domingo, noviembre 29, 2009

Chile en el corazón

La embajadora Urbaneja entrega reconocimiento a Cruz del Sur Morales y a Damaris Loyo

Escribo estas líneas en Santiago de Chile, con la emoción aún intacta de una clausura espléndida. Hace pocas horas concluimos con una hermosísima actividad musical y gastronómica una programación en homenaje a Andrés Bello, compatriota común de venezolanos y chilenos. Fue una fiesta inolvidable. Una fiesta que se merecían todos los que participaron e hicieron posible el brillo y la calidez de las jornadas bellistas que, desde el 23 de noviembre hasta el sábado 28, se realizaron en diversos espacios académicos y culturales de la capital de Chile. Hoy Bello está de cumpleaños. Venimos de celebrarlo con los aguinaldos de Cecilia Todd y con el panorama culinario de la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida que Cruz del Sur Morales diseñó para la imponderable comida de anoche. Cecilia estuvo como nunca, desplegando su encanto mediante una preciosa selección navideña que incluyó composiciones y poemas de los juglares Otilio Galíndez y Aquiles Nazoa. Fue el feliz inicio del ágape. Después le rendiríamos tributo al paisaje gastronómico de Andrés Bello.

Durante una semana la Embajada de Venezuela en Chile llevó a lugares emblemáticos de la academia y la educación una lectura diversa (pero integral) de Andrés Bello. Nos correspondió a nosotros, gente de la UNEY, el inmenso honor de conducirla. Así, pudimos compartir reflexiones, dudas y conocimientos con destacados intelectuales y juristas chilenos, acerca de la vigencia intelectual del gran caraqueño. Con Miguel Rojas-Mix, el lunes, en la Universidad de Chile, convocamos el carácter fundacional de la obra de Bello. Carmen Norambuena, decana de Humanidades de esa institución y su equipo, fueron nuestros anfitriones. El martes nos recibió la Biblioteca Nacional y pudimos alternar Luis Rubilar Solís y yo acerca del imaginario pedagógico de Bello, ante un público plural que tuvo una participación fecunda. Allí estaban, desde un hijo de Radomiro Tomic hasta una representación mapuche, pasando por estudiantes, académicos, periodistas, poetas y dirigentes sociales. El miércoles la sede de la Embajada venezolana sirvió de escenario para un Taller de Formación Docente que tuvo como resultado la formulación de una propuesta de Cátedra Permanente Andrés Bello. Maestros y profesores universitarios analizaron junto a nosotros diversas vías para fortalecer nuestros sistemas educativos. Allí compartí nuevamente con el profesor Rubilar Solís. Esta vez fueron cuatro horas de sesión ininterrumpida, premiada luego con un almuerzo elaborado por Cuchi y Damaris, con una deliciosa crema de caraotas, seguida por un opulento tarcarí de ovejo que dio paso al increíble y nunca bien ponderado manjar de coco (esta vez con parchita y no con guayaba) que, por cierto, Cruz del Sur Morales debería patentar algún día por su excelencia milagrosa. La Academia Diplomática, con sus directores, embajadores, profesores y estudiantes nos recibió el jueves. En esa noble casa tuve la satisfacción (y el compromiso) de dar una conferencia al alimón con mi amigo y excompañero del Comité Jurídico Interamericano, Eduardo Vio Grossi, uno de los mejores internacionalistas de América Latina. Hablamos de los aportes de Bello a esa rama del Derecho y de su vigencia en nuestras movidas diplomacias americanas. El viernes fue la Universidad de Chile, la Casa de Bello, que le dicen, el lugar donde nos dimos cita para conversar sobre varios aspectos de la obra humanística del fundador y primer rector de esa institución. No voy a reseñar lo sucedido, pero en verdad, fue memorable. Homenaje y profanación. Discursos contrapuestos. En fin, una sesión plural, como debe ser en estos casos (y en otros) en los que cualquier unanimidad resultaría patológica.

