lunes, mayo 24, 2010

De la cocina ecléctica a la cocina política


Al héroe le pareció hermosísima la niña de cabellos rubios que divisó entre la maleza. Bajó del caballo y la tomó en sus brazos. Le comentó a su compañero: “Mire usted la linda flor que me he encontrado”. Y siguió con ella hacia la casa. Estaban cerca de Salta, en “Los Horcones”, la hacienda de los padres de la niña de tres años que ahora lloraba sobre el azul dormán del general Güemes. Al llegar a la puerta campesinos y soldados lo reconocieron y aclamaron. La “flor de la maleza” seguía llorando, mientras su madre lo abrazaba como a un hermano. Muchos años después la gran escritora que llegó a ser la niña habría de recordar ese momento crucial en una página ferviente. En sus líneas vemos al admirado visitante en el pleno esplendor de su gloria. Sólo la mirada augural de alguien que recibe a la llorosa niña, ve otra cosa en el rostro de Güemes. Es la tía que la recibe de los brazos del general, murmurando en un tono ominoso: “La niña ha llorado como si la hubiera besado un muerto…¡ay! ¡ay!”.

Este martes celebran los argentinos la fecha bicentenaria del inicio de su independencia. He querido aproximarme a ella desde el norte para salirme del ritual porteño. Podría festejar a Moreno y a Belgrano, los nombres que prefiero entre los patriotas que integraron la primera junta soberana, pero la estampa del héroe de la Quebrada de Humahuaca me la impone ahora la prosa de una salteña universal y es a él y a esa salteña a quienes quiero honrar este 25 de mayo.

Güemes fue garrido y gallardo. Impidió con su destreza y su valentía que los realistas del Alto Perú reforzaran las fuerzas de los viudos del virreinato. Sin un norte que resistiera la embestida no habría habido éxito en Buenos Aires. El nombre de Güemes tiene, por ese hecho, un sitial muy empinado en la historia argentina de la libertad. También lo tiene por su sino trágico. En lugar de unirse todas contra las fuerzas de la corona, las provincias del norte, siguiendo las ambiciones y envidias de algunos caudillos, se distrajeron en guerras fratricidas. Martín Miguel de Güemes, víctima de la traición inevitable, sería asesinado en junio de 1821. Algunos en Jujuy y en Tucumán, al saber la noticia, se frotaron con fruición las manos. Tal vez con Güemes vivo San Martín no habría declinado su papel estelar en la liberación del continente, pero esas son especulaciones de historia-ficción que podrían afectar algunas cercanas susceptibilidades… Mejor es “non meneallo” y vayamos a las ataviadas páginas de Lugones en La guerra gaucha, para completar nuestro homenaje a Güemes y a sus épicas hazañas en el norte de Argentina.

Ella, la niña, se llamaba Juana Manuela Gorriti. Fue una de las primeras novelistas de América y una mujer dotada de un talento generoso y múltiple, que quisieron para sí algunos misóginos de su tiempo. Americana de Salta, pero también de La Paz, de Lima, de Arequipa y de Buenos Aires, Juana Manuela fue periodista, biógrafa, ama de casa, promotora de tertulias literarias, maestra, cronista y cocinera. Le debemos el impagable aporte de un libro extraordinario: Cocina ecléctica, un compendio de recetas del siglo XIX que a lo largo de varios años fue recibiendo de sus amigas. Es mucho más que un recetario. Es una incursión por uno de los lugares más injustamente invisibilizados de nuestra cultura: el fogón doméstico. Hace pocos días leí un elogio de esa obra. Lo hizo Hebe de Bonafini, autora de un libro que presentaremos la próxima semana en la UNEY y que se titula Cocinando política. La noble y combativa madre de la Plaza de Mayo supo encontrar en Juana Manuela Gorriti una voz para el diálogo casero que el sarao de los bicentenarios no acostumbra oír.

Y ya que estamos celebrando, cerremos con el himno:

¡Al gran pueblo argentino salud!

martes, mayo 18, 2010

Los conjurados

Borges en Ginebra

José Antonio Ramos Sucre

En la ciudad que alguna vez fue un país (hoy es varios países), la lluvia no se cansa y nuestro poeta no duerme. Escribe una carta después de haber besado varias veces un retrato. Es el retrato de Ella, a quien no volverá a ver más, como lo manda el cáustico dios de la desdicha. Besa sus ojos y piensa en Diana de Poitiers, “segura de su juventud invulnerable”. El encuentra aburrida la ciudad de Calvino y siente que su atmósfera gris incrementa la aflicción de estos días terribles. Afina la certeza de que ya no hay esperanza para sus males y lo abate el miedo a la locura. Desea ir a París para comprarle a Ella una obra de arte que guarde el secreto de una belleza intemporal, pero sus deberes oficiales lo hacen rehén de la Liga que pronto tendrá allí una Asamblea crucial. Ha de quedarse, entonces, en la ciudad que fue del joven Borges en los tiempos de la guerra y es ahora el albergue de una paz que se hace esquiva. Ha de quedarse bajo la vigilia y en la lucidez incólume de su nostalgia.


