lunes, marzo 29, 2010

Sobre la decencia

Pisillo de chigüiere


Quevedo, en su admirable Buscón, hablaba de las “muchas dificultades que tienen los hombres para profesar honra y virtudes”. También se refirió a su reverso: las amplias facilidades sociales para el libre ejercicio de la picardía. Por tantas cosas que observamos a diario, pienso que no hemos mejorado mucho desde el siglo de oro hasta ahora. A estas alturas (y temperaturas) de la historia seguimos presenciando la refriega civil de los nacidos, que no tiene reglas de urbanidad ni límites morales. No niego, por supuesto, los actos de resistencia -muchas veces silenciosos- que la nobleza humana sabe oponerle siempre a ese fatídico decurso.

En Venezuela la cultura del petróleo nos sumió en una carrera de “exitismo” tan vertiginosa que no sólo olvidamos sembrar el oro negro, sino también algo más importante: sembrar virtudes y conservar aquellas que habíamos obtenido por legado y tradición. Dejamos a un lado al país decente que alguna vez fuimos y nos entregamos con fruición al cultivo de contravalores. Nos hicimos cómplices, alcahuetas, desconocedores del otro, irresponsables y taimados. Fuimos alejándonos de la tradición ilustrada y descuidamos nuestra formación. Hicimos del proceso educativo una carrera contra reloj para obtener destrezas y diplomas, en perjuicio de las humanidades y la ética. Demarcamos pequeños territorios exclusivos, sembrando diferencias y borrando las líneas nobles que permiten formar comunidad. Poco a poco construimos nuestra propia trampa: la madriguera de Kafka, la cueva inexpugnable que nos protege, pero de la cual, al parecer, no es sencillo salir. Somos ahora prisioneros de nuestras ambiciones de riqueza fácil y de nuestras banalidades. Creamos un país artificial, mientras hacíamos invisible a otro país que crecía –y crece- a nuestro alrededor, éticamente desarmado, con más acicate para la malandanza que para el buen vivir. Todo lo pusimos al servicio de una nefasta ambición de poder y de dinero, sin excluir los supuestos propósitos o ideales “revolucionarios”, que para algunos son apenas un pasaporte para el encumbramiento o el disfrute de prebendas, y no un derrotero filosófico y político. Por fortuna, en la patria se ha activado una fuerza transformadora que exige derechos colectivos, pero también una vida decente.

Hablar de decencia es hablar de una conducta reñida con el engaño, con la simulación y con esa sociedad del espectáculo que todo lo convierte en mercancía, en hecho “noticioso” o en escándalo. Una persona decente no se lleva la mano a la pistola cuando alguien pronuncia la palabra “cultura” ni celebra infamias cometidas contra otros. Los virtuosos reconocen la inteligencia, los saberes, la prudencia, la conciencia crítica (y autocrítica), la cortesía (que a veces es más valiente que la valentía misma) y la solidaridad. Jamás tratarían de menoscabar esos valores colocándolos bajo sospecha, y menos aún, de atropellar a quienes hacen de ellos un digno ejercicio cotidiano. Los indecentes se regodean con la diatriba y no hay golpe bajo, treta o trampa que no propicien o aplaudan cuando se trata de envidiar probidades y cultura. Actúan en cambote y tienen la sed de una jauría. Por fortuna, en Venezuela, los solidarios verdaderos están dejando de hablar a media voz. Nos están recordando que en tiempos de revolución, para decirlo con las palabras inmortales de Rimbaud, también es indispensable “cambiar la vida”. No hay revolución que humanísticamente se precie de serlo que sea compatible con la indecencia.

Feliz semana santa a todos. Y a comer chigüire, cuya carne, más que decente, es prodigiosa.

miércoles, marzo 24, 2010

Una cocina para la tradición errante

Centro de Investigaciones Gastrónimicas de la UNEY. Salsipuedes


“El que no aprende Política en la COCINA no la sabe en el GABINETE”(Simón Rodríguez. Sociedades Americanas. Luces y Virtudes Sociales)


I

Profundizar e incrementar el estudio académico de la alimentación en Venezuela es una necesidad que hoy en día nadie pone en duda. Sabemos que la agenda de los cambios en el país exige el tratamiento integral del tema alimentario, pero tampoco ignoramos que aún no hemos cultivado una amplia comprensión del mismo. Por el contrario, vergonzosa y largamente hemos dejado por fuera aspectos vitales de nuestro objeto de estudio. Uno de ellos es el que se refiere a la gastronomía en tanto patrimonio cultural y memoria viva de pueblos y regiones. Así, son escasos y aislados los aportes que sobre el tema han realizado las universidades venezolanas. Sin duda, esa situación de precariedad intelectual debe ser superada antes de que sea tarde, máxime cuando se observa hoy un notable auge de la gastronomía, pero con imperdonable prescindencia de sus contenidos históricos y culturales y con excesiva sujeción a los patrones que el mercado dicta.

