martes, diciembre 31, 2013

Una imagen para el año nuevo



En el parque cerrado, las sombras. 


En la mesa, una imagen recreada por Borges. 

Y en los versos, la seda:

La mano de Virgilio se demora
sobre una tela con frescura de agua
y entretejidas formas y colores
que han traído a su Roma las remotas
caravanas del tiempo y de la arena”.
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¡Feliz año para todos!

lunes, diciembre 23, 2013

Hallacas de Viena y de Liverpool



Hoy, día de hacer las de la casa, recordé estas dos viejas notas que hablan de la hallaca como patria:

HALLACAS EN VIENA 

Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero en París. Después en Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, forjaba con rigor su temprano espíritu de sabio.

Hizo viajes y se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante, y muy vagamente, el suelo firme de Nutrias. 

Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. 

Volvió a Viena para visitar nuevas razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”.

Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito o del Parque Ayacucho. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: 

-Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. 

Su cuerpo por un instante fue atravesado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos, sin ningún especial remordimiento.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. 

Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, lo conmovió de repente un remoto recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos, y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. 

Sintió que algo de su tierra le estaba haciendo falta, una falta voraz, indetenible. Se olvidó de la nieve y del Dante, y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que desplegaban sus manos ávidas. Adentro estaba la imponderable hallaca de su infancia. En ese instante supo que, a su vez, ella albergaba un tesoro: su madre, los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure, su vieja casa de Palmarito y la bandera de Miranda. 

“Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el filósofo, que, como ya lo habrán acertado algunos amigos, se llama José Manuel Briceño Guerrero, autor del Discurso Salvaje y de muchos otros libros sabios.
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HALLACAS EN LIVERPOOL

Son larenses e historiadores. Ambos provienen de las aulas tocuyanas de don Egidio Montesinos. En este momento también son diplomáticos y se encuentran muy lejos de su patria. Uno de ellos ha estado escribiendo un libro sobre la esgrima moderna. El otro ha hecho anotaciones acerca de las neurosis de hombres célebres. Pero esta mañana de 1891, en Liverpool, se les ve atareados en otra cosa. 

Es diciembre y ya casi no falta nada para el 24. Días atrás decidieron celebrar juntos la navidad y hacerlo a la manera venezolana, para mitigar fríos y distancias. Así, se trazaron la difícil tarea de hacer hallacas. Por suerte, un trinitario tiene en Londres un abasto donde se expenden productos tropicales. Allí consiguieron el maíz, que terminaron pilando arduamente en un mortero de madera. Nada los detuvo, ni la casi imposible prueba de conseguir las hojas. Se valieron de sus funciones consulares para tener acceso al único lugar que albergaba, en rigurosa calefacción, la inhallable y costosa planta: el Jardín de Aclimatación de Londres. Atravesaron un largo periplo burocrático que exigió hasta la opinión técnica de la Sociedad de Historia Natural para cortar sólo cinco hojas de un plátano británicamente custodiado. 

La proeza está a punto de consumarse. Asaron con esmero las hojas en el fuego de la chimenea y prepararon el guiso siguiendo las indicaciones que uno de ellos (el mayor) conoce bien. Para darse ánimo silbaron un valsecito tocuyano cuando se dispusieron a probar el portentoso picadillo elaborado con carne de res y de cerdo, trozos de tocino y de gallina. La música les dio suerte: el guiso quedó exquisito. 

En este momento, uno amarra la décima y última hallaca de esta hazaña culinaria. Todos suspiran.

Son larenses e historiadores, y ahora son héroes de la cocina. El primero tiene 33 años. Se llama Lisandro Alvarado, aunque prefiera presentarse como Perico el de los Palotes. El otro tiene 30 y ya se le conoce como el doctor Gil Fortoul.

(Esta maravillosa anécdota la contó Aníbal Lisandro Alvarado en su valioso libro Menú-Vernaculismos, Edime, Caracas-Madrid, 1953, y la recogió Beatriz Páez de Salamé en Hallacas, aromas de una tradición)

miércoles, diciembre 11, 2013

De la cocina romana a la de Angélica


 
Busco dos palabras: tapsia y silfio.

Me topé con la primera en una página de Historia de la comida, un estupendo libro de Felipe Fernández-Armesto, que, además de informar, entretiene:

La planta más preciada por su sabor en la antigua Roma era la tapsia, una hierba que nunca se domesticó con éxito. La importaban de Cirene, después de haberse introducido desde su país de origen en la cercana Libia, presumiblemente por dispersión natural de las semillas. Los nativos, y los gourmets griegos para los que cosechaban la planta, sólo mordisqueaban los extremos, pero los romanos se comían todo el tallo y la raíz, cortados a trozos y conservados en vinagre. Las cosechas excesivas para cubrir las demandas de los romanos condenaron a la tapsia a la extinción. Su diseminación desde Libia fue la única transmisión documentada de una planta alimenticia en la Antigüedad”.

