la Argentina culinaria de hoy, puede verse hasta qué punto las sensibilidades gozan, a veces, de una especie de intemporalidad superior a las llamadas condiciones materiales de una sociedad. La década de 1990 ha eliminado el pudor. El exacerbado estímulo ´gourmandise´ se corresponde con un nivel determinado de las relaciones humanas y de la configuración de las emociones. El mundo ´gourmet´ es un programa, una estética y una ética frente a la desprotección, el hambre y el reparto de alimentos. Y es también un suplemento cultural de la culpa, pues así como antepone lo individual a lo social, privilegia el parecer contra el ser, la apariencia frente a la realidad, y enmascara, gracias a la primacía concedida a la forma, el interés otorgado a la función, con lo cual lleva a hacer lo que se hace como si no se hiciera (…)”.

Casi agotado este espacio, sólo nos resta añadir que recomiendo a todos la lectura de La Argentina fermentada, por su pertinencia, su agudeza y su calidad reflexiva y literaria. Para algunos quizá resulte doloroso el recorrido por sus páginas. Otros se sentirán aludidos y, quizá, insultados. Para quienes compartimos su espíritu y su letra, la lectura de este libro constituye, sin duda, una delicia.

No puedo concluir sin agradecer a Zinnia Martínez y a Gerardo Zavarce el haberme dado noticias de esta formidable obra de Matías Bruera el día que se acercaron a la UNEY. A ellos dedico esta nota apresurada desde Buenos Aires.

domingo, marzo 11, 2007

Fundación mitológica de la pupusa

Cuchi con Rosa Lidia

Pupusas

Rosa Lidia, de la Pupusería Paty

Vinieron de la pupusa y hacia la pupusa van.
 
Los salvadoreños también fueron hechos de maíz, alimento que les permitió seguir procreándose merced a todos sus hallazgos comestibles y resistir las hecatombes que habían de venírseles encima. Así, desde la ancestral tortilla, pudieron, con la invalorable ayuda del frijol, pasar lentamente a la genuina exquisitez de la pupusa y brindarle al mundo una creación gastronómica que, nosotros, desenfrenados comedores de arepa de Venezuela, no dejaremos nunca de alabar.
 
Recordando un giro poético de Pedro Salinas podríamos decir: nunca agradeceremos tanto a la pupusa su poder de síntesis nutricional y su sabiduría culinaria. Sabrosa y certera combinación para el sustento, la pupusa puede ser considerada como una de las maravillas de la gastronomía popular de Mesoamérica o como un auténtico logro de la cocina, que ya quisieran haber inventado en algún laboratorio “high tech” los simpáticos y graciosos representantes de la cocina "deconstructiva". Por fortuna, los campesinos pobres de El Salvador tuvieron la precaución de haber “diseñado” la pupusa hace mucho tiempo, por gracia, por necesidad alimentaria y por poesía, sin andar diciéndoselo a nadie, ni menos aún, pretendiendo que se les incluyera en lo que algunos mientan como “cocina de autor”, que en su caso sería, en rigor, "creación colectiva".
 
La pupusa es un plato completo, pero es, sobre todo, el alma de un pueblo. Y esto, en verdad, se dice fácil, pero significa mucho más de lo que se imagina quien acaba de leerlo o de escribirlo. Por obra y desgracia de la desinformación cultural que hemos padecido durante décadas, muchos latinoamericanos nada o muy poco sabemos de El Salvador. Menos aún, de que allí ocurrió una tragedia inconcebible y de que ese país, poco mayor en extensión que el Estado Lara de Venezuela, fue objeto de un inclemente decreto de exterminio. Cuando hablo de exterminio no sólo me refiero a las vidas humanas, sino también a las diversas expresiones culturales que fueron salvajemente agredidas. Bien. Ese pueblo condenado a la extinción, sigue ahí, con las bellas flores que se come a diario (izotes) y con los maizales que heredó de los mayas. Y sigue al margen de los espacios asépticos y vacíos que la internacional del consumo ha enclavado infructuosamente en sus novísimos centros urbanos. El pueblo pobre de El Salvador permanece indoblegable. Yo creo que eso obedece no sólo a una experiencia de cruenta lucha social y política, sino también a la vitalidad espiritual de las pupusas. Y es que ellas son, al par de divinas, una suculenta conciencia americana.
 
Debemos a la generosidad de Wladimir Ruiz Tirado y de María Josefina de Ruiz, el haber conocido y disfrutado la inenarrable suntuosidad de los desayunos con pupusa en Planes de Renderos, mirador emblemático de la capital salvadoreña. Una de sus fondas, la de Paty, sirvió de escenario para nuestra sagrada iniciación en el culto universal de la pupusa. Allí conocimos a Rudy, a Idalia y a Rosa Lidia y comimos pupusas rellenas, que acompañamos de curtido, plátano, chorizo y cuajada. Bebimos horchata de morro y comprobamos que la pupusa es una insobornable bandera salvadoreña y un desayuno prodigioso.

sábado, marzo 10, 2007

En el reino universal de las pupusas

Elaboración de pupusas. Cuchi observa y espera

miércoles, marzo 07, 2007

Un árbol para Roque Dalton


Este es el Maquilizhuát, el árbol nacional salvadoreño.