La Universidad Nacional Experimental del Yaracuy (UNEY) tiene a su cargo, por mandato del decreto mediante el cual fue creada, formar profesionales en Ciencia y Cultura de la Alimentación. Por la experiencia que en esa área hemos venido acumulando desde hace once años, podemos afirmar que no contamos todavía con suficientes profesionales dedicados al estudio de las tradiciones gastronómicas y que posean, además, una visión culta e integral del tema. Algo hemos avanzado, pero no bastan un pregrado ni los trabajos que se realizan con fervor y paciencia en el Centro de Investigaciones Gastronómicas. Se hace necesario acometer un vigoroso programa nacional de formación que intensifique, enriquezca y extienda las líneas de trabajo académico requeridas por la investigación de nuestro patrimonio gastronómico. Una historia de la sensibilidad, del apetito y del gusto es una asignatura pendiente entre nosotros.

El conocimiento de las tradiciones es imprescindible para el conocimiento cabal del país. Proclives a la desmemoria, los venezolanos del presente exhibimos una alarmante ignorancia sobre el patrimonio cultural de la patria. Elaboramos programas y planes de desarrollo desconociendo tradiciones y valores, con las graves consecuencias que esa inexcusable omisión comporta. De ese modo, nos hemos llevado por delante ríos, quebradas, bosques, cementerios, jardines, suelos, paisajes, poemas, pueblos enteros y vituallas.

Reconocer, estudiar y enriquecer las tradiciones es una necesidad de todos, no un afán de erudición. No es posible seguir soslayando dentro del ámbito universitario el rol estelar que tiene la comida en la conformación de las culturas o continuar fomentando, por ejemplo, un turismo desprovisto casi por completo de conexión auténtica con las culturas y cocinas regionales del país.
Por otra parte, puede sostenerse con certeza que la gastronomía es una pieza clave dentro de la ciencia alimentaria. Participa de sus búsquedas, avances y desarrollo y facilita su concreción en realidades. No en balde tuvo su origen en el más antiguo y efectivo laboratorio de la humanidad: la cocina. Sus saberes pueden contribuir (y mucho más de lo que algunos piensan) a la solución de los problemas que Venezuela padece en materia de alimentación. Y tal vez, también a la de otros. Como dicen los mexicanos: no hablo al tanteo. Sé, por viejo, por diablo y por refranero, que
comer bien contenta el corazón.

La historia del régimen alimentario, la identificación de productos, el registro de técnicas y procedimientos, la geografía gastronómica, la impronta del petróleo, el análisis de las expresiones culturales de la gastronomía y la comprensión antropológica y social de sus prácticas, son algunos de los objetivos que acometerá este espacio académico orientado a la formación del talento humano en el ámbito de la alimentación como persistente patrimonio de la cultura.

El programa que la UNEY ha diseñado se plantea la puesta en marcha de un proceso formativo integral y flexible, mediante el diálogo de diferentes disciplinas, con el fin de contribuir al conocimiento del diverso paisaje gastronómico de Venezuela, erosionado durante muchos años por nefastas prácticas de colonización cultural que nuestra inepcia académica reprodujo con la imperial tozudez que envanece a la ignorancia.



II

Sin duda la frase “cocinar ideas” es una vieja metáfora que usamos para referirnos al acto de pensar. También es una verdad literal, aunque algunos se resistan a aceptarlo y se empecinen en preservarla sólo como tropo. En efecto, los cocineros hacen su trabajo con ideas propias o ajenas y combinan con frecuencia la tradición con el invento. Algunos elaboran platos a partir de un recetario o “idean” su propio libro de recetas. Para construirlo, deben primero cocinar sus ideas, comprobarlas y someterlas al juicio de buenos paladares. El ensayo y el error también resultan indispensables en el antiguo arte de los fogones, exaltado por Sor Juana de Inés de la Cruz como una actividad que facilita el trabajo de los filósofos. Por esa razón la más brillante intelectual mexicana de su tiempo se lamentó de que Aristóteles no hubiera guisado. Estimaba ella que de haberlo hecho “mucho más hubiera escrito”.