El silfio se me apareció en un recetario de cocina romana, en el que también se menciona la tapsia:

“Silphium: es el nombre griego del laserpicio. Se identifica con el actual comino o con la tapsia”.

En el glosario que viene en De re coquinaria de Apicio (edición hecha por Attilio A. Del Re), encuentro que la entrada “Silfio” remite a la de “Laser”. En ella se dice que el ajo sustituye al laser, que es imposible conseguir hoy, y que esa asfétida a su vez “sustituyó, ya en el siglo I d.C. al verdadero laser cyrenaicum, llamado silfio y extinguido en la época de Nerón por causas desconocidas. Aunque no nos guste, es una sustitución obligada, sobre todo porque Apicio parece detestar el ajo y no lo prescribe casi nunca”.

La entrada concluye con un lamento: “no sabremos nunca la diferencia entre silfio y laser, laser vivum y laseris radicem, que son respectivamente la resina, la hoja fresca y la raíz. Todas tenían propiedades y usos diferentes. En el texto latino, estas distinciones parecen importantes, pero, ¡ay! para nosotros es algo irrecuperable”.
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Voy después al Diccionario Botánico para Cocineros de Andoni Luis Aduriz y François-Luc Gauthier, quienes indican que el silfio es un antiguo condimento romano (silphium), una resina muy parecida a la asafétida, “aunque de sabor más suave”.

Ante lo incierto de la especie que lo produce, los autores del diccionario agregan, con más audacia que rigor, esta imaginativa sugerencia:

“Se puede crear un sucedáneo de silfion con hojas y tallos de apio de monte y angélica, miel y bayas de enebro”.

Retengo una palabra: angélica. Con ella concluyo el juego y me doy por satisfecho cuando leo que Arzak ha sabido sacarle provecho a la "Hierba del Espíritu Santo", como también le dicen a la angélica. Al gran cocinero vasco le ha deparado el especial sabor de un helado y la fragancia de unas ostras con piquillo.
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“Angélica te llamas”, digo ahora con Maelo, mientras recuerdo aquella nube "que se extiende lentamente en despejado cielo azul". La planta más preciada por su sabor en la antigua Roma era la tapsia, una hierba que nunca se domesticó con éxito. La importaban de Cirene, después de haberse introducido desde su país de origen en la cercana Libia, presumiblemente por dispersión natural de las semillas. Los nativos, y los gourmets griegos para los que cosechaban la planta, sólo mordisqueaban los extremos, pero los romanos se comían todo el tallo y la raíz, cortados a trozos y conservados en vinagre. Las cosechas excesivas para cubrir las demandas de los romanos condenaron a la tapsia a la extinción. Su diseminación desde Libia fue la única transmisión documentada de una planta alimenticia en la Antigüedad”.

El silfio se me apareció en un recetario de cocina romana, en el que también se menciona la tapsia:

“Silphium: es el nombre griego del laserpicio. Se identifica con el actual comino o con la tapsia”.

En el glosario que viene en De re coquinaria de Apicio (edición hecha por Attilio A. Del Re), encuentro que la entrada “Silfio” remite a la de “Laser”. En ella se dice que el ajo sustituye al laser, que es imposible conseguir hoy, y que esa asfétida a su vez “sustituyó, ya en el siglo I d.C. al verdadero laser cyrenaicum, llamado silfio y extinguido en la época de Nerón por causas desconocidas. Aunque no nos guste, es una sustitución obligada, sobre todo porque Apicio parece detestar el ajo y no lo prescribe casi nunca”.

La entrada concluye con un lamento: “no sabremos nunca la diferencia entre silfio y laser, laser vivum y laseris radicem, que son respectivamente la resina, la hoja fresca y la raíz. Todas tenían propiedades y usos diferentes. En el texto latino, estas distinciones parecen importantes, pero, ¡ay! para nosotros es algo irrecuperable”.
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Voy después al Diccionario Botánico para Cocineros de Andoni Luis Aduriz y François-Luc Gauthier, quienes indican que el silfio es un antiguo condimento romano (silphium), una resina muy parecida a la asafétida, “aunque de sabor más suave”.

Ante lo incierto de la especie que lo produce, los autores del diccionario agregan, con más audacia que rigor, esta imaginativa sugerencia:

“Se puede crear un sucedáneo de silfion con hojas y tallos de apio de monte y angélica, miel y bayas de enebro”.