Anoche cerramos con deleite y placer esta incursión bellista de la UNEY en Chile. Digo deleite y placer para quienes comimos solamente, gracias al inmenso trabajo de las dos representantes yaracuyanas que hicieron lo más importante del convite. Para ellas el reconocimiento de nuestra eficiente y entusiasta embajadora María de Lourdes Urbaneja, no se hizo esperar. Nos interpretó a todos en sus palabras de gratitud. La ensalada de piña, la fosforera que recordó el amor de Bello por la hermana del Mariscal Sucre, la polenta, la naiboa, el cocuy con aroma de sarrapia, todo ello y la apoteosis de un postre que fue como una hallaca dulce, por lo armoniosamente multisápido del mismo: torta de chocolate y merey con crema inglesa y cambures en almíbar de Sauvignon Blanc y tabasca, todo eso, digo, sirvió para darle sabor y gusto a un encuentro chileno-venezolano que debería tener continuidad. Por eso, Cruz del Sur Morales, quien concibió totalmente el menú, y Damaris Loyo, con quien lo elaboró para 150 personas, recibieron la ovación de un público alborozado que incluía músicos, rectores, embajadores, poetas, científicos y hasta a un polémico candidato presidencial.

A Cuchi: ¡chapeau!

lunes, noviembre 23, 2009

Andrés Bello y la soberanía alimentaria

Afiche de las jornadas en homenaje a Andrés Bello organizadas por la
Embajada de Venezuela en Chile y la UNEY

Fundar nuestra América después de la independencia lograda en Ayacucho, no fue sólo una actividad política. Fue, básicamentente, un enorme esfuerzo cultural. Lo entendió así nuestro principal e indiscutible emancipador en ese ámbito: Andrés Bello. Por esa razón, evocar su nombre y situarlo en el lugar cimero que le corresponde, es algo que no podemos obviar a la hora de celebrar el Bicentenario de las gestas libertarias en estas tierras que conforman lo que José Martí llamó con sencillez y sabiduría: “Nuestra América”.

Andrés Bello fue un genio de la creación y la mediación cultural. Hizo lo que pudo -y lo que le dejaron hacer-, superando dificultades, envidias e incomprensiones. Su labor intelectual en Chile tiene las características de un heroísmo jamás cantado por la épica y que alguien llamó alguna vez con acierto, heroísmo secreto. Poner orden civil en el caos inicial de los pueblos de América no es poca cosa. Bello lo alcanzó en la naciente república chilena, donde hoy ocupa el sitial histórico que merece, a pesar de algunos tiempos de desmemoria o de incuria. Merced a su inmensa preparación, ese orden se convirtió en un sólido soporte republicano que permitió la formulación de una política exterior idónea basada en el principio de la solidaridad y en la elaboración de normas adecuadas de Derecho Civil para hacer propicia y pacífica la vida cotidiana.

Pero no fue sólo eso. El copioso bagaje humanístico de Andrés Bello, puesto al servicio de la identidad latinoamericana, lo llevó a diseñar -mediante una amplia visión de la lengua española y un talento gramatical inusitado- un uso lingüístico propio de estas tierras. Recordemos esta afirmación suya: “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Castilla y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias”. Y así, pudo el español nuestro ser español de América y luego, español de Chile o español de Venezuela. “No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano América”, dijo una vez. Y en efecto, para nosotros escribió su prodigiosa Gramática, por la cual Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña lo llamaron “el más genial de los gramáticos de lengua española y uno de los más perspicaces y certeros del mundo”. A partir de un orden, exaltó nuestras peculiaridades idiomáticas y le dio cauce ordenado a la diversidad, facilitando la evolución y transformación de la lengua, con aportes nacionales y regionales, hasta conformar lo que Ernesto Sábato (citado por Edgar Colmenares del Valle) llamó “una sola y magna patria”, es decir, esa fecunda patria verbal que sin Andrés Bello nos hubiese costado muchísimo tener.

Algo más hizo Bello por la emanciación cultural de América: reivindicó nuestros lugares. Lo hizo con su poesía, clásica y europea en sus formas y absolutamente americana en sus motivos y en su espíritu. Los cronistas viajaron a estas regiones equinocciales y se asombraron con sus riquezas. Nos dejaron páginas espléndidas y también el relato de una mirada europea que siempre pensó en conquistar y dominar. Algunos nos vieron con desdén. Otros sólo fueron elogiosos con la naturaleza, y unos pocos, piadosos con los pueblos autóctonos. En fin, se construyó un discurso exterior, a veces “buensalvajista” y otras muchas demonizador. Por eso, para fundar repúblicas necesitábamos otro discurso o un mensaje donde nos nombrásemos a nosotros mismos y nos sintiéramos entrañablemente expresados. Andrés Bello, desde Londres, fue el primero en hacerlo. No le bastó con la enumeración idílica de quien siente nostalgia por su paisaje. Forjó un proyecto de fundación. Recordó que la cultura es también agricultura y trabajo.