Por estos días se le puede ver plenamente floreado.


Frente a su belleza suprema leo un poema de Roque Dalton sobre Anastasio Aquino, el padre de la patria, el Patricio Lumumba de El Salvador en el siglo XIX.

Flores de izote para el sabor de la academia

Izote. La flor nacional salvadoreña
Las hemos comido ya, con huevos revueltos: perico con izote.
Hemos comido también loroco, otra flor.
Saludos con flores para los representantes de la UNEY en el congreso gastronómico de la Metropolitana, extensivos a todos los organizadores y participantes.
Mucho éxito.

domingo, marzo 04, 2007

Gallo en chicha


Como se sabe, los hombres y mujeres de El Salvador son de maíz y forman parte de la antigua cultura del metate. Por eso las tortillas y las deliciosas pupusas, a las que si pudiera me abonaría de por vida. Se alimentan, además, de su flor nacional, la de izote y de la flor del loroco, como corresponde a todo pueblo que hace de la comida no sólo una práctica dietética, sino también un placer jamás reñido con la elegancia y la belleza. Y una que otra vez se alimentan de gallo.

El gallo en chicha es un portentoso plato salvadoreño reservado para celebraciones especiales. Algunos podrían pensar que se trata de una versión salvadoreña del coq au vin, pero eso es dejarse llevar por las apariencias y, como milenaria y aristotélicamente sabemos, las apariencias suelen engañarnos. Lo cierto es que el gallo en chicha es mucho más que eso, porque en realidad es más chicha que gallo. Y conste que el gallo le es imprescindible a esta deliciosa muestra de la sabiduría gastronómica de Centroamérica.

Para Cuchi el gallo en chicha es, en verdad, un prodigioso mole porque se hace con su técnica y también con sus ingredientes. Su apreciación surgió luego de presenciar cómo Ana Yanira Galicia Esteban, una joven y excelente cocinera salvadoreña, concluía la cocción del legendario plato en la residencia del embajador venezolano en El Salvador, adonde fuimos por generosa invitación de Wladimir Ruiz Tirado y de su esposa, quienes ejercen la diplomacia a partir de la cultura, como debe ser.

El gallo en chicha lleva cebollas, ajos y tomates asados, así como semillas de auyama y de ajonjolí tostadas y molidas. Explicó la cocinera que todo lo anterior se muele junto con los chiles secos y se sofríe en la grasa que el gallo va soltando. Una vez sofrito se le agrega el caldo en donde fue hervido el gallo por dos horas.

(En este momento arribo al centro inefable de la receta y se inicia mi desesperación de cronista. ¿Qué decir, ahora que llegó el trance emblemático del plato? Resulta que el gallo fue macerado durante un día y luego hervido sólo en chicha de piña, sin ningún otro ingrediente. El caldo que sirvió para hacer la salsa es el mismo donde el gallo debe hervir. Y ahí está el pequeño detalle salvadoreño del asunto o el auténtico desmarque culinario mesoamericano, que no es otro que este guarapo fuerte de piña de Cuzcatlán que convierte al gallo en chicha en una verdadera maravilla, tanta, que Cuchi terminó dedicándole la célebre frase consagratoria: “Este plato valió el viaje”).

Finalmente se coloca al fuego hasta que la salsa espese un poco, agregándosele pasitas, zanahorias y aceitunas rellenas de pimentón. Cuando la salsa haya espesado se le agrega panela. Para servirlo se fríe un chorizo cortado en ruedas que se le añade al gallo junto con la salsa. Debe haber otras versiones, pero la que referimos sabía a gloria y provenía de unas manos y de un fogón genuinamente salvadoreños.

El poeta Manlio Argueta en su novela Cuzcatlán, donde bate la mar del sur nos recuerda el carácter celebratorio de este plato: “Cuando nace un hijo varón se cocina un gallo. Se cocina con chicha (…). Tres gallos se comieron en la vida Eusebio y Ticha”.

Que vengan más gallos, sea hembra o varón.

sábado, marzo 03, 2007

Desde Cuzcatlán, donde bate la mar del sur


Hoy, en el mercado de la colonia Merliot de San Salvador, la alegría de la tierra.
Desde el sábado pasado estamos los Biscuter en Cuzcatlán.
Prometemos la receta del gallo en chicha, un plato mesoamericano tan portentoso, que ríanse del coq au vin.