Retengo una palabra: angélica. Con ella concluyo el juego y me doy por satisfecho cuando leo que Arzak ha sabido sacarle provecho a la "Hierba del Espíritu Santo", como también le dicen a la angélica. Al gran cocinereo vasco le ha deparado el especial sabor de un helado y la fragancia de unas ostras con piquillo.
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“Angélica te llamas”, digo ahora con Maelo, mientras recuerdo aquella nube "que se extiende lentamente en despejado cielo azul".

lunes, diciembre 02, 2013

Macedonio y empanadas de Nicolasa


Macedonio Fernández

Tres vueltas al parque y una página del Museo de la Novela de la Eterna. Macedonio, con una rotunda frase, acaba de informarnos la salida de uno de sus personajes más entrañables: “Nicolasa se va”. 

Sí. Se va la robusta cocinera que había aceptado participar en la historia, con una sola condición: que se le permitiera abandonar por momentos la novela, para ver si no se le derramaba un dulce de zapallo que había dejado en el tercer hervor, para verificar la cocción de cualquiera de sus preparaciones o hacer la rectificación de sal que ellas requieren. El autor, que amablemente había consentido en esa exigencia culinaria, no pudo manejar las ausencias de Nicolasa, y ahora, muy a su pesar, tiene que prescindir de ella. No está de más agregar que le ha endosado a Dios la culpa del sacrificio, por el funesto error de prohibir la ubicuidad. 

Antes de despedir definitivamente a Nicolasa Moreno de la novela, Macedonio Fernández refiere el aroma suntuoso de sus empanadas, así como la frase que ella le dijo a otro personaje en el momento fatal de su salida: 

“…usted, que es hombre de buen apetito, se figurará qué podrá resultar de una novela sin cocinera: una novela de ayunadores”. 

Refiere Macedonio que Nicolasa inventó una unidad de medida gastronómica: “la empanada y media”. La misma tuvo tanto éxito que llegó a ser moneda de curso local y con frecuencia se le mencionaba en los contratos mercantiles de este modo: “Contra reembolso en dinero o empanadas y media”.
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Pienso que Macedonio Fernández es el padre y el abuelo de todas las osadías narrativas que conocemos. Con razón dijo el Turco Saer: El Museo de la Novela de la Eterna vuelve anticipadamente anacrónicos aun a sus herederos (entre lo que me atrevo a contarme)”. 

El maravilloso libro de Macedonio puede abrirse por cualquier página y siempre encontraremos una genialidad citable y fecunda. Hagan la prueba. Yo la hice hoy.  

P.D: A falta de Nicolasa, rememoro el sabor de las prodigiosas empanadas de La Paceña, en Belgrano, conocidas por mí gracias a Eduardo y Luisana, grandes frecuentadores de ese sitio.

jueves, noviembre 28, 2013

Azúcar y caruto

Roberto Burle Marx. Foto del archivo de Fernando Tabora y tomada del blog de Lisa Blackmore
 
 
“Sin azúcar no se comprende al hombre nordestino”. A partir de esa frase Gilberto Freyre emprendió su célebre incursión por la dulcería pernambucana, para legarnos, no sólo el modelo de una peculiar sociología gastronómica, sino también un estupendo recetario de postres caseros y de innumerables chucherías. Leer su libro Azúcar es hacer un viaje desde los antiguos y duros ingenios del Nordeste hasta las mesas hidalgas de Recife, pasando por datos y curiosidades avenidos armoniosamente con el disfrute supremo de la gula.
 
Freyre toma de Machado de Assis (para algunos el más grande novelista latinoamericano del XIX) una idea que le parece científicamente acertada, aunque su origen (o quizá por eso) sea literario: el dulce de coco y la compota de membrillo como “principio social” de los cariocas. Así, más que una Idea hegeliana y esencial, Freyre estima que las preferencias concretas de los paladares son la mejor guía para la comprensión de las culturas. Por eso su interés en la presencia crucial del azúcar en diversos aspectos de la vida brasileña.
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En una ocasión el juego freyriano de los postres predilectos apareció como azar concurrente en nuestras clases de Literatura y Cocina. La lectura de una vieja novela venezolana (“Peonía”) nos había llevado hasta el caruto y mis alumnos más diligentes se esmeraron en encontrar la fruta y preparar algo con ella. Por esos días yo me había traído la quinta edición del libro de Freyre y disfrutaba sus páginas al máximo. Cuando llegué a la lista de los postres favoritos de ilustres brasileños, pedí el auxilio de Cuchi para la debida traducción. Bien se sabe que el lenguaje culinario tiene secretos que las razones del diccionario ignoran.  
 
Cuarenta y tres personajes fueron registrados por Freyre en su inventario de golosos, entre los cuales el dulce de coco se llevó con creces los honores. Hubo dos rarezas, una de las cuales correspondió nada menos que a Roberto Burle Marx, de grata recordación en Venezuela, por su formidable paisajismo en el Parque del Este de Caracas. La otra, al gran educador Mário Palmério. La escogencia de Burle Marx fue la que llegó a nosotros como anillo al dedo: dulce de jenipapo. Inocente todavía de la confluencia mágica, le pregunté a mi traductora qué era eso de “jenipapo”, y Cuchi, a quien ya había fatigado “ad nauseam” con nuestras clases, sonriéndose, me respondió: “¡Caruto, Freddy, caruto!  
 