Pronto será su cumpleaños y nada mejor que hacerlo coincidir con una despedida inexorable. Su correspondencia reciente viene dando cuenta del destino oscuro de sus pasos. En alguna carta de abril, sin embargo, dio consejos de retórica precisa, así como del arte de aprender idiomas. Hizo esa vez una sabia comparación gastronómica: se aprende como se come. No aprenden quienes se atragantan y se impacientan por saberlo todo. Devorar sin la demora del regodeo es alejarse de la sapiencia en su sentido pleno. Por eso recomendó a su hermano que la sobrina aprendiera “a sorbos y no en gran cantidad”. El, que supo tantas cosas, supo a qué sabían en verdad todas sus lecturas. Se daba el enorme gusto de saborearlas. Si no le interesaba el tema, se detenía en alguna frase elegante o en la precisión de una palabra. Abominaba del apuro y buscó, como Darío, una forma que encontrara su estilo. Y la encontró. Su cincelada poesía es la prueba de ese paciente ejercicio literario.


En otra de sus cartas postreras negó la leyenda de su misantropía, así como la fama de híspido que algunos le endilgaron. Dos años atrás dejó de escribir poemas, pero en los meses finales la necesidad de un diálogo epistolar se le impuso como medio adecuado de escritura. Lo aprovechó para algunos desahogos. A la ciudad de Rousseau llegaron esos días las sombras de la vieja casona de los interdictos, pero también el resplandor del golfo. Llegaron las imágenes amables de las primas, en particular, la de Ella, una Beatriz de ensueños que no contaba amarguras. Y los días alegres del pescado y de las largas sobremesas, llegaron sigilosos a su cuarto. Ahí estaban, justo el 9 de junio, habilitando al poeta para su viaje solitario.

Hace pocas horas llegué a Ginebra por vez primera. El azar concurrente quiso que el hotel donde me hospedo, conseguido a última hora, quede a pocas cuadras de la casa donde Borges vivió su adolescencia. Pero no es la de Borges, sino la imagen desolada de José Antonio Ramos Sucre, la que atraviesa estas líneas que estoy trazando con fervor. Dentro de unos minutos iré al cementerio de Plainpalais para ofrendar calladamente. Se me ocurre ahora que, además de la personal emoción que allí me lleva, en el solaz infinito del amado argentino no estará de más un tímido saludo del cumanés insomne.



En el centro de Europa los dos están conspirando. No sé cuál de ellos disculpará esta página.

lunes, mayo 10, 2010

La sabrosa comida del domingo


Su memoria asocia el tenaz sonido de la lluvia en las ventanas a una ruidosa agonía. Para los otros habitantes de la casa, tal vez esa misma música se vincule a un inolvidable placer gastronómico. Todo se gestaba en la cocina. Era domingo y el almuerzo incluía el plato estelar de la familia. Su elaboración provocaba en él, más que asco, impotencia e intenso dolor. Para los demás, era una fiesta. Los invitados prodigaban frases laudatorias y se admiraban de las excelencias del costoso condumio. En dos o tres ocasiones le pidieron que comprara los apetecibles animalitos y regresó sin nada, inventando que estaba agotada su existencia. Por sospechoso, nunca más le confiaron la tarea y encargaron a la cocinera de la valiosa compra. Ella retornaba con el tobo lleno y de inmediato se dedicaba a la lenta preparación, que suponía previamente el uso de un cajón con pasto, para encerrarlos y alimentarlos con una hierba rara, especie de purgante que hacía el solaz de los bichitos. Un día completo permanecían allí. El domingo los bañaba con sumo cuidado, antes de meterlos en la olla de agua fría, vivos y límpidos, acompañados de especias, sal y vinagre. El agua se iba calentando poco a poco y surgían los chillidos, la ruidosa agonía que dije al comienzo y que generaba en él un deseo infinito de fuga. Un domingo, tras un copioso y largo banquete, tomó la decisión y se fue para siempre.

Lo anterior no es más que un resumen arbitrario y torpe de un cuento genial de Amparo Dávila, una escritora zacatecana cuya presencia espectral y legendaria, todavía es un enigma literario mexicano. El relato se titula Alta cocina y, como todos los suyos, se mueve en una atmósfera de ambigüedad que poco a poco va alcanzando altos niveles de tensión. No nos da su nombre, pero suponemos, por algunos datos iniciales, que son caracoles de tierra los animalitos cruelmente cocinados. Del huido tampoco sabemos mucho, pero lo imaginamos niño en edad de hacer mandados, obsesionado y dolido por la muerte de los caracoles. Sobre Amparo Dávila estamos enterados de su antigua fama de mujer hermosa y de que hará unos nueve o diez años se le apareció a la escritora Cristina Rivera Garza en una novela extraordinaria, para asombro de quienes descreen de la vida propia que tiene la literatura.

