lunes, enero 29, 2007

Mesa y petróleo


Cuando Benito Yrady dio su respuesta a la encuesta Pomés incluyó en primer lugar un plato que llamó “atol con crocante”. No dijo más ni explicó la escueta referencia. Era un remotísimo recuerdo de su infancia, y su memoria apenas le daba para atinar la densidad y la textura de algo que lo deleitó de niño en una ocasión. Rectifico. Benito agregó el nombre del sitio donde había vivido esa experiencia que terminaría resultándole inolvidable: San Tomé. Y ahí está la clave. Era, probablemente, un desayuno de avena, de “nenerina” o de “crema de arroz Polly”, con algún cereal tostado, de esos que llegaban a los economatos de las compañías petroleras y que ya para los años cincuenta se habían convertido en presencias habituales de nuestras mesas matutinas.

Somos un país petrolero, pero no somos un país de estudiosos del tema petrolero, y menos aún, de su impronta (¿enorme? ¿mediana? ¿oblicua?) en la vida cotidiana del venezolano. Lo anterior tal vez no sea una paradoja, sino la fatal presbicia que nos impide ver bien, o simplemente ver, lo más cercano. Quizá ello explique lo que Miguel Angel Campos viene señalando con lucidez en ensayos estupendamente escritos: la visión dicotómica que coloca del lado malo al “excremento del diablo” y del lado bueno a la tradición perdida por la maléfica influencia del primero. El tema de la alimentación es, entre otras, una de las víctimas de ese maniqueísmo intelectual.

Muchos fueron los productos y las prácticas de consumo alimentario que la explotación petrolera seguramente introdujo en nuestro país. Sin embargo, no hemos realizado estudios que nos deparen registros veraces y, sobre todo, que nos den luces acerca de los alcances culturales de esa transferencia. Por esa razón, Edgar Abreu Olivo (Premio Nacional de Nutrición) ha fundado la Cátedra OPEP en la UNEY, con alumnos y docentes del pregrado Ciencia y Cultura de la Alimentación. El propósito central de dicha cátedra es realizar un análisis comparado del vínculo entre la alimentación y el petróleo en los países productores de este último, sin excluir a otros que pueden servir de fecunda referencia. Una de las aristas de esa investigación es la que concierne de manera específica a la cultura gastronómica y que será coordinada por el Cig-Uney (Salsipuedes).

Un estudio integral del tema nos llevaría, por ejemplo, a rastrear hechos como los que hemos leído en algunos testimonios valiosísimos. Recuerdo uno extraordinario de Manuel Taborda citado por Paul Nehru Tennassee en su trabajo “Venezuela, los obreros petroleros y la lucha por la democracia” (Efip, Caracas, 1979) en el que el ex-caporal de la Standard Oil en el oriente del país nos habla del menú tanto de la sección venezolana como norteamericana del personal de la compañía, y hace mención de unos cocineros chinos que recibían un tratamiento privilegiado. Ese solo dato invita a una indagación que podría iluminar alguna pista borrosa de nuestra historia gastronómica. Las entradas y salidas de los economatos constituyen otra fuente riquísima de información que todavía no hemos conocido del todo ni aprovechado bien y que este trabajo podría incorporar para provecho de la historia de la alimentación en Venezuela.

Sospecho que no sólo “ketchup” encontrará la UNEY en ese necesario estudio que ahora emprende.

domingo, enero 28, 2007

Ocho veces UNEY


La UNEY cumplirá mañana 8 años de fundada. Ha crecido a un ritmo pausado, pero seguro. Ha procurado siempre mantenerse fiel a su proyecto original, no imitando de manera mecánica a las universidades que la precedieron y tratando de ser un espacio libre para todos los saberes, incluidos, desde luego, los que ciertas casas de estudio tradicionales le han legado. No ha dado tumbos, pero ha sorteado escollos y cometido errores aleccionadoramente fecundantes. Se mantiene invisible para algunos, pero no resulta indiferente a quienes ya la conocen de cerca. Frente a sus propuestas y trabajos originales, algunos se aprovechan para darle salida a la envidia o a la molicie intelectual. Otros, menos elocuentes, a sus sentimientos de admiración. La UNEY los interpela a todos y a todos abre sus puertas.

