lunes, septiembre 29, 2008

...y hojitas de laurel


Mercé Rodoreda

La escritora revisa cuidadosamente sus papeles. Lee lo escrito la noche anterior y percibe que ya sus personajes andan sueltos y actuando por sí mismos. Se han hecho dueños de la novela y la narradora sonríe complacida porque se está cumpliendo su objetivo de darles vida propia. Lee de nuevo y siente que también le ha otorgado relieve a las palabras, diciendo de la manera más simple las cosas esenciales. Eso se llama escribir bien. Por eso ahora la escritora vuelve a sonreír y se va satisfecha a la cocina.

La cocina está también en su novela, en esa novela que está escribiendo con fruición después de varios años sin escribir nada y que es la historia parsimoniosa de una familia y de su casa. Bien. La escritora ya llegó a la cocina donde todo brilla, donde todo está impecable, pero vivo. No es una cocina aséptica como la que Rosario Castellanos describe en Album de familia y en la que la inepcia culinaria de una recién casada termina chamuscando la carne del almuerzo. Esta es la cocina de Armanda, la noble cocinera que tiene todo en orden y que sabe cómo afrontar la complicada preparación de las comidas en una casa donde cada uno tiene sus manías y preferencias. La señora Teresa ha pasado temporadas enteras comiendo carne a la parrilla con papas fritas. El señorito se desvive por los sesos a la romana y la señorita exige raciones diarias de langostinos y langostas, mientras que Ramón no puede vivir sin el caldo de gallina. Hoy la cosa será más simple. Todos comerán “un arroz que sabrá a gloria”. En este instante una de las muchachas se percata de que el tarro del laurel está vacío y sale al jardín a buscar unas hojas…

Dejo hasta aquí la escena. Lo que viene lo pueden leer ustedes en la novela. Entretanto, la escritora espera por el arroz con langostinos, tomate y hojitas de laurel. El laurel es la clave del plato y de la historia que ella está contando. Recuerda que un rayo partió la rama madre del laurel y que esa mutilación lo hizo más frondoso y siempre hubo abundante laurel para los callos, para los asados, para las sopas, para el pescado. El laurel está en la memoria de la escritora que hoy espera por el almuerzo en la antecocina donde se guardan los cubiertos de plata de las bodas de Teresa. Y está en nosotros y con gracia permanece en una vieja canción infantil a la que alude el título de esta nota y que todos recordamos cuando hay pollos en la cazuela.

La escritora se llama bellamente Mercé Rodoreda y nació en Barcelona en 1908. Fue una de las más grandes novelistas europeas del siglo XX. Murió en Gerona el año 1983. La novela que he referido se titula Espejo roto y es una maravilla que recomiendo a todos. Celebrada por libros espléndidos como La plaza del Diamante y La calle Camelias, Mercé Rodoreda cultivó con excelencia el fabuloso arte de la crónica. Siguiéndola recorrí algunas de sus calles amadas. Así, visité Camelias con sus ojos para buscar al joven que fui alguna vez en esa misma calle.
Escribir bien es muy difícil. Ella lo logró porque supo escuchar las voces de su casa y de la calle y porque escribió con el alma, con las imágenes genuinas de su barrio de Gracia y porque amó las flores y supo ver “la inmovilidad salvaje de los caballos de Paolo Uccello”.

lunes, septiembre 22, 2008

¡Bailen bailen, bailadores!