Poco después el helado de caruto de nuestro amigo Leobardo Zerpa (profesor de la universidad y alumno del curso) fue servido en clases para rendir homenaje a esa nueva y divertida concurrencia del azar.
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(FREYRE GILBERTO.  Açúcar: uma Sociologia do Doce com receitas de bolos e doces do Nordeste do Brasil. 5ta. edición. Global Editora, Sâo Paulo, 2007)

 

miércoles, noviembre 13, 2013

Una cocinera que ayer estuvo de cumpleaños


Contra viento y marea, la mayor intelectual de su tiempo en la América Hispana labró una obra portentosa de la que se vio forzada a abjurar al final de su vida. Sabemos que le tuvo miedo al Santo Oficio, como lo confesó en la Respuesta a Sor Filotea, pero también inferimos que igual o más miedo le tuvieron a ella los torvos fiscales de su talento. 

Lo de siempre: quien no entra por el aro de los dogmas, pasa a ser sospechoso de ominosas conspiraciones contra el orden ideológico que impera. Lo vigilan desde cualquier atalaya, y si los hurones son cercanos (amigos o confesores, como en el caso de Juana) la inspección de la herejía se tiene por triunfante. Pero algo hay que les cuesta mucho: desaparecer del todo las páginas escritas. Incluso, a veces aparecen algunas fuera de catálogo y éste se amplía con nuevas piezas imborrables. Así, en el año 1968 fueron encontrados los Enigmas de Sor Juana. El gran sorjuanista Antonio Alatorre preparó una estupenda edición con los veinte enigmas, escritos, al parecer, poco antes de que la monja diera por concluida su soberbia trayectoria literaria. Los enigmas no están resueltos, dijo Alatorre, y le propuso a los poetas mexicanos que procuraran descifrarlos. Gabriel Zaid, quien relata el hecho, al aceptar la invitación del erudito, ensayó la solución del cuarto enigma: 

¿Cuál es la sirena atroz que en dulces ecos veloces muestra el seguro en sus voces, guarda el peligro en su voz?
 
Dijo Zaid que la respuesta era la fama. Pero como no se trata de una adivinanza, el arcano permanece inalterable para que otros intenten descifrarlo. Asimismo, el mayor de los enigmas sigue en pie y acaba de escribir esta frase: 
El mundo iluminado, y yo despierta.
 
Es una jerónima tan inteligente como hermosa y bien sabemos todos que se llama Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa, filósofa, mexicana y cocinera.
 
(Este texto es el final de un artículo publicado hace poco en la revista digital BIBLIOMULA. Este es el link:

viernes, octubre 18, 2013

En la mesa con Pepe Carvalho


Manuel Vázquez Montalbán en Casa Leopoldo
 
Hoy, un almuerzo maravilloso con un plato que terminó siendo nuestro homenaje casero a Manuel Vázquez Montalbán: lomo de cochino en curry rojo tailandés, con armonía de coco, cilantro, jengibre, jugo y ralladura de lima.  

Para acompañarlo, Cuchi dispuso arroz con lentejas y cebollas fritas. También una raita que compensó las sensibles picardías de lo thai.  

Pensamos que esa combinación con predominio de sabores asiáticos y sazón sanfelipeña, tal vez sería del gusto de Pepe Carvalho. 

Confiados en su agrado, dimos gracias a Dios por compartirlo.   

Provoca a veces repetir aquel verso de Guillén: 

El mundo está bien hecho.

Una educación sentimental


Manuel Vázquez Montalbán en el Raval, su barrio


Nublado al norte y despejado al sur. En mi memoria los versos de una canción de Chelo Velázquez que él adoraba y que incluyó en “Ars amandi”.  Convino con ella en que hay que aprender a querer y vivir y agregó: “Cuando no es tarde aún para creer/ propicio el día venidero”.
 

Los pajaros llegaron más temprano. Vienen de Bangkok. Hoy se cumplen diez años de la muerte de su querido autor. En un tuit que vi hace rato alguien lo recuerda y pone un link con el artículo que entonces escribió. Yo busco la entrada de mi diario y encuentro estas líneas que nacieron de una emoción genuina:

“19-10-03: Domingo de nubes con sol y tristeza. Esta mañana, al abrir El País, en su edición digital, me enteré de la muerte de Manuel Vázquez Montalbán. Al comienzo intenté no creerlo y traté de hacerme trampa. Como en el titular figuraba la palabra “Bangkok”, elaboré un enunciado de ficción que deseché de inmediato. Claro. No va a estar jugando El País con la muerte, así como así. Finalmente, me armé de valor y entré a las noticias. En efecto, Manuel Vázquez Montalbán murió en la madrugada de ayer, de un ataque cardíaco, en el aeropuerto de Bangkok. Se despidió de esta vida con un sello literario. Al parecer, el autor de Los pájaros de Bangkok tuvo una muerte mítica: murió en uno de sus topónimos queridos.
 

