Joseph Brodsky
El escritor, en el exilio, mira una fotografía y
recuerda que vivió en una ciudad “teñida del color del vodka helado”, y que su
ropa resultaba molesta “y traicionaba la proximidad del Ártico”. El escritor se
fija en las cacerolas esmaltadas que en la cocina le infundían confianza en el
futuro, y le da las gracias a la compañía Kodak, por las copias en las que “las
aves del Paraíso cantan a pesar de que las ramas no se muevan”.
El escritor entra al arquetipo del viajero y
siente que encaja en el de Ulises cuando come. Así, se dirige a los “otros” y
les dice:
Aunque nunca he dominado
vuestro
idioma, libre de pronombres y gerundios,
he aprendido a comer caballa envuelta en hojas de palmeras
y a preferir patas crudas de tortuga,
con su sabor a lentitud. Gastronómicamente hablando,
debo admitir que estos años,
desde que vine a encallar aquí, han sido un viaje sin paradas,
y al final no sé dónde estoy.
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idioma, libre de pronombres y gerundios,
he aprendido a comer caballa envuelta en hojas de palmeras
y a preferir patas crudas de tortuga,
con su sabor a lentitud. Gastronómicamente hablando,
debo admitir que estos años,
desde que vine a encallar aquí, han sido un viaje sin paradas,
y al final no sé dónde estoy.
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Al nómada lo acompañan las imágenes de su lugar
primero, que, en su caso (él es Brodsky, ya se sabe) se llamaba todavía
Leningrado. Refiere, entonces, bellamente, una que lo hizo más que dichoso:
Y luego
fue también el Citroën 2CV que vi una vez aparcado en una calle vacía de mi
ciudad natal, junto al pórtico con cariátides del Ermitage. Semejaba una
mariposa ligera pero resistente, con sus alas plegadas de hierro acumulado,
como los hangares de los aeródromos de la Segunda Guerra Mundial o las
camionetas policiales de la actualidad.
Me quedé
observándolo con atención, al margen de cualquier interés personal. Sólo tenía
veinte años, y ni conducía ni aspiraba a conducir…
Allí
estaba, ligero e indefenso, carente por completo de la amenaza asociada a
menudo a los automóviles. Parecía más fácil que uno pudiera hacerlo daño, que
lo contrario. Nunca he visto un objeto de metal tan poco enfático como aquél.
Resultaba más humano que algunos de los transeúntes y, en su imponente
simplicidad, se asemejaba a las latas de carne de la Segunda Guerra Mundial que
yo aún conservaba sobre el alféizar. No encerraba secreto alguno. Yo sólo
quería meterme en él, ponerlo en marcha (no porque quisiera emigrar sino porque
meterse en él debía de ser como ponerse una chaqueta, o, mejor dicho, una
gabardina) e ir a dar una vuelta. Con los salientes laterales de sus
ventanillas, parecía el rostro de un miope con gafas que llevara alzado el
cuello de la camisa. Si mi recuerdo no me engaña, lo que sentí allí, mirando fijamente aquel
coche, fue felicidad.
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El exiliado, que, gastronómicamente hablando,
puede estar en todas partes (incluido su lugar de origen), hoy se desayuna con
huevos y escribe, como corresponde “Ab ovo” (“Alighieri pensaba que era la
comida más sana”), mientras trata de entender qué decían aquellas hermosas
ramas de su juventud.
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(Los poemas a los que pertenecen los versos
citados son: Infinitivo y Ab ovo, respectivamente. Ambos del libro
Etcétera.
El texto en prosa corresponde al ensayo Botín
de guerra, del libro Del dolor y la razón)