lunes, marzo 28, 2011

El verdadero amor se ahogó en la sopa

Enrique Santos Discépolo

Desde siempre supimos que el mundo fue (y será) una porquería, en el quinientos seis y en el dos mil también, pero fue en 1934 cuando esa verdad comenzó a decirse de manera magistral en un tango destinado a no perder vigencia. Ayer salí en un taxi desde Villa Urquiza hasta Retiro. Durante todo el trayecto (Congreso, Cabildo, Sante Fe, Maipú y Paraguay) tuve la fortuna de escuchar a Enrique Santos Discépolo. Fue una emisora radial la encargada de darnos ese regalo de cumpleaños, con el auxilio de un taxista conocedor, que identificaba al rompe intérpretes y orquestas, al par de hacerles un excelente dúo a los primeros. No sólo sonaban los tangos. También hablaban de la vida de Discépolo, con referencias precisas a Armando y al llamado "grotesco teatral" argentino, del cual este influyente hermano de Discepolín fue el creador indiscutido. Disfruté Cambalache cantado por Julio Sosa, según la correcta identificación del chofer tanguero y me dije, como muchas veces: "esto parece escrito ayer".

Ningún texto de la filosofía se le iguala en claridad, densidad y certeza, a la hora de hablar de temas axiológicos. Además de filosófico, Cambalache es filoso y posee la crueldad de una imponencia verbal irrebatible. La posibilidad de intercambiar nombres propios en cualquier tiempo y espacio, o de usar como arquetipos a Stavisky, a Don Bosco, a "La Mignon", a Carnera y a San Martín, es uno de los rasgos de su pertinaz beligerancia. Haga usted, lector, el ejercicio de aplicar la letra de ese tango a nuestro presente, en San Felipe, en Barquisimeto, en las universidades, en el mundo de la cultura, o en cualquier otro ámbito que conozca bien, y comprobará, con menos asombro que congoja,  que "todo es igual" y que "nada es mejor: ¡lo mismo un burro que un gran profesor!". Discépolo le irá descorriendo el velo de un desastre moral que parece infinito en su falta de respeto y su atropello a la razón. Le ilustrará escenas de la infamia y del caos, no el del azar de la concurrencia lezamiana, sino el del "azar de la insolencia", como dijo alguien alguna vez, a propósito de este trueque desaforado, problemático y febril del siglo XX y ahora del XXI. 

Durante el recorrido hasta Florida escuché también Qué vachaché (1926) y conseguí la frase que preanuncia a Cambalache, el gran tango de la filosofía contemporánea, que Discépolo, como ya dijimos, escribiría en el 34: "El verdadero amor se ahogó en la sopa/ la panza es reina y el dinero es dios". Las imágenes de la política y de la economía de nuestros pueblos y, en general, de la cultura ahora reinante, gravitaron sobre mí. Recordé las escenas de nuestro propio grotesco nacional (o regional, si ustedes quieren) y sentí  una avalancha de vergüenza ajena. Discépolo volvía a aguarnos la fiesta de su propia fiesta tanguera del domingo.  

Esta sociedad de la decadencia ética que ha visto cómo las conciencias se tarifan en un sórdido mercado, incrementa día a día su dominio, ahogando afanes de cambio, cualesquiera sean sus intenciones. Ha visto, igualmente, cómo "es lo mismo el que labura/ noche y día como un buey,/ que el vive de los otros,/ que el que mata, que el que cura/ o está fuera de la ley..." y nos ha obligado a comprobar que el autor de Cambalache sigue denunciando sus lacras con denuedo y transparencia.

Cuando llegué a mi destino estaba sonando Uno. Ya no era solamente el taxista el que le hacía dúo a Héctor Maure, sino también Cuchi, sabedora de muchos tangos que su memoria atesoró desde la infancia. No lo dijeron en ningún momento en el programa radial, mientras duró nuestro trayecto -por lo menos-, pero al bajar del taxi reparé en uno de mis orgullos desde hace varios lustros: estaba cumpliendo años, como yo, el gran, el grande Enrique Santos Discépolo. La mañana lucía radiante, tanto, que semejaba "un día peronista", como antes proclamaban algunos barrios de esta ciudad querida.

lunes, marzo 21, 2011

Un paseo bajo las aguas de marzo

El sushi de la Dias Ferreira en Leblón

Esta mañana, a eso de las siete y media, ya la calle vivía con efusión el inicio de la semana. Desde el taxi pude apreciar las faenas tempraneras en algunos negocios, la gente que se dirige al trabajo o llega a él, con parsimonia, pero sin desgana. Pasé revista a los lugares conocidos: una librería, varios restaurantes, un mercado de frutas, algunas fachadas elegantes, el cerrajero de la esquina, el sushi de moda, el antro de los fumadores… Todo estaba en su sitio en la Rua Dias Ferreira, la glamorosa calle de Leblón donde me instalo de vez en cuando, para conectarme durante dos semanas con unas funciones profesionales que no son las de mi amable rutina sanfelipeña, pero que siempre me resultan gratas.