Bailadores, Estado Mérida

Conocía todos los caminos de los Andes venezolanos, así como cada uno de sus pueblos. Gran parte de su vida fue un viaje permanente por esas tierras, a las que llegó un día a mediados de los cuarenta y las adhirió a su alma para siempre. Se hizo tachirense, merideño y trujillano antes de que existiera la Panamericana, usando la noble Trasandina o los caminos de las recuas muleras. No hubo rincón que escapara a su oficio de viajero o a su curiosidad de tal. Poco a poco, como debe ser, fue consustanciándose con todos los paisajes encontrados a su paso. Y en el paisaje estaban no sólo las montañas, las lagunas y los frailejones, sino también y sobre todo, las personas con sus palabras, sus usos y costumbres, sus historias. Tuvo amigos en las siete colinas y en los diversos lugares que su trashumancia profesional le deparaba. Cultivó silenciosamente su jardín de viajero desde que en 1946 llegó al Hotel Bristol de Valera, para adentrarse después durante casi dos meses en los pueblos de los tres Estados andinos. De esa época es su visión inolvidable de Boconó, de Timotes, de Mérida, de Tovar, de Bailadores, de La Grita, de San Cristóbal, de una geografía, en fin, que se le fue metiendo por sus grandes ojos verdes.

El páramo de La Negra fue la apoteosis de su deslumbramiento. Me lo recordó un día que fuimos juntos a Bailadores, bellísimo pueblo situado entre Tovar y dicho páramo. Fue una de las contadas ocasiones en que tuve la suerte de ser compañero de viaje del viajero eterno, a quien he recordado hoy con la excusa de que recomendaré de inmediato un libro que se refiere, entre otras cosas, a la cocina de Bailadores. En realidad es que no puedo nunca decir Bailadores sin traer a la memoria la imagen de mi padre.

El azar concurrente quiso que fuese el cronista de la ciudad donde mi padre nació quien me diera noticias de Estampas del Bailadores de antaño (El Perro y la Rana, Caracas, 2006). En efecto, Taylor Rodríguez, acucioso cronista de Cabudare, me habló de él con emoción hace unos meses. No transcurrió una semana sin que tuviera un ejemplar en mis manos y comprobara que tenía razón mi amigo Taylor: se trata de un libro delicioso. Leerlo fue para mí volver a viajar con mi padre y pasear por la calle 10 para rendirle homenaje a la Igualdad y compartir más de trescientas anécdotas que cuentan la vida cotidiana de Bailadores a través del tiempo. Pero el libro es algo más que un anecdotario. Es un ejemplo magistral de crónica de pueblo, hecha con las voces del pueblo. Sencilla, auténtica, amorosa. Diversas personas aparecen en sus páginas para mostrar su visión de la comarca entrañable. Su autor, José Parada, quien nació en Bailadores hace cuarenta años, concluye su libro con dos aportes específicos al patrimonio cultural venezolano. Uno es un glosario popular. El otro es nada menos que un recetario de Bailadores, elaborado por su madre, María Imelda Ramírez de Parada. En ese recetario, en el que no falta la hallaca con garbanzos, hay dos platos con arvejas. Uno de ellos es el cuchute, que copio de seguidas para ustedes:

El Cuchute

Ingredientes: arveja dura, huevos, cilantro, cebollín, perejil, sal.

Preparación: Se tuestan las arvejas y luego se pasan por la máquina de moler para resquebrajarlas un poco y así poder quitarles la concha. Se limpian y entonces sí se muelen debidamente. Se pone a calentar agua según el número de personas. Al polvo resultante de la molienda se agrega agua en una cantidad razonable (no mucha), sin dejar de mover la mezcla. El caldo no debe resultar espeso. Agréguese luego cebollín, cilantro, perejil y antes servir se agregan trozos de tortilla para darle buen gusto. Al cuchute hay que dejarlo cocinar por lo menos media hora. Sal al gusto.

