Esta miniatura muestra un
acto de mecenazgo. Felipe el Bueno, Duque de Borgoña, recibe de Jean de
Wauquelin su Historia de Alexandre.
En 1407, tras el asesinato en una calle de París
del fastuoso Luis de Valois, se inició en Francia una cruenta guerra civil. Sin
embargo, hubo quienes justificaron el crimen ordenado por el implacable Duque
de Borgoña. Fue el caso del elocuente Jean Petit, teólogo de la Sorbona, quien
no escatimó argumentos para defender su doctrina de que la muerte de un tirano
(así consideraba a Luis, duque de Orleáns) no sólo es permisible, sino que
constituye un deber.
En el Concilio de Constanza esa doctrina fue
confrontada por Jean Gerson con alegatos que condujeron a la condena de la
tesis de Petit, por parte de la suprema asamblea episcopal. Ocurrido esto, se
produjo sobre Gerson otra condena: mientras Juan sin Miedo estuviese vivo no
podía volver a París. Poco duraría esta prohibición, pues en 1419 el Duque de
Borgoña pereció bajo las armas de los “armagnacs”. Este hecho no generó una
guerra civil. Su recrudecimiento generó nada menos que una caída estrepitosa
ante los ingleses.
Con el nuevo duque, Felipe el Bueno, a pesar de
las adversidades, y gracias a sus alianzas, el ducado de Borgoña viviría muchos
momentos de esplendor, como lo demuestran la expansión territorial, los actos
de caballería y su continuo mecenazgo, un mecenazgo que influiría notablemente
sobre cortes inglesas e italianas, para no mencionar las de Flandes, dominadas casi
por completo por los borgoñones.
Será el tiempo de la Orden del Vellocino de Oro
y de las fiestas del vino y la cocina. Ya por Dijon se había iniciado el paso
del diablo cada veinte años, según lo anota (o inventa) Álvaro Cunqueiro, para
hablarnos del modo como espantaban a Lucifer: quemaban laurel romano en los
fogones y comían morcillas, rociadas del vino que desde sus viñedos traían los
duques de Borgoña.
Todo lo anterior no es más que una excusa para
recordar hoy un fragmento de “Aguja de diversos”, magnífico poema de José
Lezama Lima, quien, para asombro del Gaviero, también admiraba a los duques:
“Hay que
guardar la cuchara del palacio
de Dijon,
con seis chimeneas para asar seis bueyes
rellenos
de corderos, los corderos rellenos de capones,
los
capones de palomas. Desde la altura de una silla,
cuello de
escalerilla ata, justiciera como estrado,
el
cocinero pega a los desleales, prueba
el
codicioso espesor del tuétano del cordero
y proclama
el ruego de regalar justicia.
El
escapado de la soga penetra en la nueva
santidad
de la cocina, tan alto señorazgo
derrama el
cucharón sobre su testa,
nuevo
bautizo para la salvación de su cuerpo.
Con la
nueva piel estrena una flamante chaquetilla
de
azurita, y el cucharón sigue en un reposo
de
campana, entre las piernas, flor de la Casa de Borgoña”.
La mención lezamiana a los rellenos hace pensar
de inmediato en aquel legendario “relleno imperial aovado” con el que se
festejaba la víspera de la coronación de los Sacros Emperadores. Para cerrar,
recordemos la versión del divino Cunqueiro:
“Rellene
una aceituna con una anchoa. Rellene con esa aceituna un pajarito. Rellene con
el pajarito una codorniz. Con la codorniz, una perdiz. Con la perdiz, una
pintada. Con la pintada, un gallito. Con el gallito, una liebre. Con la liebre,
un pavo. Con el pavo, una avutarda. Con la avutarda, un cerdo. Ponga el cerdo
relleno al horno y déjelo a fuego lento seis o siete horas, hasta que todos los
rellenos hayan soltado sus jugos”.
Vaya hoy en honor de los Duques de Borgoña.