Vázquez Montalbán forma parte de mi formación literaria. Lo descubrí en el año 73, en el legendario número luctuoso que la revista Triunfo le dedicó a la tragedia chilena. Mejor dicho, allí, en esas páginas eléctricas, descubrí uno de sus pseudónimos: Sixto Cámara. Días después me haría lector devoto de su diaria crónica internacional en el vespertino Tele/Expres y comenzaría a devorar todo cuanto estuviese calzado con su firma. Compré y leí su poesía, sus novelas y sus ensayos. Vorazmente inicié con sus libros mi “educación sentimental” barcelonesa y me hice propagandista suyo en el pequeño círculo universitario que frecuentaba el entonces veinteañero que era yo. Uno de los profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona me informó que Vázquez Montalbán, además de escritor polifacético, era un excelente cocinero, así como un destacado cronista gastronómico. También me dio noticias de la afición futbolera de mi ídolo. Durante meses no hice otra cosa que seguirle la pista, hasta que un día decidí conocerlo. Localicé su dirección y le pedí una entrevista. Yo tenía un carnet de periodista que me había conseguido mi amigo Miguel Rodríguez Mendoza con el director de la revista Summa, Alvaro Benavides. Era un carnet de corresponsal que usé sólo esa vez como salvoconducto. Vázquez Montalbán aceptó telefónicamente y me citó en la redacción de Tele/Expres. Mi grabador se había dañado y Cuchi me prestó el suyo. Tanto ella como Felipe Díaz Infante estaban pendientes de mi aventura periodística. La mañana prevista acudí a la sede de Tele/Expres, en la calle Tallers. Allí me esperó el escritor. Nos sentamos al final de un pasillo. Encendí mi grabador, sin mayores preámbulos y comencé a interrogarlo. No mostró impaciencia en ningún momento. Al comienzo estuvo un poco frío, pero luego de la segunda o tercera pregunta, sintonizó con la efusión del entrevistador. Al final, me invitó a tomar un café en un bar cercano. Allí me dijo que le agradecía a Venezuela el haber sido el país donde por vez primera se comentó su libro “Informe sobre la información” (su obra inicial, por cierto). La nota había aparecido en el diario adeco La República y alguien se la hizo llegar cuando más necesitaba una alegría de ese tipo: se encontraba preso por alguna actividad política contra la dictadura. En ese tono de grata evocación, nos despedimos.

 
Seguí leyéndolo muchísimo, pero jamás publiqué la entrevista. Acá la tengo. El cassette aún la conserva. Tal vez la publique un día de estos. Pronto se cumplirán treinta años de esa entrevista. Ha pasado de todo desde entonces. Vázquez Montalbán se hizo famoso en España y, después, en el mundo. Una legión de admiradores lo celebra en Europa e Hispanoamérica. Premios, páginas en internet, traducciones, conferencias, viajes y homenajes, así lo aseguran. Ha pasado de todo, digo, hasta su muerte.
 

Cuchi y yo nos abrazamos después de ver el homenaje que ayer le hicieron en el Nou Camp a nuestro escritor. Fue un minuto de silencio. Mejor dicho, todos callaron en la enorme casa del Barcelona, para escuchar durante un minuto el violín que marcaba el paso de Manuel Vázquez Montalbán por el cielo afligido de la ciudad condal”.
 

La sala se ha llenado de recuerdos. Iba a buscar primero El pianista, pero no, primero lo primero: la poesía. Abro el volumen de Memoria y deseo y el azar me depara estas líneas:

 
Yo creía en la canción
de Kurt Weill, Lotte Lenya
sugería desembarcos, coristas
de ligas floreadas, ya se sabe
en cada puerto un amor”.
 
 
Lentos sorbos de café y Bilbao Song para seguir el día.

miércoles, octubre 16, 2013

Pan y postre a la vez


Rafael Barrett
Debo a la biblioteca de mi padre el descubrimiento de Barrett. Desde los años 50 un libro suyo habita uno de los estantes bajos de esa legendaria vitrina familiar. El lomo del volumen me sirvió alguna vez para ganarle a mi hermana Elsy en aquel juego de nuestra infancia que consistía en ubicar títulos o autores en menos de treinta segundos. Ella se desquitó poco después con Jardiel Poncela, todo hay que decirlo.