lunes, septiembre 15, 2008

Memoria del Da Sandra y de su pasta


No exagero si afirmo que en Caracas hubo una vez un restaurante espléndido que se aproximó al inasible estado de gracia y que alcanzó, a fuerza de sencillez y honestidad, la difícil adhesión de todos los amantes de la pasta. Hablo de los años ochenta, sobre todo, cuando aún podíamos citarnos en el Gran Café de Sabana Grande e irnos después a almorzar en algún lugar aledaño, no sin haber pasado antes por la librería Suma para saludar a Raúl y a Julia y enterarnos de las novedades. Eran los tiempos en que nuestra capital se preciaba de serlo también de la cocina pública, aunque el viernes negro ya hubiera hecho de las suyas. Y fue, precisamente por sus estragos, que se buscó refugio en las mesas modestas de la “cucina casalinga” o en el placer sublime de la pasta al dente. Hablo de una alta condición, otrora, en el reino de los manteles sobrios, de la atención puntual y de la comida sabrosa y consistente. Hablo, por supuesto, de Da Sandra.
Entre los tesoros entrañables que nuestra memoria preserva, aparte de los buenos versos que afloran cuando uno menos los busca (en el párrafo anterior se me escapó, por cierto, uno de Saint-John Perse), sobresalen airosos los de la buena mesa. A veces es sólo un plato de verduras cocidas al punto y que sabían a gloria en un apartamento de Clot en Barcelona, un lenguado con una bearnesa que alcanzó la perfección un domingo en Arca del Valle o unas arepas rellenas de carne esmechada aparecidas de improviso en la casa de Olivia y que hoy recuerdo como ejemplo de máximo disfrute. A veces es también un restaurante. Así, nunca agradeceremos lo suficiente a Sandra Gullo por su inolvidable bistró de la Solano López caraqueña. Allí comí la mejor pasta del mundo y conocí una salsa portentosa que la dueña bautizó con el nombre de su nieto: William. Allí, Alfredo, Gonzalo y yo conversamos interminablemente de poetas españoles. Allí le escuché a Juan Nuño hablar con inmenso afecto de Alejandro Rossi, así como una anécdota de Octavio Paz que dejo para otra ocasión. Allí compartíamos sabores y algunos como yo, oíamos saberes.

La semana pasada, al concluir la nota sobre el ají dulce, me percaté de que faltaba algo. Poco después lo supe. Faltaba nada menos que la salsa Isabelita de la signora Sandra, una salsa sabia y delicada que podríamos apuntar como uno de los mejores homenajes que alguien le haya hecho al ají dulce. Una vez probada, envicia. La adicción obligó a Cuchi a elaborarla en casa para compensar de alguna manera el vacío que nos dejó la gran cocinera italiana el día que decidió volver a su país. Cerró Da Sandra. Parece que no fue ayer, sino hace un siglo. Por un tiempo el gran Sergio, en Barquisimeto, mitigó para nosotros la pérdida. Pero también Sergio cerró su pequeño restaurante. Nos queda la memoria y algunas buenas recetas que recogió Sandra en un libro valiosísimo, una de las cuales transcribo ahora para disculparme con ustedes por este desahogo:

TALLATELLE SALSA ISABELITA

(para seis personas)

Ingredientes: 100 gramos de tocino/ ½ kilo de ají dulce/ 1 cebolla/ ¼ de aceite/ 2 tomates/ 2 cucharadas de cilantro/ 1 cucharada de salsa al pesto/ ¼ litro de crema de cocina/ Parmesano rallado/ Sal y pimienta al gusto.

Preparación: Triturar el tocino, los ajíes, la cebolla, los tomates y el cilantro. Sofreír todo en aceite. Una vez sofrito, agregar la crema de cocina y dejar evaporar un poco. Al final, añadir la cucharada de salsa al pesto. Agregar sal y pimienta al gusto y parmesano rallado al momento de servir. Como pasta se recomienda “tallatelle” u otra pasta, pero siempre “al dente”.

lunes, septiembre 08, 2008

Ají dulce para todo(s)


Haber alcanzado a su favor la adhesión unánime es algo que en Venezuela sólo podría exhibir con certeza el ají dulce. Puestos a encontrar un sabor común a nuestras diversas expresiones gastronómicas, solemos invocar sin mayores vacilaciones el del ají dulce, presente en numerosas preparaciones culinarias del país. Ser parte fundamental del sofrito le otorga, sin duda, una figuración básica que se amplía al ser empleado también como ingrediente particular de muchos potajes, salsas y guisos, so pena de ser considerados desabridos por el acostumbrado paladar venezolano.