Por la índole de este espacio sé que debería referirme a la variada oferta gastronómica de esta calle emblemática de Río de Janeiro, pero hoy me quedaré con el desayuno del hotel Promenade, por el bolo de fubá que estaba espléndido y que me permite comer dulce sin tanto dulce, es decir, sin culpas mayores, en estos momentos de advertencias médicas y familiares. Cinco años de experiencia me permiten sostener que la jefa de cocina del hotel es una gran pastelera. Dejo para otra ocasión el paseo por los afamados restaurantes de la celebrada callecita carioca y comparto con ustedes esta sensación de viajero que ahora se siente como en casa.

Los lugares tienen el alma que uno les descubre, sobre todo cuando ellos nos ayudan también a descubrirnos. Desde luego, no es frecuente esa mágica confluencia, pues no se trata sólo de la costumbre o de la rutina peatonal, a la que nos entregamos con mecánico tedio.  Es un diálogo entre la calle y uno, una amistad que se va dando sola y a la que contribuyen los árboles, las rejas, los desniveles, alguna alfombra, dos o tres balcones, unos niños en bicicleta, la espera de luz verde en la Bartolomeu Mitre, el eterno aviso de Paulinho Chaveiro y el espeso follaje de cierta transversal. Si uno está dispuesto a hacer de caminante benjaminiano (el de Dirección única) puede descubrir en el nublado Leblon de hoy, 21 de marzo del 2011, maravillas insospechadas detrás de aquellos muros o encontrar algún pomo adecuado para una gaveta del siglo XIX. Eso y mucho más podría depararnos un paseo descuidado y libre por ámbitos que ya nos pertenecen. Pero hoy no tengo tiempo. Me espera la primera sesión del Comité Jurídico Interamericano, donde seguramente el comentario obligado será este extraño día de llovizna menuda y temperatura benévola, en una ciudad que debería estar matándonos del calor, pero que nos ha dispensado hoy las aguas de marzo de Tom Jobim para cerrar el verano y dar paso al otoño. Todos agradeceremos al cielo carioca este regalo y nos entregaremos a la distribución del trabajo que tenemos por delante.

Quedo comprometido a explorar el Sushi una de estas noches y a revelar el  azar concurrente  que urde ya su sorpresivo ataque en algún lugar de esta comarca que en lejanísimos tiempos fue noble asiento de cimarrones.

lunes, marzo 14, 2011

Turismo literario en la vía láctea


Entrada de Quíbor, Estado Lara

Un país enfermo de desmemoria, como el nuestro, debería ver en la diversidad de sus paisajes una posibilidad efectiva de curación. Esa labor supone, desde luego, el respeto a nuestra naturaleza y a nuestras tradiciones. La misma quizá deba iniciarse por el (re)conocimiento de lo más cercano y proseguir con el relato de lo que hemos vivido, para transformarlo en auténtica y fecunda experiencia. Los cronistas nos darían la mano para transitar con ellos esos mapas domésticos que, tal vez por muy conocidos, nos son indiferentes. Redescubrirlos es maravillarse ante lo cotidiano.  

Leyendo un manuscrito de Luis Paradas, egresado del diplomado de cronistas de la UNEY, acerca del turismo en el Estado Lara, me sentí de pronto extranjero. Me topé con un amplísimo elenco de atractivos que incluye lugares a los que sólo fui de niño o a los que nunca he ido. Mal larense me llamo por esa carencia que ahora confieso con menos impudicia que dolor y que me permite abogar primero por un turismo para mí y para muchos de mis coterráneos. Sin ánimo de descargar ninguna responsabilidad personal, pienso que en todo esto ha habido una grave incuria: la de quienes debían arbitrar políticas de turismo adecuadas y en su lugar se ocuparon de contribuir con la destrucción de pueblos, bosques, ríos y quebradas, así como a desechar las viejas señas culturales de la aldea. ¡Cuántos barquisimetanos ubican sin error alguno los centros comerciales de Orlando (Florida) y se hacen los locos o no saben responder cuando les preguntan dónde queda Cerro Gordo!

Además de proporcionarle una concreta utilidad a su tarea de investigador universitario, Luis Alberto Paradas en ese libro de próxima publicación, da un ejemplo encomiable de cómo se puede convertir, sin que se note, un cuadro técnico en una hoja de difusión turística, con todas las coordenadas básicas. Cualquier persona podrá valerse de esos cuadros para presentarle al viajero interesado valiosa información acerca del Estado Lara y sus bondades. Da gusto comprobar que la severa disciplina de un académico y su acopio de lecturas especializadas pueden, como en este caso, ponerse al servicio de la gente y no ser barreras infranqueables para el diálogo.  

Entre otras propuestas válidas, este trabajo del educador y cronista Luis Alberto Paradas, apunta unas rutas turísticas muy pertinentes y un Museo del Cocuy que estaría ubicado en Siquisique, un emblemático lugar de la gran destilación larense. Pienso que a esas propuestas podría agregárseles una ruta gastronómica o, mejor dicho, una especie de vía láctea que nos lleve por el amable universo larense de los quesos, las natas y los sueros. Y arrimando siempre la brasa para mi sardina, me he atrevido a sugerirle al profesor Paradas que vaya pensando en una ruta donde la literatura se enlace con la geografía. Así, los terronales serían un atractivo que no precisaría de muchas inversiones. Nos podría bastar un poema  (El cardón) de Luis Beltrán Guerrero para comenzar esa visita a las zonas áridas del estado Lara, acompañados de Jiménez Sierra y Luis Alberto Crespo, sin olvidar, por supuesto, al río Turbio y a Pascual Venegas Filardo, uno de sus cantores, cuyo centenario, por cierto, estará cumpliéndose el próximo 25 de marzo, seguramente en medio del más imperdonable olvido.