Los caracoles forman parte de la cultura ancestral de muchos pueblos del mundo y antes de compartir con la langosta un sitial destacado en la alta cocina pública, fueron, al igual que este crustáceo, alimento de los pobres. Jamás olvido las páginas de una novela de Elio Vittorini titulada Coloquio en Sicilia en la que la madre campesina del narrador recuerda la dieta cotidiana de caracoles, diciendo que eran excelentes y sabrosos y que se podían preparar guisados con ajo y tomate o rebosados y fritos. Una vez refrescada su memoria, el narrador, ahora citadino, revive los momentos de la infancia y se ve a sí mismo chupando golosamente caracoles de sus conchas. He leído en algún lado que en las cárceles de los Estados Unidos, en el siglo XIX, el rancho de los presos incluía diariamente langostas y que para mitigar ese “horrible” castigo hubo de limitarse su consumo a sólo un día por semana. Pero la semejanza que más nos interesa ahora reside en uno de los modos de preparación que prevalece, tanto para los inofensivos moluscos como para la langosta: lanzarlos vivos al agua caliente. Un famoso novelista peruano reseñaba hace poco en uno de sus artículos la discusión que tuvo con una señora, enemiga acérrima de las corridas de toros. Ella se estaba comiendo una langosta y predicaba contra la sevicia atroz de la tauromaquia. El escritor replicó con la imagen del crustáceo cayendo vivo sobre el agua hirviendo. Todos tenemos alguna aversión, pero también algún gusto por hincarle el diente a algo que fue materia viva. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra.

lunes, mayo 03, 2010

El desayuno de don Francisco


Un Conde-Duque lo detestaba con atrocidad suprema y un Rey, no exento de estulticia, le otorgó el ilustre privilegio del odio. Su desparpajo intelectual y su inmensa cultura, que incluía un conocimiento profundo de la bajeza humana, lo convirtieron en el incordio permanente de las medianías. Ducho en la forja de eficaces invectivas, colmó de elevada mordacidad el Siglo de Oro. Se querelló -venablo va, venablo viene- con otros grandes de su época, a los que se igualaba en valía y en aplomado desacato a esa sandez que hoy llaman “corrección política”. No llegó a envidiar a nadie. Siempre fue él el envidiado. La imbécil sargentería de algún gobierno con sus plumíferos a sueldo, pretendió zaherirle mediante infundios y torpezas. Y no se diga nada de aquellos crótalos cercanos que, creyéndose amparados en el anonimato o en la pseudonimia mostrenca, se delataban en la bastardía de las letrinas -que no letrillas- dejando al desnudo la podredumbre de su encono. Que sigan todos ellos entredevorándose, infelices, en los albañales y volvamos al insigne, jamás rebajado en su grandeza y desdeñoso –como debe ser- de las ruindades.

Lo vemos a la mesa, a la hora puntual del desayuno. La criada le ha servido la bebida de costumbre que él describirá después en una carta como “un compuesto muy ardiente”. Nuestro escritor bebe con fruición inocultable y con pasmoso denuedo un alimento que, según su consejo dietético, ha de tomarse hirviendo, porque “causa más provecho que tibio y frío”. Los pocos datos que nos dará en la carta mencionada, escrita en el convento de San Marcos de León, no parecían suficientes para determinar de qué bebida se trataba. Sin duda, el remitente había jugado al escondite. Más de trescientos años tardamos en saberlo, pues a la academia literaria no le interesaba ni le interesa la gastronomía.

Fue un cocinólogo, cultor de heterodoxias y gulas, el descubridor de la charada del desenfadado estilista. Hablo de Xavier Domingo, quien armado de imaginación y de saberes, dio con el enigma. El compuesto no era otra cosa que una bebida americana de los dioses: chocolate. Nos informa Domingo que en el siglo XVII se produjo una reyerta teológico-alimentaria acerca de si el chocolate rompía o no el ayuno eclesiástico. La ortodoxia dictaminó que sí. Esa sentencia, unida a la conseja de las propiedades afrodisíacas, rodeó de velos, en las mesas conventuales, el consumo del sabrosísimo caldo. Tal vez fue esa la razón por la que el conceptista madrileño jugó con la retórica que amaba y se dio el gusto de escribir cifradamente su adicción al chocolate con ámbar (de allí lo de compuesto), sin dar señales de estar quebrantando un interdicto. Otros cabos ató Xavier Domingo para dar con la verdad. Algunos años antes de la carta, el autor había escrito sobre “los diablos” de América y en una frase imborrable reveló sus pecaminosas “debilidades” : “…llegaron el diablo del Tabaco y el diablo del Chocolate, que, aunque yo lo sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo”. Eso, y el hecho cierto de que en su época era usual beberlo hirviendo, o con ámbar, por su carácter estimulante, redondean la sagacidad argumental con que don Xavier afirma de manera rotunda que era chocolate el suntuoso desayuno cotidiano de Quevedo.

Sigamos bebiendo chocolate a discreción y leyendo divinamente a don Francisco de Quevedo y Villegas, quien según Borges, fue “menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”, lo que ya es decir (y admirar).