Si alguna vez el ají dulce fue un secreto de nuestra cocina, lo fue a voces. En viejos y nuevos recetarios se da cuenta de su indispensable aporte a la gastronomía de estas tierras, para no referirnos a la tradición casera que hace casi siempre su trabajo de un modo silencioso y permanente. Claro, ahora hablamos y escribimos más de cocina y podría dar la impresión de que la constatación de su uso (y lo plural del mismo) es reciente. Una vieja verdad cultural nos revela lo contrario. El ají dulce, regalo de los dioses americanos, es en Venezuela un prodigio compartido desde hace mucho tiempo. Otra cosa es que algunos hayan descuidado nuestras tradiciones y sea en este momento en que caigan en cuenta de la riqueza y sabrosura de las sazones criollas. Enhorabuena, entre otras cosas, porque se ha estado produciendo un desarrollo gastronómico del producto que incrementa su aprovechamiento.


Al emprender una relación de platos del oriente de Venezuela, el inagotable Alfredo Armas Alfonso se fue topando con el ají dulce en casi todos. Así, el imprescindible hervido o sancocho de cabeza de mero debe llevar “ají dulce en abundancia”, al igual que el calalú de Güiria o el arroz con pollo de toda esa zona del país, “bien onotado y abundante de ají dulce”. Y no podía ser de otra manera. Es en el oriente (en Margarita, en Monagas y en Sucre) donde encontramos, precisamente, el ají dulce más gustoso de Venezuela, sin dejar de contar con el picante, aditamento esencial del ajicero que podemos conseguir en el mercado frente al Manzanares. Llegó a decir Armas Alfonso que para “comprender y asimilar el alma de un pueblo complejo pero de afirmada personalidad” como el oriental, debemos probar y conocer sus ajíes.


Germán Carrera Damas, en esa especie de autobiografía gastronómica que es su delicioso “Elogio de la gula”, nos da una copiosa información acerca de la cocina cumanesa, insertando recetas en las cuales el ají dulce no podía faltar. Carrera lo combina en el sofrito con el chirel para darle el toque de picardia oriental que llevan por el mundo los oriundos de esa tierra.


Por su parte, Angel Félix Gómez, autor de uno de los más bellos y mejores libros de cocina regional en Venezuela, afirma que el ají dulce es “el condimento por excelencia de la cocina margariteña” y pone en duda la existencia de alguna receta que no lo tenga entre sus ingredientes. Podemos leer en su libro esta frase: “En todas las casas de la isla había una mata de ají dulce”. Después inserta un lamento: hoy en día el fruto alcanza “precios prohibitivos”. El autor de “Historia y antología de la cocina margariteña” condensa en pocas líneas la fuerza de una cultura, pero también sus pérdidas (en este caso, la del huerto familiar).


Después de mencionado el libro de Gómez, lleno de excelentes recetas, no puedo dejar de compartir alguna de ellas. Escojo la del chivo guisado:

CHIVO GUISADO.


Ingredientes: 1 1/2 kgs de chivo/ 1 tomate grande/ 3 cebollas medianas o 2 grandes/ 5 ajíes dulces/ ½ pimentón rojo/ Cebollín/ 1 cabeza de ajo/ Sal, vinagre y pimienta al gusto/ Laurel, una hoja.


Se sazona el chivo picado en trozos medianos con la sal, pimienta y vinagre. Se deja en reposo por una hora. Se sofríen los aliños bien picaditos en aceite achotado. Se le agrega el chivo junto con la hoja de laurel, se tapa y se deja sudar. Se le agregan 2 tazas de agua y se deja a fuego lento hasta que la salsa espese. Se acompaña con arroz blando.

lunes, septiembre 01, 2008

Pequeña crónica de Albarico

Gilberto Antolínez

1. Escribo al amanecer y las imágenes que me llegan son las del sueño que tuve o que creo haber tenido hace unos minutos. Son las mismas imágenes de la lectura de anoche. Así, una ceremonia mágica descrita por Gilberto Antolínez gravita intacta sobre esta página en blanco.