El uso de la milenaria metáfora gastronómica para aludir diversos actos del ser humano, como pensar, escribir y amar, probablemente ha contribuido a ocluir la complejidad de la cocina, en la que están presentes la destreza, la imaginación y el pensamiento, aparte de los procesos y técnicas que conforman con aquellos un sistema particular de saberes y sabores. En la cocina se aplica un conocimiento, pero también se investiga y se piensa, para ampliar y mejorar ese mismo conocimiento o para generar otro. La cocina, entonces, es un laboratorio, probablemente el más antiguo de todos, como solemos decir en la UNEY.

Cocinar ideas permite la conversión de una ocurrencia o de una fantasía en un planteamiento útil y certero, amablemente comestible. Así, en la cocina surgen platos armoniosos con el buen empleo de ingredientes en apariencia incompatibles. Saber que no lo son es el secreto del cocinero ducho o perspicaz que somete a prueba sus hipótesis para obtener después la forma de la creación correcta. Poco a poco va haciendo el desarrollo gastronómico de los productos que llegan a su cocina, aprovechando para muchos platos nuevos lo que parecía agotado en dos o tres recetas. Demuestra el cocinero que sus búsquedas son interminables, sin necesidad de hacer experimentaciones tipo Adriá (lo que también se vale, por supuesto). Manteniéndose dentro de su ámbito, el cocinero puede ser un creador infinito.

El arte de componer en cocina es el arte de combinar sabores para lograr el sabor. Es el arte de la sapiencia en sí misma. Se trata de una especie de alquimia cotidiana que produce, no una, sino muchas piedras filosofales. Es también una dialéctica perfecta que de la mezcla de los contrarios genera la síntesis hegeliana, así como la adecuada conversión de la cantidad en calidad, una vieja ley formulada por Federico Engels que sólo ha sido plenamente verificada en la cocina. Ni muy simple ni muy salado. Ni muy agrio ni muy dulce. Es el equilibrio arduo que sólo un buen cocinero consigue, por ejemplo, con la precisión inefable de las cantidades de azúcar o de sal.

Hemos hablado de “componer en cocina” por la sencilla razón de que el cocinero es un compositor de platos que persigue la armonía. Su trabajo admite variaciones sobre un mismo tema, pero no disonancias. Esas se las deja a los futuristas italianos quienes, por cierto, tuvieron la virtud de adelantársele a cierto movimiento culinario que procura más el espectáculo que la buena mesa. El cocinero auténtico es un gran compositor. Descompone, desde luego, pero lo hace porque sabe primero componer. Lo dice sabiamente aquella vieja canción infantil de “los pollos de mi cazuela”, que por algo son sólo para la viudita "que los sabe componer”.


III

La lectura metafórica de la frase de Simón Rodríguez que hemos usado como epígrafe de estos fragmentos es útil, pero no es suficiente. Lo interesante, en verdad, sería leerla también de un modo más apegado al sentido de las palabras que la integran. No tengamos miedo, en este caso, de ser literales. Seámoslo y demos pie para otras bellas y fecundas metáforas: la cocina de Simón Rodríguez es la cocina simplemente. Nada raro tiene que haya sido el gran maestro del Libertador quien apuntara entre nosotros una vieja verdad, invisible todavía para muchos, por máscara o por transparencia: la cocina no es sólo el espacio para transformar alimentos en comida. Es el primerísimo lugar de la civilización, necesario para enseñarnos a vivir en sociedad, y en consecuencia, para construir Polis, para hacer política. Puestos a confrontarse con tal aserto, nunca faltan los ignaros de toga y birrete que siguen desconociendo esta apabullante verdad de la cultura. Una de los avances más difíciles hacia la civilización fue el gran paso alimentario de lo crudo a lo cocido. Costó Dios y su santa ayuda que el hombre comenzara a cocinar y cuando lo hizo se convirtió realmente en hombre. Antes de ese lento y no tan temprano acontecimiento, el hombre no hablaba. Porque descubrió la cocina, el hombre pronunció sus primeras palabras. Haber domesticado el fuego no sólo le sirvió para calentarse o para defenderse, sino para alimentarse mejor. Fue un verdadero adelanto, que tuvo nada menos y nada más que el referido agregado: permitió que el hombre hablara. Dos cosas que hacen su diferencia radical con otros animales (hablar y cocinar) se verificaron con la doma del fuego. “Cocinar hizo al hombre” es, amén de un aserto incontestable, el excelente título que dio Faustino Cordón a un libro fundacional. A partir de la cocina el hombre transformó la sociedad. Creó comunidades alrededor de los fogones y comenzó a tejer lazos que trascendieron el hecho placentero de compartir la comida. En dos palabras: hizo política.

