viernes, abril 26, 2019

La nueva santidad de la cocina y el ducado de Borgoña



 Esta miniatura muestra un acto de mecenazgo. Felipe el Bueno, Duque de Borgoña, recibe de Jean de Wauquelin su Historia de Alexandre.



En 1407, tras el asesinato en una calle de París del fastuoso Luis de Valois, se inició en Francia una cruenta guerra civil. Sin embargo, hubo quienes justificaron el crimen ordenado por el implacable Duque de Borgoña. Fue el caso del elocuente Jean Petit, teólogo de la Sorbona, quien no escatimó argumentos para defender su doctrina de que la muerte de un tirano (así consideraba a Luis, duque de Orleáns) no sólo es permisible, sino que constituye un deber.

En el Concilio de Constanza esa doctrina fue confrontada por Jean Gerson con alegatos que condujeron a la condena de la tesis de Petit, por parte de la suprema asamblea episcopal. Ocurrido esto, se produjo sobre Gerson otra condena: mientras Juan sin Miedo estuviese vivo no podía volver a París. Poco duraría esta prohibición, pues en 1419 el Duque de Borgoña pereció bajo las armas de los “armagnacs”. Este hecho no generó una guerra civil. Su recrudecimiento generó nada menos que una caída estrepitosa ante los ingleses.

Con el nuevo duque, Felipe el Bueno, a pesar de las adversidades, y gracias a sus alianzas, el ducado de Borgoña viviría muchos momentos de esplendor, como lo demuestran la expansión territorial, los actos de caballería y su continuo mecenazgo, un mecenazgo que influiría notablemente sobre cortes inglesas e italianas, para no mencionar las de Flandes, dominadas casi por completo por los borgoñones.

Será el tiempo de la Orden del Vellocino de Oro y de las fiestas del vino y la cocina. Ya por Dijon se había iniciado el paso del diablo cada veinte años, según lo anota (o inventa) Álvaro Cunqueiro, para hablarnos del modo como espantaban a Lucifer: quemaban laurel romano en los fogones y comían morcillas, rociadas del vino que desde sus viñedos traían los duques de Borgoña.

Todo lo anterior no es más que una excusa para recordar hoy un fragmento de “Aguja de diversos”, magnífico poema de José Lezama Lima, quien, para asombro del Gaviero, también admiraba a los duques:

Hay que guardar la cuchara del palacio
de Dijon, con seis chimeneas para asar seis bueyes
rellenos de corderos, los corderos rellenos de capones,
los capones de palomas. Desde la altura de una silla,
cuello de escalerilla ata, justiciera como estrado,
el cocinero pega a los desleales, prueba
el codicioso espesor del tuétano del cordero
y proclama el ruego de regalar justicia.
El escapado de la soga penetra en la nueva
santidad de la cocina, tan alto señorazgo
derrama el cucharón sobre su testa,
nuevo bautizo para la salvación de su cuerpo.
Con la nueva piel estrena una flamante chaquetilla
de azurita, y el cucharón sigue en un reposo
de campana, entre las piernas, flor de la Casa de Borgoña”.

La mención lezamiana a los rellenos hace pensar de inmediato en aquel legendario “relleno imperial aovado” con el que se festejaba la víspera de la coronación de los Sacros Emperadores. Para cerrar, recordemos la versión del divino Cunqueiro:

Rellene una aceituna con una anchoa. Rellene con esa aceituna un pajarito. Rellene con el pajarito una codorniz. Con la codorniz, una perdiz. Con la perdiz, una pintada. Con la pintada, un gallito. Con el gallito, una liebre. Con la liebre, un pavo. Con el pavo, una avutarda. Con la avutarda, un cerdo. Ponga el cerdo relleno al horno y déjelo a fuego lento seis o siete horas, hasta que todos los rellenos hayan soltado sus jugos”.

Vaya hoy en honor de los Duques de Borgoña.

viernes, abril 19, 2019

Un banquete con "torta manfreda"


 Sandro Botticelli. Una escena del Decamerón
 

El banquete se inspiró en recetas del inolvidable cocinero Martino, un maestro de la gastronomía medieval, cuyos mejores platos fueron recogidos en el Libro de Arte Coquinaria que preparó Platino, otro nombre ilustre en la historia universal de los fogones. Ambos, junto a Catalina de Médicis, tuvieron el mérito (sobre todo, los primeros) de difundir con éxito la cocina italiana por todo el continente. Ese aporte no incluyó sólo recetas. También, lo que Lévi-Strauss llamaría en el siglo XX, “modos y maneras de mesa”. Así, los usos del tenedor y de la servilleta, iniciados en Italia desde finales del “trecento”, cuando el resto de Europa desconocía esos maravillosos lujos.

El banquete ofrecido hoy por Alejandro VI, con la diligente asesoría del Duque, es como un diálogo entre el Medioevo y el Renacimiento toscano. Un diálogo que poco más tarde alcanzaría el esplendor de los más elegantes condumios en la corte del Magnífico, que solían incluir lo que Álvaro Cunqueiro recuerda como un remoto antecedente del “civet” francés: el “civiero”, “amado por Piero Strozzi y golosina del señor Bocaccio” en el otoño florentino. También –nos dice el admirado gallego- el “civiero” fue plato que gozó de las preferencias del Giocondo y su mujer Mona Lisa, que lo comían, golosos como eran, por san Andrés y san Martín.

Así que hoy habrá “civiero”, pero antes llegará a la mesa vaticana la “torta Manfreda”, que deslumbró a los franceses llegados a Italia con Carlos VIII, cuando aún no conocían el “pâté-de-foie”, que habría de ser más tarde emblema gastronómico de Francia. La “Manfreda” hacía las delicias del famoso secretario Maquiavelo, quien, por cierto, ya ha ocupado su lugar en la mesa de este ágape “borgiano”, que tiene de invitado, a pesar de las antipatías de por medio, a uno de los Orsini.

La “Torta Manfreda” fue concebida mucho antes, en honor de Manfredo, rey de Sicilia, hijo del “primer hombre moderno que se sentó en un trono” (Burckhardt dixit): Federico II de Suabia. El epónimo del plato tiene, además de esa prosapia, presencia literaria. Recordemos que está en la Comedia, en el Purgatorio, canto III, para ser exacto. Allí se le acerca a Dante, “biondo era e bello e di gentile aspetto”, y le dice:

“…Io son Manfredi,/ nepote di Costanza imperadrice;/ ond’io ti priego che quando tu riede,/ vadi a mia bella figlia, genitrice/ de l’onor di Cicilia e d’Aragona,/ e dichi il vero a lei, s’altro si dice”.

El nieto de la emperatriz Constanza, que no tuvo tiempo de arrepentirse de sus pecados y por eso “purga”, acostumbrado como estaba a las fastuosas pitanzas de la corte de Palermo, tal vez no entendería por qué este plato de modestos ingredientes y de especias no costosas, lleva su nombre.

Acaban de traer la “Torta Manfreda” y Sebastiano Pinzón, desde un rincón de la sala, no le quita la vista de encima al cardenal Orsini. Éste, bebe con gusto su “trebbiano” (otro aporte de la Toscana), mientras el Duque de Valentinois le explica a los comensales las excelencias de los hígados de pollo y sus aportes al humanismo, dada la afición que por ellos tenía el imponderable señor Pico della Mirandola.

¿Dónde puso Sebastiano Pinzón la cantarella? ¿En la torta? ¿En el vino? Lo cierto es que a los pocos días el cardenal Orsini se despidió de este mundo.

(Sebastiano Pinzón fue el envenenador oficial de César Borgia y la cantarella, su veneno estrella)