Por muchos años sólo supe, además del nombre del autor, el título del libro: Moralidades actuales.  Cuando mi interés dejó de ser solamente el juego, me fui enterando, espaciadamente, de otras cosas. Una: se trataba de una publicación de 1919 hecha en Madrid por Rufino Blanco Fombona en su Editorial-América. Otra: Augusto Roa Bastos estimaba que el autor de ese libro tiene en su haber una de las obras más lúcidas que se hayan escrito en Paraguay.  Y otra más, no menos importante: Rafael Barrett es uno de los grandes articulistas del periodismo latinoamericano de todos los tiempos.

Leer sus libros, casi todos póstumos (Barrett murió en 1910), es asistir a la fiesta de unas páginas que parecen el anuncio de otras, cuando en realidad se bastan a sí mismas. Maestro de la crónica, también lo fue de un género a medio camino entre el cuento y el ensayo.  

Hay un breve texto suyo que es la descripción conmovedora de un mercado. Esta mañana lo leí de nuevo y sentí que estaba contemplando un cuadro. O más bien, viendo una película. Cada línea, un tanteo de vida campesina que nos mira y una imagen que remonta el infinito. Son las mujeres del Paraguay, y son sus ojos, esos señores de la llanura.

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EL MERCADO

Bajo un sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, en vueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucuados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ´chipá´ tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos obscuros y su boca parda, con el mismo geste silencioso…”
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Rafael Barrett era anarquista. Nació en Santander (España) en 1876 y murió de tisis en Arcachón, Paraguay, en 1910. Una querida editorial venezolana publicó en 1978 los textos que el propio autor reunió bajo el título El dolor paraguayo. Es el número 30 de la Colección Clásica de la Biblioteca Ayacucho. Para César Aira ese libro de Barret que comienza con hermosas estampas, “en crescendo sinfónico llega al profundo infierno de los yerbales” y compone un cuadro de horror “equivalente a los de Rivera o Quiroga”.

Creo que seguimos debiéndole a Barrett el reconocimiento latinoamericano que merece. Empecemos por no seguir ignorándolo, estemos donde estemos. Hoy encontré en el libro editado por Blanco Fombona esta reflexión que hago mía:

No me habléis de patriotismo. Un amor que se detiene en la frontera no es más que odio”.

No se detuvo el de su nieta, Soledad, guerrillera, que murió asesinada en 1973, luchando en tierras brasileñas.   

lunes, septiembre 30, 2013

Un almuerzo


Cuchi Morales


Discúlpenme todos la impudicia de referir el almuerzo de hoy:
 
Pierna de ovejo con chutney de manzana y yerbabuena, acompañada de cuscús. 

Por el olor del ovejo sabía que era necesario un buen vino, el mismo que se usó para adobarlo desde ayer: un espléndido syrah del Sur.  

Con el cuscús armonizó una deliciosa ratatouille.
 
El chutney, sin duda, era de otro mundo. No se diga del ovejo.
 
Domésticos honores y fanfarrias para Cuchi. 

La cesta fabulosa


En una de sus elocuentes cartas mexicanas, la señora Calderón de la Barca habla de las frutas. Las enumera con deleite, dice cuáles son sus predilectas y describe algunas. Como si tuviera que justificarse, agrega: 

Es cuestión de gustos 

Las nombra. Bien parece que las saborea. Por eso, el pregón cadencioso de sus preferencias: 

Chirimoyas,
zapote blanco,
granadita y mango”.  

Sin más, una composición de los sentidos. 

¿Quién no habría de comprar la fabulosa cesta? 

(Madame Calderón de la Barca, escocesa, de soltera Frances Erskine Inglis, vivió en México desde diciembre de 1839 hasta abril de 1842. Fue la esposa de un diplomático español. Durante su estancia mexicana mantuvo constante correspondencia con su familia radicada en Boston. Buena parte del material epistolar se convirtió en un libro: La vida en México. Felipe Teixidor, en el prólogo a la edición castellana, dijo en pocas líneas lo que esa obra significa:  

La señora Calderón de la Barca firmó la última carta el 28 de abril de 1842. No se dio cuenta, al hacerlo, que había puesto punto final al mejor libro que jamás haya escrito sobre México un extranjero”.  

Debo a Yuri de Gortari y a Edmundo Escamilla el descubrimiento de esa joya.

sábado, septiembre 28, 2013

Temprano en el mercado


Jícamas

"Panchyo" nos dijo el chino que la llamaban.
 
Andoni Luis Aduriz, conocido "chef" del mundo gourmet, en su Diccionario Botánico para Cocineros, la incluye con el nombre náhuatl (el que ya he mencionado otras veces), pero no informa con precisión su origen, y cuando habla de su uso, alude sólo a los sofritos chinos. México podría completar la plana (no se trata de enmendarla) y hablar de la presencia de la jícama en diversos platos, sin olvidar su uso de golosina que envicia, con chile piquín, sal y limón. Deliciosa.
 
"Panchyo, sabroso", agregó el chino esta mañana en el mercado.
 
Dicen que acá en Venezuela la cultivan por los lados de Bejuma.