Si hoy, con tantas asignaturas pendientes aún, volvemos a leer con atención su Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, veríamos con claridad el proyecto de Bello y nos diríamos que eso de la soberanía alimentaria no lo estamos inventando ahora, ni nosotros ni los compañeros europeos o canadienses de Vía Campesina y que en la Silva está la mejor vindicación de nuestro paisaje agrícola, una vindicación que nunca como antes necesitamos más.

lunes, noviembre 16, 2009

El paisaje gastronómico de Bello


Un joven de veinticinco años, para entonces oficial segundo de la Capitanía General de Venezuela, llamado Andrés de Jesús, María y José, hijo mayor de una familia huérfana de padre (Bartolomé Bello había fallecido en Cumaná en 1804) “arrancó hierbas, cortó ramas y esparció tierra” en Fila de Mariches. Era el 16 de diciembre de 1806. El joven dio así cumplimiento a un ritual previsto en el derecho indiano: tomar posesión de un terreno que su familia había recibido en arrendamiento perpetuo, con el propósito de fundar una pequeña plantación de café. Le debemos a la acuciosidad de Pedro Grases la recuperación de esa importante escena campestre en la vida de Andrés Bello. Y algo más: la imagen vitalmente agrícola de quien años después cantaría en Londres las maravillas de nuestros frutos campesinos. Bello llamaría la finca “El Helechal” y, según la amable hipótesis de Grases, allí estuvo ubicada su visión primigenia y personal del cultivo del “arbusto sabeo”, vestido de jazmines y perfumado por la fecunda zona, cuya ladera “adorna el cafetal”. En pos de un cafecito de Andrés Bello, intentemos un breve y parcial recorrido por el paisaje gastronómico de su Silva inagotable.

El menú se abre con una ensalada de piña y granada, recordando estos versos: “Para tus hijos la procera palma,/ su vario feudo cría,/ y el ananás sazona su ambrosía”. La fruta más hermosa de la tierra, sazón de la ambrosía y ambrosía ella misma, nos saluda en las mesas americanas, con el esplendor barroco de su forma y de sus jugos. La acompañan esta vez las legendarias granadas del Paraíso, que eran también las del patio de la casa caraqueña de los Bello López, nunca olvidadas por el maestro. “¡Aquellos granados!”, escribió, nostálgico, en una carta dirigida a su hermano Carlos. Aquellas granadas y sus granitos, están acá, haciéndole alegre compañía a la piña en esta fiesta de la entrada.

País de peces y mariscos varios, Chile le recordó muchas veces a Bello la antigua Cumaná donde vivió y murió su padre. Una fosforera oriental será entonces el siguiente plato, con el cual emprenderemos un diálogo bellista del Caribe con el Pacífico y con el “…pueblo también, cuyos hogares/ a sus orillas mira el Manzanares”. Suculenta, la fosforera, es fama que levanta muertos y no estamos acá para desperdiciar la vida. Así que habrá en esta ocasión fosforera en abundancia para todos.

El “jefe altanero de la espigada tribu” no puede faltar en nuestro paseo. Una polenta, no sé todavía si de cochino o de gallina, hará su aparición en el convite. Para Bello el maíz era algo más que un alimento. Era un dios de estas tierras. Era una seña de la sagrada identidad americana. Era (y es) una forma de resistencia. Pese al trigo sembrado por los españoles, los criollos nos hicimos grandes comedores de arepas, como nuestros padres antiguos y le dimos diversos usos al maíz, impidiendo que dejara de depararnos uno de nuestros panes de cada día. Convertido en polenta, el maíz es la ufanía central de este condumio.