Ya el río Yaracuy se cubrió de yaguaras y maporas y se va alejando de Tinajas rumbo al Golfo Triste. Monseñor Mariano Martí no tuvo tiempo de echarle malos ojos a todas las brujas del pueblo y acá está una, oficiando serena. Toma en este instante una rama de turiara morada y la sacude. Se prepara para liberar de sombra y espanto el cuerpo y el alma de su “protegido”, a quien le jugaron una “mano” otras hechiceras de Albarico. La ceremonia ha comenzado. Un puñado de almendras de cacao es derramado sobre una batea de palo. Se le agregan la sangre de una cazuela y el puñado de cabellos del “perjudicado”. Lo demás lo harán la oración, el rezongo, el tabaco, el licor de palma, la estirada en el suelo, los brazos en cruz y las voces de los espíritus que vienen desde la montaña de Buría y del pico Tucuragua. No sabe la liberta Basilisa que esta vez no podrá con el poder de sus colegas. Pocas horas después su cuerpo se estirará tan largo como es y su “protegido” yacerá muerto en su hermoso lecho de gateado. Sonarán las campanas del otro culto, el de los misioneros, y en ese instante alguien dirá esta vieja copla yaracuyana:

“Dios me libre de la peste
de lechina y sarampión,
de las negras de Albarico
y los brujos de Morón”.

Entre las palmeras, hacia el norte, buscando la serranía del Tigre, se van celebrando los mandingas.

2. Las imágenes de Antolínez pudieron generarme algún “terror pánico”, como él mismo escribe, pero me llevaron más bien hacia un bello y generoso libro de León Trujillo. No conozco nada mejor como crónica de pueblo yaracuyano que ese portento de la historia local que se llama Biografía de Albarico. Abro sus páginas y me encuentro de nuevo con la figura ejemplar del andaluz Fray Marcelino de San Vicente, adalid de la actividad misionera en el Yaracuy, fundador de San Francisco Javier de Aguas de Culebra y de Nuestra Señora de la Caridad de Tinajas. Esta última población se llama hoy en día Albarico, por el esplendor de las palmeras del mismo nombre. Antaño fue tierra de cacao y sus extensiones compartidas por la diversidad étnica y cultural de sus habitantes. Ese lugar fue en la época de la Provincia de Venezuela la segunda zona de producción cacaotera, gracias al trabajo de los indios guaricos traídos del Apure por Fray Marcelino, y sobre todo, de los negros bosales y ladinos, de presencia predominante en el bajo Yaracuy. Hoy en día, los herederos de esos fundadores siguen acumulando cuentas por cobrarle al monocultivo. Del cacao pasaron a la caña, siempre en condiciones inhumanas. Rodeado de grandes haciendas de caña, al pueblo albariqueño, como dijo alguna vez León Trujillo, “no le queda ni para hacer un guarapo porque le pagan muy poco”. Hacerle justicia histórica a los albariqueños incluye también el imperativo cultural de conocer y enriquecer su memoria.

3. Los dos más importantes educadores del Yaracuy nacieron en Albarico. A ellos dedicó León Trujillo un capítulo del libro mencionado. Me refiero, por supuesto, a Trinidad Figueira y a Luisa de Morales. Basta la mención de sus nombres para exigir el compromiso del ámbito educativo actual con la inaplazable tarea de rescatar escuelas y liceos como centros de la cultura. Cita Trujillo un diálogo con Doña Luisa donde ella se adelanta en muchas décadas a autores tan actuales como Jacques Ranciére. En 1936 dijo la gran albariqueña algo que hoy parece de Perogrullo, pero no lo es aún, por desgracia: “Muchos niños aprenden solos, otros con la ayuda del maestro y la mayoría a pesar de los maestros” .

El sabor de esta mañana es el de un sabroso jugo que extraigo de la sonora tautología que forman los ilustres apellidos de Doña Luisa: Mora de Morales. Brindemos por su memoria y por Albarico.