La UNEY es una “cosa rara” para ciertos espíritus adocenados, que se alarman, por ejemplo, de que para ella la ciencia y la cultura de los alimentos deben ser guiadas por la cocina y no por otra disciplina más "académica" o convencional.

Para quienes buscan horizontes humanísticos en la educación venezolana, la UNEY está resultando un ejemplo a seguir. Ha sido apoyada con generosidad por algunos buenos amigos y entorpecida por ciertas alimañas. Así, la quisieron echar de su sede en San Felipe (allí sigue), pero Guama le abrió sus puertas. Le han negado espacios en la capital del estado -aún cuando se los hubieran prometido-, pero se le han abierto otros –eso sí-, por su propio esfuerzo. Podríamos decir que se ha ganado a pulso cada metro de tierra que ocupa y eso tal vez sea una fortuna y no un acontecimiento negativo. También ha sabido obtener estima nacional e internacional de personas e instituciones a las que está orgullosamente vinculada. Sabe nadar contra la corriente, pero cuando el cauce le es favorable no se descuida ni se deja llevar. Quiere ser una universidad de la cultura y aspira hacerle aportes importantes al país. Lucha contra las infalibles leyes de la mediocridad y de la inepcia, sabiendo con Lezama que “sólo lo difícil es estimulante”. Se siente feliz por todo lo que le ha ocurrido y persiste en sus sueños.

lunes, enero 22, 2007

DESAYUNO CON CILANTRO


Ya los desayunos no son lo que eran. Cuando la vida discurría con más lentitud y la palabra “stress” no había ingresado a nuestro vocabulario, podíamos disponer de una mesa mañanera más generosa que la actual. Los desayunos servían, además, para el encuentro amistoso o para la celebración de algún acontecimiento familiar de relevancia, como las primeras comuniones. Hoy éstas son más unas rumbas para los adultos que para los primocomulgantes. Antes se bebía en ellas chocolate, como lo hacían cotidianamente Felipe V y Carlos III, el cura de la capilla cercana y el arzobispo, pero también el Marqués de Sade y Federico Nietzsche, quien recomendaba comenzar el día con una buena taza de esa bebida sublime. Desayunar con chocolate y galletas es algo tan sabroso como hacerlo con una acemita tocuyana mojada en café con leche, digan lo que digan dietistas, consejeros de salud y cuantos enemigos de la gula predican por estos pagos.

Añoro los abundantes desayunos de los domingos, especialmente los que se hacían en mi casa para recibir al compadre Clemente, con mojito trujillano y perico. El desayuno era un momento de encuentro, una verdadera celebración casera. Hoy lo usamos, cuando mucho, para rápidas reuniones de trabajo en cafeterías donde la oferta suele ser la misma: desayuno continental, desayuno americano y desayuno criollo, platos monótonos y desangelados.

Pocas veces nos reunimos en casa para el disfrute de un buen yantar tempranero. La prisa ha hecho de las suyas y todos le somos obsecuentes. Nada que ver ahora con esos desayunos que refirió Francisco Tamayo en su Léxico popular venezolano y que nos proporcionaban no sólo alimento, sino también goce matutino. El sabio larense enumera con delectación algunos desayunos que se hacían en El Tocuyo. Me refiero a ese pueblo extinto que tenia el mismo nombre que hoy ostenta uno que ocupa su lugar, pero que en muy pocas cosas se parece al anterior. Nos dice Tamayo:

“En El Tocuyo el desayuno es de siete a ocho de la mañana, consta de caldo de tomate balita o caldo de leche (...), arepa, queso rallado. Otro desayuno tocuyano es a base de longaniza, suero y arepa. A estos distintos tipos de desayuno tocuyano se les agrega amasijo dulce y café con leche. Otro desayuno tocuyano está constituido por huevo frito, cuajada o queso frito, arepa, etc. Otro desayuno es de suero, revoltillo (huevos revueltos y fritos), arepa, café con leche. Otro tocuyano es con chicharrones de concha, bien majados con piedra, suero y arepa. Otro tocuyano es con morcilla frita, caraotas fritas, arepa y café con leche. Otro del mismo Tocuyo es: suero, aguacate, arepa”.

Bien sé que para todo tocuyano o descendiente de tal mencionar el caldo de leche es descorrer el velo de la más feliz memoria doméstica. Así, vuelven la abuela Ana, Gladys Maria, la prima Aura o la tía Mercedes, y siempre Oscar Castellanos París, quien nos repite que para hacer el caldo de leche “se ponen a hervir tres tazas de leche y una de agua, cinco huevos que, extraídos de la cáscara, caigan enteros en el líquido sin romperse, pues no han de revolverse con la leche, ya que se conservan como unidades flotantes, descascaradas, cocidas en el líquido, se le agrega sal, ajos, cebolla, aceite onoteado y cilantro en rama”.

(El de la foto es Francisco Tamayo)

martes, enero 16, 2007

Permiso para pecar: mesa, lecho y Ovidio

Triclinio

Ovidio escribe:

“Va a ir tu marido al mismo banquete que nosotros. / -Que para tu marido sea, lo pido, / su última cena. (...) Cuando en el lecho esté tendido él,/ irás con gesto humilde a tumbarte a su lado;/ el pie tócame entonces a escondidas./ Mírame a mí, mis gestos, lo que diga mi rostro./ Capta y envíame tú señas furtivas./ Sin hablar, con las cejas/ palabras elocuentes te diré./ Descifrarás palabras con los dedos:/ palabras que estarán con vino escritas”.

Está en un poema de Amores. La traducción es del excelente poeta español Juan Antonio González Iglesias.

En una nota al pie de página González explica lo del “lecho”: los romanos cenaban en el triclinio, tendidos en lechos en torno a una mesa en forma de U. No necesariamente lo usaban para las infidelidades.

lunes, enero 15, 2007

Ojo de bife por la tele


Pocas veces me detengo ante la cocina de la televisión, más por falta de tiempo que de ganas. Esta vez lo hice. Veo en un primer plano un bife de chorizo. Están sacándolo del costillar de una ternera. El cocinero, como es su deber, informa que se trata de lo que los franceses llaman “entrecôte”. Le ha quitado cuidadosamente la grasa a la carne que sacó del costillar. “Esto es el bife de chorizo”, dictamina. Ya está limpio y preparado para la siguiente operación. Comienza a cortarlo, entonces, con evidente experticia, llamando a las piezas que obtiene “ojos de bife”. Las coloca en un plato para marinarlas. Así, les agrega bastante aceite de oliva, romero y tomillo. Me pierdo un ingrediente porque algo fuera de la pantalla me distrajo, pero presumo que era ajo (¿o echalote?). No. No era ajo. Era, en efecto, echalote. Así llaman los argentinos lo que nosotros nombramos como escalonia. El chef muestra ahora la parrilla y unos tomates que va a usar para una ensalada con espárragos y espinacas. Veo que también tiene unas peras (“aquellas pecosas peras encontradas en la cesta verbal de Villaurrutia”). Están verdes y las corta...

Ahora el video está mostrando unos caballos y una pradera idílica que por lo edulcorado de la escena le quitan ambiente genuino al condumio que se avecina. Entendemos que parte del tiempo previsto en la receta transcurre mientras nosotros idiotamente vemos caballos y praderas. Vuelve por fin el cocinero a la pantalla y comienza a asar los “ojos de bife” ya marinados. En una plancha coloca los trozos de pera y los espárragos blanqueados. La plancha está muy caliente, lista para “grillar”. De cuando en cuando el hombre le da una vuelta a los “bifes”...