Otro ejemplo: en Barquisimeto alguien podría recibir a los contempladores de crepúsculos (o fomentar su presencia) compartiendo con ellos la lectura de Guachirongo  y hablándoles de su autor, ese ser humano casi inverosímil que se llamó Julio Garmendia.

lunes, marzo 07, 2011

Gramática de la crítica

Alvaro Cunqueiro, crítico y enólogo
No sé si el título de este artículo corresponda exactamente a lo que deseo decir en las líneas que siguen, a propósito de la interesante reflexión que sobre la crítica gastronómica formulara Sumito Estévez en su columna del pasado domingo. Como la arbitrariedad metafórica del título podría generar confusión, declaro de una vez que estaba pensando en un texto de Alfonso Reyes cuando se me ocurrió. Me refiero a la conferencia que el regiomontano dictó el 26 de agosto de 1941 en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana. Sus lectores la conocen como Aristarco o la anatomía de la crítica, luminoso ensayo que se convirtió rápidamente en un clásico latinoamericano sobre el tema. En él, Reyes nos dice con su insuperable eficacia verbal, que  la verdadera crítica también es un acto creativo. Después de comentar sus grados (la impresión, la exégesis y el juicio) y algunos de sus deleites (el discurso, la golondrina y el halcón), nos revela el alto deber social de un oficio que fertiliza el goce, difunde placeres, comparte imágenes, preserva o renueva valores y algo que es fundamental: educa finamente. Muchos son los que concluyen conmovidos  la lectura de esas inolvidables páginas de Alfonso Reyes, agradeciendo con entusiasmo a los críticos o queriendo ser tales.
Una vez leído el texto alfonsino me resulta difícil evitar su influjo.  Doy paso, entonces, y sin resistencia alguna, a la previsible analogía: la crítica gastronómica también puede (y debe) ser un acto de creación. Veamos. Sin dejar de cumplir su rol orientador, el crítico de gastronomía no tiene por qué estar reñido con la gracia literaria. Por el contrario, ella fortalece e ilumina su afán de comunicación y su deseo de diálogo. Ilustres nombres dan fe de este aserto. Digo al voleo los de Julio Camba, Alvaro Cunqueiro, Joan Perucho, Xavier Domingo, Manolo Vázquez, Néstor Luján, por nombrar algunos españoles; Rodolfo Hinostroza, D`Artagnan, Jaguar, Julio Pazos, Ben Ami Fihman, por indicar los suramericanos que recuerdo en este instante. Si bien no podemos exigirle que alcance los altísimos niveles de Cunqueiro (y de otros de los mencionados),  el crítico gastronómico, además de cultura a secas, debe poseer una pluma decente, como mínimo. Nada que no le pidamos de manera razonable a todo periodista que se respete. Lastimosamente, cada vez suele ser más ilusoria esta demanda elemental. Por eso mismo, salta a la vista otra analogía derivada del ensayo de Reyes: la crítica gastronómica debe educar. Esto supone un caudal de conocimientos al servicio de la buena escritura. La piratería no es compatible con la crítica auténtica. Un sustento firme debe acompañar el trabajo del crítico de gastronomía, que si lo es de verdad, se lo debe a una afición honesta y no a una pose. No hay que ser erudito en culturas culinarias ni en ciencia alguna, pero no se puede ser ignorante al extremo de desconocer lo básico y atreverse a pontificar desde un blog o de una página de revista o de periódico, sobre cocineros y comidas.
El crítico de gastronomía forma parte de un ámbito que va más allá de lo que algunos suponen. Quiero decir que ese noble oficio no se limita a la escritura sobre cocina pública o sobre restaurantes. Abarca un enorme espectro que incluye las mesas populares, las ferias, los productos, los mercados,  las escuelas, para no hablar de historia, tradiciones, técnicas o de innovaciones propias o foráneas.  En fin, su campo es la innumerable diversidad. Para ejercer de una mejor manera su trabajo, el crítico gastronómico debe otear con libertad ese amplísimo horizonte. Así sabrá que no está solo y que es una pieza más de la cultura alimentaria, no reducida a marcas ni a modas. Quizá no esté de más afirmar que el ejercicio de la crítica no es compatible con la zalamería, pero tampoco con el ninguneo y la maledicencia. La crítica es un aseo intelectual, no una ventilación de miserias.
Por último, no olvidemos que el cocinero debe ser crítico de sí mismo. En ocasiones es mejor escuchar la voz interior que la de algún sesudo “crítico” que estando “a la vuelta de todo”, no sabe distinguir entre el ñame y el ocumo o entre el perejil y el cilantro.