viernes, octubre 18, 2013

En la mesa con Pepe Carvalho


Manuel Vázquez Montalbán en Casa Leopoldo
 
Hoy, un almuerzo maravilloso con un plato que terminó siendo nuestro homenaje casero a Manuel Vázquez Montalbán: lomo de cochino en curry rojo tailandés, con armonía de coco, cilantro, jengibre, jugo y ralladura de lima.  

Para acompañarlo, Cuchi dispuso arroz con lentejas y cebollas fritas. También una raita que compensó las sensibles picardías de lo thai.  

Pensamos que esa combinación con predominio de sabores asiáticos y sazón sanfelipeña, tal vez sería del gusto de Pepe Carvalho. 

Confiados en su agrado, dimos gracias a Dios por compartirlo.   

Provoca a veces repetir aquel verso de Guillén: 

El mundo está bien hecho.

Una educación sentimental


Manuel Vázquez Montalbán en el Raval, su barrio


Nublado al norte y despejado al sur. En mi memoria los versos de una canción de Chelo Velázquez que él adoraba y que incluyó en “Ars amandi”.  Convino con ella en que hay que aprender a querer y vivir y agregó: “Cuando no es tarde aún para creer/ propicio el día venidero”.
 

Los pajaros llegaron más temprano. Vienen de Bangkok. Hoy se cumplen diez años de la muerte de su querido autor. En un tuit que vi hace rato alguien lo recuerda y pone un link con el artículo que entonces escribió. Yo busco la entrada de mi diario y encuentro estas líneas que nacieron de una emoción genuina:

“19-10-03: Domingo de nubes con sol y tristeza. Esta mañana, al abrir El País, en su edición digital, me enteré de la muerte de Manuel Vázquez Montalbán. Al comienzo intenté no creerlo y traté de hacerme trampa. Como en el titular figuraba la palabra “Bangkok”, elaboré un enunciado de ficción que deseché de inmediato. Claro. No va a estar jugando El País con la muerte, así como así. Finalmente, me armé de valor y entré a las noticias. En efecto, Manuel Vázquez Montalbán murió en la madrugada de ayer, de un ataque cardíaco, en el aeropuerto de Bangkok. Se despidió de esta vida con un sello literario. Al parecer, el autor de Los pájaros de Bangkok tuvo una muerte mítica: murió en uno de sus topónimos queridos.
 

Vázquez Montalbán forma parte de mi formación literaria. Lo descubrí en el año 73, en el legendario número luctuoso que la revista Triunfo le dedicó a la tragedia chilena. Mejor dicho, allí, en esas páginas eléctricas, descubrí uno de sus pseudónimos: Sixto Cámara. Días después me haría lector devoto de su diaria crónica internacional en el vespertino Tele/Expres y comenzaría a devorar todo cuanto estuviese calzado con su firma. Compré y leí su poesía, sus novelas y sus ensayos. Vorazmente inicié con sus libros mi “educación sentimental” barcelonesa y me hice propagandista suyo en el pequeño círculo universitario que frecuentaba el entonces veinteañero que era yo. Uno de los profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona me informó que Vázquez Montalbán, además de escritor polifacético, era un excelente cocinero, así como un destacado cronista gastronómico. También me dio noticias de la afición futbolera de mi ídolo. Durante meses no hice otra cosa que seguirle la pista, hasta que un día decidí conocerlo. Localicé su dirección y le pedí una entrevista. Yo tenía un carnet de periodista que me había conseguido mi amigo Miguel Rodríguez Mendoza con el director de la revista Summa, Alvaro Benavides. Era un carnet de corresponsal que usé sólo esa vez como salvoconducto. Vázquez Montalbán aceptó telefónicamente y me citó en la redacción de Tele/Expres. Mi grabador se había dañado y Cuchi me prestó el suyo. Tanto ella como Felipe Díaz Infante estaban pendientes de mi aventura periodística. La mañana prevista acudí a la sede de Tele/Expres, en la calle Tallers. Allí me esperó el escritor. Nos sentamos al final de un pasillo. Encendí mi grabador, sin mayores preámbulos y comencé a interrogarlo. No mostró impaciencia en ningún momento. Al comienzo estuvo un poco frío, pero luego de la segunda o tercera pregunta, sintonizó con la efusión del entrevistador. Al final, me invitó a tomar un café en un bar cercano. Allí me dijo que le agradecía a Venezuela el haber sido el país donde por vez primera se comentó su libro “Informe sobre la información” (su obra inicial, por cierto). La nota había aparecido en el diario adeco La República y alguien se la hizo llegar cuando más necesitaba una alegría de ese tipo: se encontraba preso por alguna actividad política contra la dictadura. En ese tono de grata evocación, nos despedimos.