Nuevamente vemos los caballos y la pradera, escena que no se aviene con Martín Fierro y su facón, ni con el poeta Madariaga. Cuando retornamos de ese paseo bucólico ya las peras están doradas. También los tomates que había colocado en la plancha poco después de las peras. El cocinero está haciendo ahora una salsa criolla con tomates cortados en trocitos. Les echa un poco de picante (tabasco) y les añade ajo, un ingrediente que se me escapa, aceite de oliva, aceto, limón, pimienta negra y un poco de sal. Ya está lista la salsa. En este instante toma un plato y coloca las peras, los tomates y los espárragos que estaban en la plancha. Encima les pone las espinacas. Agrega aceite de oliva, unas gotas de aceto y pimienta negra. Esa es la ensalada. Busca los bifes. Los retira del fuego y les quita el cordón con que los había atado antes de ponerlos en la parrilla. Los traslada al plato, junto con la ensalada. Incorpora la salsa y toma una copa de malbec y se despide.

Hago de inmediato esta nota percatándome de que he sido un pésimo cronista de cocina televisada por no haber retenido el nombre del cocinero ni haber tomado detalles de los cortes hechos al solomo (incluido el cuchillo), acto en el cual se encuentra el secreto de estos “ojos de bife” que los argentinos tienen patentados para el disfrute de los pecaminosos amantes de la carne.

lunes, enero 08, 2007

Paseo gastronómico por nuestra narrativa

Antonia Palacios, autora de Ana Isabel, una niña decente

Cuchi me ha pedido que la acompañe en un recorrido por la narrativa venezolana, pero con una condición: que apunte las referencias a alimentos o comidas que encuentre durante ese paseo. Doy cuenta de mi primera y rápida salida:

1. Llega un extranjero a uno de esos “pueblos tristes” que cantaría después Otilio y que el autor de esta novela califica exactamente igual. No llega solo el hombre extraño. Lo acompañan una mujer y dos niñas, que no son ni su mujer ni sus hijas. Se alojan en el “Gran Hotel” del pueblo. Cuando Rómulo Gallegos pasa a hablar de las solteronas dueñas de ese hotel (“el hotel de las Simozas”) nos proporciona las primeras referencias que andamos buscando: Obdulia, era la encargada de la cocina, en la que se la pasaba todo el día “riñendo con las cocineras, probándoles los guisos, que siempre tendían a quedarles desabridos o salados y amargos como las propias salmueras, desollándose los brazos con los chisporroteos de la sartén, asándose los dedos junto con la carne a la parrilla, quemándose la sangre con los enfurecimientos que las fregonas la hacían coger a cada plato roto o desportillado contra el fregadero”. Cuando Gallegos pasa a darnos noticias de la otra, de Ramitos, la cosa mejora, a pesar de que la alusión a nuestra tema sea más breve. Ramitos tenía a su cargo la atención de los huéspedes “y a las horas de comer rondaba de mesa en mesa, haciéndoles preguntas amables sobre cómo les había gustado la olleta o la berenjena en salsa de tomate, que eran especialidades de Obdulia”. He allí lo valioso de la cita galleguiana: dos platos, por lo menos y, sobre todo, lo que ellos significan para los estudiosos del gusto gastronómico. Más adelante nos toparemos en El Forastero (es esa la novela, desde luego) con unas escudillas de leche de cabra, unas yucas sancochadas, algún chivito adobado y con escudillas de chocolate con pan y queso “para la frugal comida de sobretarde”.