P. D: El chino de esta mañana intervino con gracia e ironía. Cuchi había oído que el vendedor venezolano anunció un precio de los espárragos frescos (dos manojos por sesenta). Sin embargo, cuando fuimos a pagarlos, nos informó que el precio era otro (dos por setenta). En ese instante participó un cliente chino, diciendo: “Y ahora es dos ochenta”.  

“Aumenta cada segundo” le respondí, agradeciéndole su humor inesperado. Nos reímos los tres. Cuchi aprovechó para preguntarle el nombre chino de la jícama.

Nos dijo que ellos le decían “panchyo” y que aquí no tenía nombre “porque no existía”. Cuchi le informó que americanamente se llama “jícama”. 
 

El, con alegría, repitió el nombre mexicano y yo repetí el chino. Nos reímos y celebramos a placer el intercambio.

jueves, septiembre 26, 2013

Un chateaubriand en San Francisco


Vértigo. Al fondo, Madeleine (Kim Novak) y Gavin Elster (Tom Helmore) comiendo en el Ernies´s  

Vértigo. La visité anoche por enésima vez y sus pasos de sombra me sorprendieron de nuevo. Por un momento quise no haberla visto nunca y disfrutar en completa inocencia el suspenso de su principal MacGuffin, pero no. 
A partir de un verso de Borges sobre la memoria, se podría decir, con precisa ontología negativa, que sólo una cosa no hay: el olvido de una gran película.

Volver a estar embaucado del todo por Hitchcock en la mayor de las intrigas de esta obra maestra, le está vedado a quien ya la ha visto. Pero hay siempre un disfrute distinto. Anoche me fue imposible –como otras veces- no atar o imaginar que tal o cual detalle es una ominosa pista de lo que ya conozco o una no advertida pieza simbólica de la tragedia.
Esta vez me fijé en el Ernie´s, el restaurante de San Francisco al que Scottie (James Stewart) acudió tres veces, manteniendo vivo el recuerdo de una de ellas. Se trata de un escenario imprescindible, con el esplendor de su antigua elegancia y la elevada estima de sus comensales. Fue allí donde Scottie vio por vez primera a quien sería el espectral objeto de su deseo, y donde después comería con Judy (Kim Novak), cuando estaba en trance de recobrar imaginariamente a su perdida dama y haciendo su labor de Pigmalión.
Si atendemos sólo a lo que vemos y oímos del Ernie´s en el filme, podríamos ensayar una conjetura: el color rojo en las paredes, el tono rojizo de la puerta  -que bien observa Eugenio Trías en su libro sobre Vértigo-, las alfombras y las sillas rojas y –quizá más relevante-, el trozo de carne roja, a punto, y sobre su propio jugo, son más que señas cromáticas en esta prodigiosa obra de arte. Son piezas de un MacGuffin simbólico y, a la vez, muestras de un contexto urbano y social necesario para el drama.
Recuérdese otra escena decisiva. Cuarto del hotel en el que se hospeda Judy, quien termina de arreglarse para ir a cenar con Scottie al Ernie´s. Mientras expresa su deseo de comerse “uno de esos grandes y jugosos bistecs”, le pide a Scottie que la ayude a ponerse un collar. Hasta aquí. Ya sabemos todo lo que delatará ese viejo collar de rubíes.
Teatro y cine dentro del cine, MacGuffin dentro del MacGuffin y una torre abismal. Todo eso hay en Vértigo. Creo que no es un azar que un “castillo sangriento”, como llamó al "chateaubriand" aquella traducción ad libitum citada por Cortázar, también esté presente en el paisaje alimentario de esta maravillla cinematográfica.
Hoy no estaría mal para el almuerzo.

miércoles, septiembre 25, 2013

Una ensalada de jícama para Octavio Paz


Silvestre Revueltas
Los nombres son a veces mágicos recuerdos o resonancias de una fiesta milenaria. Para Octavio Paz, el de Silvestre Revueltas era “como el sabor del pueblo, cuando el pueblo es pueblo y no multitud”. En la hermosa semblanza que le dedicó, enumera los fulgores de feria que irradiaban de ese vocativo poderoso. Entre las imágenes, junto a las naranjas, rodaban “las jícamas terrestres y jugosas”.  
Muchos años después, en el poema Vistas fijas, que parece todo salido del nombre de Silvestre Revueltas, volvieron las jícamas de Paz, esta vez “blancas, arrebujadas en túnicas color de tierra”.
  