Pertenezco a la golosa estirpe de los “postreros”, esos seres que suelen guardar espacio adecuado y suficiente para el disfrute final de las comidas. Por esa razón ya la boca se me está haciendo agua. Sé que está anunciada una torta de chocolate y merey que será servida con cambures en almíbar, vale decir, la apoteosis bellista de la zona tórrida. La consagración del cacao como auténtico manjar de los dioses. Andrés Bello, quien halagó la necesaria protección de su cultivo (“…ampare/ a la tierna teobroma en la ribera/ la sombra maternal de su bucare”), no habría dejado de festejar su destino en esta mesa, al lado del cambur. Símbolo de cierta pureza agrícola porque “escasa industria bástale”, el banano “desmaya el peso de su dulce carga” para prodigarse como uno de los mayores regalos que la Providencia concedió “con manos largas” a los habitantes de la felicidad ecuatorial. No conformes con rubricar de modo tan sabroso esta incursión al paisaje gastronómico de Andrés Bello, podemos agregar la presencia de la naiboa, para darle paso también al casabe (“…su blanco pan la yuca”) y al persistente papelón que viene de “la caña hermosa,/ de do la miel se acendra”.

¿Bebidas? Andrés Bello tuvo la precaución de preverlo todo en la Silva cimera. Así, nos dijo: “El vino es tuyo, que la herida agave”. Por eso, además de café, habrá cocuy de Lara, que es la mejor bebida de estas tierras sedientas.

lunes, noviembre 09, 2009

Bello en tres tiempos


1. Antes del desayuno el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche. Quiso estampar en ellos su conciencia del paisaje y su amorosa visión de la heredad auténtica. Pronto habría de leerlos en la concurrida casa de Javier. Tal vez se los dedique al visitante alemán que tanto fervor había mostrado por Caracas. Tal vez. Lo cierto es que el poeta ya ha encontrado la forma para expresarse: la oda. Sus lecturas abundantes y fecundas, le permiten ahora ser diestro en clásicas composiciones. Su Horacio y su Fray Luis están bien asimilados. También lo están sus tópicos. Pero ni Horacio ni Fray Luis lo han hecho mudar de afectos ni lo han desprovisto de sus lares.

Caraqueño para siempre, antes del desayuno, el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche: “Tú, verde y apacible/ ribera del Anauco,/ para mí más alegre/ que los bosques idalios”. Y siguió así, culto y sereno, tejiendo su pasión por las aguas cristalinas que atraviesan el hermoso valle del Avila. Mientras el café y el pan esperaban en la mesa, la poesía venezolana comenzaba con firmeza a abrirse paso.

2. Es el año 1820 y estamos en la tertulia londinense de Francisco Antonio Zea. A ella asiste hoy el guatemalteco Antonio José de Irisarri, representante, de algún modo, de toda América Latina, por su vocación continental. Esta vez habla en nombre de Chile. Le acaban de presentar a uno de los contertulios habituales, con el que inicia una reveladora charla. Mediante ella, Irisarri descubre uno de los secretos mejor guardados de Londres: la enorme sapiencia de un americano. Tal será la efusión que produce en él este personaje, que a los pocos días le enviará una carta a O’ Higgins con estas palabras entusiastas: “Hay aquí un sujeto de origen venezolano por el que he tomado particular interés y de quien me considero su amigo: le he conocido hace poco, y nuestras relaciones han sido frecuentes por haber ocupado ciertos destinos diplomáticos, en cuya materia es muy versado, como también en otras muchas. Estoy persuadido que de todos los americanos que en diferentes comisiones esos estados han enviado a estas cortes, es este individuo el más serio y comprensivo de sus deberes, a lo que une la belleza del carácter y la notable ilustración que le adorna”. Quizá Irisarri no supo que ese mismo año el caraqueño expresó en versos su infinita nostalgia por la Patria. Había llegado la ansiada primavera a Londres y todo el mundo renació de alegría, menos él, quien tomó la pluma para describir, con tanta maestría como aflicción, ese momento inolvidable: “No para mí, del arrugado invierno/ rompiendo el duro cetro, vuelve mayo/ la luz al cielo, a su verdor la tierra./ (…)/ Que a quien el patrio nido y los amores/ de su niñez dejó, todo es invierno”. Nueve años después y tras sucesivas muertes de seres entrañables, el caraqueño viajará a Chile.

3. El viejo poeta escribe lentamente. Lucha contra el sueño vespertino. El suculento charqui del almuerzo tal vez lo esté llevando a la modorra. Pero ahí va. Tiene que cumplir su cometido. Ha pedido un poco más de manjar de chirimoya para recuperar fuerzas. No sólo es un educador reconocido o el más admirable conocedor de nuestra lengua. Es también el legislador civil de sus patrias y todos esperamos por su prosa jurídica para iluminar con acierto nuestros tratos cotidianos. Siente ahora la miel en sus labios y, por fin, escribe: “Las abejas que huyen de la colmena y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural, y cualquiera puede apoderarse de ellas, y de los panales fabricados por ellas, con tal que no lo hagan sin permiso del dueño en tierras ajenas, cercadas o cultivadas, o contra la prohibición del mismo en las otras; pero al dueño de la colmena no podrá prohibirse que persiga a las abejas fugitivas en tierras que no estén cercadas ni cultivadas”.