2. Una comida galleguiana se prolonga durante varias páginas pero no llegamos a saber qué está comiendo la familia. Apenas logramos enterarnos de que en la mesa había pan y eso porque dos de los comensales (Cecilio y Luisana) se pusieron a hacer bolitas con las migas. Nada más. Ni una referencia a la bebida. Esto ocurre en Pobre negro donde el autor prefirió informarnos de lo que se hablaba en la mesa pero no de lo que se ingería. Pienso que estas omisiones las vamos a encontrar muchas veces en nuestra narrativa.

3. La niña ha estado enferma y ya parece recuperada porque le han permitido salir a comer con todos. Es la hora del almuerzo y en esa casa de la Candelaria caraqueña nos vamos a encontrar con dos delicias: una, del gusto y otra del olfato. La primera nos la otorga la dulcería criolla, concretamente, el alfondoque de Guatire. Y es que Ana Isabel, “la niña decente” está recordando en este instante, antes de sentarse a la mesa, un pregón callejero: “¡De Guatire el alfondoque!” y toda la información que le seguía en un grito “largo y cadencioso”. La segunda delicia es absolutamente tentadora: “el perfume de la yerbabuena que se esparce por el comedor”. Ana Isabel lo aspira con los labios entreabiertos y se siente como recién nacida y Antonia Palacios acaba de agregarle sazón a mis lecturas.
 
P. D: Sin duda Cuchi está arrimando la brasa para su sardina: ha comenzado el año en Salsipuedes profundizando su línea de investigación de literatura y gastronomía, para lo cual contará con personas especialmente dedicadas a ese grato trabajo. Buscar en la literatura de ficción venezolana huellas de nuestras costumbres y prácticas alimentarias a lo largo del tiempo es una tarea útil, como se ha demostrado antes en el país, aunque casi siempre de manera aislada.

viernes, enero 05, 2007

La cocina de los ángeles


Hace tres meses Luis Antonio de Villena en un bello artículo publicado en Babelia hizo una estupenda semblanza de Pablo García Baena, con motivo de la aparición de Los Campos Elíseos, el más reciente libro del poeta cordobés, un poeta que tiene 85 años y sigue escribiendo como los dioses. Copio algunas de las palabras que le dedicó Villena:

"Pablo García Baena -uno de nuestros grandes poetas vivos- es lo opuesto al medro y a la cucaña. Ha elaborado lentamente y lujuriosamente una obra lírica como los tapices que diseñaba él mismo en otro tiempo, cuando Miguel del Moral le pintaba las cabezas de los príncipes y los ángeles. Una obra perfumada de esmero, de perfección y de voluptuosidad masculina o de óleos penitenciales. (...) Lo parece y es cierto: estoy reivindicando y abriendo un pequeño frasco de aromas para Pablo García Baena, porque es mucho más que un antiguo premio Príncipe de Asturias (1984) y mucho más, desde luego, que el director emérito del Centro Andaluz de las Letras. Es -lo repito- uno de los mayores poetas de la España de hoy, de las Españas".

Hoy quiero compartir con los amigos de este blog un poema de Pablo García Baena que podríamos colocar en la más hermosa de las cocinas:


La Cocina de los ángeles

¡Qué ir y venir esa Noche
por las cocinas del cielo!
Clara, en el punto de nieve,
Teresa, entre los pucheros.
La Carmen Soto vigila
calderetas y torreznos,
en tanto tocan a laudes
almireces y morteros.
Sumiller de mesa y boca,
pejes en nácar de Méjico,
Tobías el caminante
porta en azafates bellos
y adobado en pepitoria
el corzo de San Huberto
flamea entre las canelas
que inciensan fulvos braseros.
Amarguillos y perrunas
pizcan los franciscos legos
y los ángeles peinándose
el almíbar del cabello
rompen el alinde cande
de cornucopias de yelo.
Pinches son los serafines
y con albos pañizuelos
espejean como plata
los platos en los plateros.
Francolines de Milán,
plumas de rojo capelo
en horno de palosanto
doran pechugas al fuego.
Los pastores, que son hombres
de recental paramento,
cuecen habas, hierven gachas,
majan sal de salmorejos
y la majada se niebla
al humo de los espetos.
Parihuelas con salvillas,
frutas de sartén, buñuelos,
alfajores, bartolillos,
alojas de caramelo,
bechamelas, mostachones,
capuchinas, borrachuelos,
colman bandejas de azófar,
enmelan los lienzos duendos
y como hostiarios relucen
dulceras en los chineros.
El caldo de la Parida,
en áureo grial enhiesto,
al dar en punto las doce
sirve el Maestresala atento.