 
Seguí leyéndolo muchísimo, pero jamás publiqué la entrevista. Acá la tengo. El cassette aún la conserva. Tal vez la publique un día de estos. Pronto se cumplirán treinta años de esa entrevista. Ha pasado de todo desde entonces. Vázquez Montalbán se hizo famoso en España y, después, en el mundo. Una legión de admiradores lo celebra en Europa e Hispanoamérica. Premios, páginas en internet, traducciones, conferencias, viajes y homenajes, así lo aseguran. Ha pasado de todo, digo, hasta su muerte.
 

Cuchi y yo nos abrazamos después de ver el homenaje que ayer le hicieron en el Nou Camp a nuestro escritor. Fue un minuto de silencio. Mejor dicho, todos callaron en la enorme casa del Barcelona, para escuchar durante un minuto el violín que marcaba el paso de Manuel Vázquez Montalbán por el cielo afligido de la ciudad condal”.
 

La sala se ha llenado de recuerdos. Iba a buscar primero El pianista, pero no, primero lo primero: la poesía. Abro el volumen de Memoria y deseo y el azar me depara estas líneas:

 
Yo creía en la canción
de Kurt Weill, Lotte Lenya
sugería desembarcos, coristas
de ligas floreadas, ya se sabe
en cada puerto un amor”.
 
 
Lentos sorbos de café y Bilbao Song para seguir el día.

miércoles, octubre 16, 2013

Pan y postre a la vez


Rafael Barrett
Debo a la biblioteca de mi padre el descubrimiento de Barrett. Desde los años 50 un libro suyo habita uno de los estantes bajos de esa legendaria vitrina familiar. El lomo del volumen me sirvió alguna vez para ganarle a mi hermana Elsy en aquel juego de nuestra infancia que consistía en ubicar títulos o autores en menos de treinta segundos. Ella se desquitó poco después con Jardiel Poncela, todo hay que decirlo.

Por muchos años sólo supe, además del nombre del autor, el título del libro: Moralidades actuales.  Cuando mi interés dejó de ser solamente el juego, me fui enterando, espaciadamente, de otras cosas. Una: se trataba de una publicación de 1919 hecha en Madrid por Rufino Blanco Fombona en su Editorial-América. Otra: Augusto Roa Bastos estimaba que el autor de ese libro tiene en su haber una de las obras más lúcidas que se hayan escrito en Paraguay.  Y otra más, no menos importante: Rafael Barrett es uno de los grandes articulistas del periodismo latinoamericano de todos los tiempos.

Leer sus libros, casi todos póstumos (Barrett murió en 1910), es asistir a la fiesta de unas páginas que parecen el anuncio de otras, cuando en realidad se bastan a sí mismas. Maestro de la crónica, también lo fue de un género a medio camino entre el cuento y el ensayo.  

Hay un breve texto suyo que es la descripción conmovedora de un mercado. Esta mañana lo leí de nuevo y sentí que estaba contemplando un cuadro. O más bien, viendo una película. Cada línea, un tanteo de vida campesina que nos mira y una imagen que remonta el infinito. Son las mujeres del Paraguay, y son sus ojos, esos señores de la llanura.

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EL MERCADO

Bajo un sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, en vueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucuados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ´chipá´ tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos obscuros y su boca parda, con el mismo geste silencioso…”
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Rafael Barrett era anarquista. Nació en Santander (España) en 1876 y murió de tisis en Arcachón, Paraguay, en 1910. Una querida editorial venezolana publicó en 1978 los textos que el propio autor reunió bajo el título El dolor paraguayo. Es el número 30 de la Colección Clásica de la Biblioteca Ayacucho. Para César Aira ese libro de Barret que comienza con hermosas estampas, “en crescendo sinfónico llega al profundo infierno de los yerbales” y compone un cuadro de horror “equivalente a los de Rivera o Quiroga”.

Creo que seguimos debiéndole a Barrett el reconocimiento latinoamericano que merece. Empecemos por no seguir ignorándolo, estemos donde estemos. Hoy encontré en el libro editado por Blanco Fombona esta reflexión que hago mía:

No me habléis de patriotismo. Un amor que se detiene en la frontera no es más que odio”.

No se detuvo el de su nieta, Soledad, guerrillera, que murió asesinada en 1973, luchando en tierras brasileñas.