Sonríe satisfecho. Ha redactado el artículo 620 del Código Civil chileno y se dispone ahora a entregar a la siesta su cuerpo complacido.

lunes, noviembre 02, 2009

Desayunando con Cantaclaro


Nos recordaba Rafael Arráiz Lucca en su excelente artículo del pasado domingo que este año se cumplieron tres aniversarios redondos de Rómulo Gallegos: 125 de su nacimiento, 40 de su muerte y 80 de Doña Bárbara. Para completar el cuadro habría que agregar una cuarta conmemoración galleguiana: el centenario de la revista La Alborada, que se cumplió en enero. Como se sabe, esa publicación dio nombre a un grupo literario que integraron Gallegos, Julio Planchart, Salustio González Rincones, Julio H. Rosales y Enrique Soublette. Este último, por cierto, hombre de fortuna, financió la revista. Ocho números, de enero a mayo, bastaron para que el grupo se convirtiera en referencia ineludible de la historia literaria de Venezuela. Y no era para menos, como lo evidencia la importancia indiscutible de dos de sus miembros: Gallegos y González Rincones.

Sin restarle méritos a Julio H. Rosales (autor de un cuento inolvidable) y al resto de sus compañeros, el autor de Doña Bárbara y el poeta darianamente “raro” de La yerba mala, representan hoy en día a los “alborados” de mayor estima. No siempre fue así, en virtud del tardío descubrimiento de Salustio, por parte de la crítica venezolana. Hubo que esperar hasta 1977 para que los venezolanos nos encontráramos con la sorpresa de un autor de comienzos del siglo XX adelantado a las vanguardias, a las máscaras autorales y al cruce de géneros, en pleno apogeo del modernismo y sus epígonos. Debemos a una antología preparada y prologada por Jesús Sanoja Hernández ese descubrimiento que maravilló al grupo poético Guaire que poco más tarde encabezaría, precisamente, Rafael Arráiz Lucca. Los compañeros de González Rincones jamás se imaginaron que el futuro le depararía a éste lecturas fervorosas y asombradas. Ahora sabemos nosotros que la recepción literaria tiene sus propias leyes y que como diría Guillermo Sucre los “poetas de su tiempo llegan a destiempo”.

Pero volvamos a Gallegos, a quien releo con enorme placer estos días. Vayamos con él al llano, nuevamente, porque allí nos espera un desayuno suculento que doña Nico preparó para agasajar a Rosángela. Estamos a media mañana en las páginas musicales de Cantaclaro, a punto de probar la sabrosura de unas arepas doraditas, recién levantadas del negro budare, que nos están haciendo la boca agua. Los afanes culinarios de doña Nico no tienen parangón en estas tierras y hoy exhiben mejores resultados. Con su voz ronca acaba de anunciarnos el inicio del condumio y todos nos acercamos a la mesa humeante. Ya hemos olvidado la inmancable tacita de café del amanecer y nos aprestamos para halagar copiosamente nuestro gusto. Pueblan la casa los olores de la carne macerada. El banquete incluye caraotas negras, “carne asada, gorda y sangrante, sin aliños que alteren su sabor (…), lomo de cerdo o de lapa adobado con orégano oloroso”, huevos fritos, suero picante, chireles en leche para la miga del pan, queso de mano y café “tinto y aromoso”. Cantaclaro es hoy una orgullosa fiesta llanera de olores y sabores, sustanciosos y sencillos. Lo es, porque todas las viandas fueron hechas con cariño y la mesa puesta con el don sagrado de la gratitud. Los lectores-comensales de esta obra milagrosa salimos felices de la casa.

Desde el llano adentro vengo/ tramoliando este cantar./ Galleguiano me han llamado./ ¿Quién se atreve a replicar? ¡Ah caramba, compañero!/ No lo puedo remediar,/ que acabe diciendo en versos/ lo que empecé a conversar.