La Virgen, como es ayuno,
un suspiro es su alimento,
y al Niño recién nacido,
en níveo pórfido cuenco
que vela mano de ámbar,
da la leche de su pecho.

PABLO GARCIA BAENA

¡Feliz Día de Reyes!

(El cuadro de Murillo, La cocina de los ángeles, le permitió a García Baena encabezar sus impecables octosílabos con el nombre completo del pintor: Bartolomé Esteban Murillo. En esta página podrán conseguir algunos poemas de García Baena:

http://amediavoz.com/garciabaena.htm )

jueves, enero 04, 2007

La calle olía a cocina




04-01-07: Comencé el año con una casi febril dedicación a la lectura. Mejor dicho: a la lectura voraz de los libros de Cesare Pavese. Pero he aquí que entre las páginas pavesianas afloró –como debe ser- el tema de la cocina y sus afines. Así, hoy resucitó de un libro que no era suyo (era de Pavese, por supuesto), un texto de mi querido Jaime Gil de Biedma. Aclaro: eran dos hojas que yo había guardado ahí. Como creo que esas páginas se avienen con plenitud a la sensualidad invocada por este blog, las copio de seguidas:

TODOS LOS OLORES

De paso por San Luis, camino del casino,
reconozco de pronto un olor
y casi me detengo:
alguien está friendo con aceite de oliva
y me toma con fuerza.

El olor de los barrios humildes
del litoral de España: pescado frito.

El olor a diario y el olor a pobre
cambian mucho de país a país.
Conozco el aroma a pescado seco,
a mango verde y a
bagong de casa de David
y de mil casas miserables de Manila, olido al pasar.
Es el olor familiar de una cocina extraña.
en las casas ricas,
confundido con el del lechón asado.


Arroz hervido, que huele a almidón
y sabe levemente a saco.

Aroma denso y poroso de los cocos.

Papayas que evocan sol y sombra,
oreo y manchas de humedad,
y traen impotencia.

Olor a escarcha y fuego de leña verde,
pavesas en el aire.

La Nava, años de la guerra civil,
camino de la escuela en las mañanas.

Años de verano,
cuando aspiraba con delicia
un mazo de naipes viejos que olía a mí mismo.

(...)

Cocido y cuero recién curtido: Salamanca.

El olor de la casa alquilada un verano en Puigcerdá,
reconocido diecisiete años después
en un cuarto de baño
de la calle del Marqués de Valdeiglesias,
en Madrid.

El olor a campo y a estiércol del ganado,
que en todas partes nos recuerda nuestra patria.

El olor a lápiz de los profesores,
en el colegio.

En algún jarrón hay ramas de pino en flor:
el detalle es extraño,
porque no íbamos en primavera.

El olor a cuerpo y prendas miserables.


Los vagones del metro.

Madrid: carne recalentada y ropa de difunto
y un deje de grasa de chorizo,
para fijar el aroma igual que el barniz de una pintura.

Londres: lana húmeda, chocolatinas baratas,
verduras tristes.

París: sé que tiene un olor, pero se escapa.


El poema que acaban de leer no es un poema de Gil de Biedma. Es un párrafo de su diario que me atreví un día a disponer en versos, procurando ejercicios para un taller de lectores ociosos, pero aplicados. También el título es una arbitrariedad por la que no podemos culpar a Jaime Gil.