El sábado pasado estuvieron en nuestra ensalada, también con las naranjas, en una combinación que Cuchi, fiel a la cocina mexicana, recordó haber comido alguna vez con Yuri y con Edmundo.  
Pongamos ahora algo de Revueltas y de su “alegre piedad frente a los hombres, los animales y las cosas”, como dijo Octavio Paz cuando habló de esa música tremenda.

martes, septiembre 24, 2013

Digresiones sobre un Mac Guffin gastronómico




Hitchcock en una de sus legendarias apariciones. Esta, por supuesto, corresponde a Frenesí

El famoso “método” de Hitchcock no sólo fascinó a Blumenberg, quien lo detectó en Ser y Tiempo, la obra filosófica más importante del siglo XX, según afirmación que circula todavía en ciertos ámbitos académicos. También sedujo a Eugenio Trías y a Juan Nuño, por razones ajenas a temas heideggerianos. A ambos les gustaba el MacGuffin, por cinéfilos y, sobre todo, por fervientes admiradores del director británico. El primero formuló un enunciado que quizá constituya la mejor aproximación al célebre recurso fílmico: “El MacGuffin no es importante, pero es imprescindible”, como el escenario de símbolos que Blumenberg encuentra en los discursos de Heidegger para llegar al Ser.
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Trías y Nuño se deleitaron con una película de Hitchcock en la que lo gastronómico es un juego intrigante y sugestivo. Me refiero a Frenesí (1972). En ella el gran director vuelve a Londres.

Al comienzo navegamos por el Támesis y al final estamos en una vivienda cercana al famoso mercado de Covent Garden. El recorrido lo hacemos sabiendo muy temprano quién es el asesino, de modo que el suspenso queda reservado para algunas situaciones que el director resuelve con la elegancia de quien se parodia a sí mismo o se solaza con alardes memorables, como el de una cámara subjetiva que se mueve hacia atrás y baja una escalera. Hoy volví a ver la película y ese momento me sigue pareciendo magistral.
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Tanto para Trías como para Nuño la película es un despliegue de humor del bueno. A un policía le corresponde presidir los pasajes de mayor hilaridad. Sobre él dijo Juan Nuño:

“(…) el personaje del Inspector Oxford (a cargo del magnífico Alec McCowen) quien, en tanto distinguido miembro de la Nueva Scotland Yard, remozada y adaptada, come a la francesa lo que su gentil esposa idea cada día. Desde las primeras comidas hogareñas, estoicamente soportadas con verdadera sangre fría hasta el ´understatement´ final con el que descubre al criminal (…) el paciente Inspector sostiene en alto la enseña de la mejor forma de humor inglés”.
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Una escena de comida inicia lo que para Trías será un divertido MacGuffin: el Inspector está en su oficina devorando a placer un típico desayuno inglés, ante la mirada atónita de su ayudante. “Parece gustarle”, le dice el Sargento. La respuesta del Inspector revelará con acritud, las razones de su voracidad:

Mi mujer está asistiendo a un curso de cocina francesa para gourmets. Esa gente todavía no se ha enterado de que en nuestro país hay que desayunar fuerte, y además, tres veces al día. Un auténtico desayuno inglés, por supuesto, y no ese ridículo ´café complet´…”  

La cámara no quiso que tuviéramos dudas sobre la que parecía una pitanza retardada. Encuadra el plato y distingue salchichas, morcillas, huevos fritos, tomate, tocineta y tostadas. Después sube hasta el rostro del Inspector y no nos cabe duda de que éste ha tomado desquite del frugal desayuno que su esposa le sirvió esta mañana.

Al referirse a las comidas que Mrs. Oxford elabora con esmero escolar, el autor de Lo bello y lo siniestro advierte la presencia del MacGuffin: “Tiene más eficacia el juego de símbolos y referencias en el curso del drama que produce en el espectador la célebre, por cómica, comida que prepara al detective su sofisticada y algo ridícula esposa…”.
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Por cierto, entre los platos de la estudiante “gourmet” yo rescataría el que ella le presentó a su marido como “pieds de porc à la mode…” y que nosotros conocemos como “paticas de cochino”. Estas de la película eran glaseadas. El Inspector Oxford, prejuiciado totalmente, se abstuvo de comerlas. Así hizo con todos los platos, pero siempre sin estridencias, “mediante la discreción inglesa del lenguaje”, como diría Juan Nuño, en un artículo sobre Frenesí recogido en su libro 200 horas en la oscuridad.
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Otro elemento del MacGuffin alimentario: el asesino es un mayorista de frutas y verduras que obsequia uvas a sus amigos. Pertenece a la comunidad que se forma en torno a los grandes mercados. Por eso, el lugar de la gran pelea del filme será un camión cargado de sacos de papas. Allí el criminal (vegetariano, por cierto) escondió el penúltimo cadáver del filme y con él batallará para rescatar lo que sería una prueba en su contra. Aparentemente todo le saldrá bien, pero en otro lugar, también de alimentos y bebidas, dejará una huella…
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Paremos por ahora el MacGuffin. Para seguir con los ingleses, me esperan unos “muffins” y un copita de “sherry” que Cuchi ha dispuesto para el atardecer.