(Hervir, freír, sofreír, rehogar, aderezar, embutir, bridar, marinar, escalfar, adobar, reducir, asar, hornear, sancochar, evaporar, clarificar, macerar, moler, licuar, procesar, mezclar, rellenar, combinar, saltear, blanquear, amasar, caramelizar, emulsionar, espesar, moldear, sellar, batir, espumar, cernir, colar, rallar, triturar, mechar, esmechar, desmenuzar, ahumar, dorar, aromatizar, tostar, derretir, escabechar, estofar, majar, rebanar, picar, machacar, salar, desalar, pelar, prensar, albardar, empanizar, montar, espolvorear, enharinar, enmantequillar, remozar, untar, raspar y tempurizar (vulgo rebozar). Todo eso y mucho más se ha hecho en la cocina. Cocinar fue, sin duda, una revolución técnica. También fue una revolución científica. Para confirmarlo, tiene la palabra la camarada Química)



IV
La cocina también es en la UNEY un espacio básico para la investigación al servicio de la industria alimentaria. Así, hemos entendido que la cocina es muchísimo más de lo que hasta ahora la cultura dominante nos ha hecho creer. Relegada a mero lugar para el servicio de mesa privado o público, la cocina ha permanecido durante siglos al margen de los centros del saber, como si éste no necesitara de ella y de sus sabores, que, en rigor, constituyen verdaderos saberes milenarios. Las universidades se han privado (y nos han privado) de la fecundante presencia de la cocina en la tarea de buscar y elaborar el conocimiento. Esa amputación ha permitido la producción de un tipo de profesional de la salud, de la nutrición, de la tecnología o de la ingeniería de alimentos, carente de una brújula idónea para resolver los problemas relativos a la alimentación, con que tiene que habérselas en nuestra sociedad. La cocina facilita la integración armoniosa de las diversas aristas de la ciencia de los alimentos, por una razón, quizá, elemental, pero no por ello menos válida: todo lo que el agricultor, el pescador, el cazador, el tecnólogo, el industrial o cualquier otro profesional afín, realizan acerca de la alimentación de seres humanos, termina en nuestra mesa.
La UNEY creó su carrera de Ciencia y Cultura de la Alimentación formulando esta hipótesis: la cocina es el eje de la ciencia de los alimentos. Así, nuestro pregrado se diseñó para articular en torno a la cocina contenidos que antes se mantenían académicamente desconectados, cuando no proscritos de los curricula: nutrición, química de los alimentos, procesos industriales, inocuidad, servicios y cultura alimentaria, entre otros. Cada día percibimos más la pertinencia y certeza de esa hipótesis. Nuestros egresados, los primeros licenciados en Ciencia y Cultura de la Alimentación de Venezuela, están preparados para demostrar la idoneidad del conocimiento integral de la alimentación y de la copiosa gama de saberes útiles que esa integralidad nos proporciona. Y algo más: que sin la cocina esos saberes no se habrían obtenido de esa forma.

Nos encontramos frecuentemente con políticas de alimentación diseñadas para la producción y distribución de alimentos, sin reflexión, sin análisis o sin estudio alguno sobre qué tipo de alimentos se va a producir o distribuir. A esas políticas bien intencionadas y a muchos programas generosos de suministro de alimentos, casi siempre les hace falta algo: cocina, no en el sentido utilitario del vocablo, sino en la noción cultural y científica que ha propuesto la UNEY. En pocas palabras: les hace falta cultura culinaria.

Estamos conscientes de que la mejor política de alimentos que puede adelantar y aplicar un país para contribuir efectivamente a la salud y bienestar de su población, es una educación integral alimentaria. Esto supone, aparte de todo lo convencionalmente aceptado como tema académico, cocina, mucha cocina. No podemos seguir “obviando lo obvio” y llevar la cocina a las escuelas sólo para que unas señoras de la comunidad le hagan la comida a los alumnos (eso está bien, pero no es suficiente). Es imprescindible llevar la cocina a las escuelas como aula de clases para que los niños y jóvenes estudien y aprendan un oficio, un saber, un arte, una maravilla cotidiana, un conocimiento interminable.

Poco haríamos por la educación integral alimentaria de un pueblo si no logramos que éste identifique real y genuinamente como patrimonio cultural y como acervo de sus tradiciones, todo lo que conforma la memoria viva de su gastronomía, de sus prácticas culinarias, de sus gustos y de su imaginario en materia de alimentos. Nuestro país sufrió durante años una profunda erosión de su patrimonio cultural. A esa depredación a la que nos condenó el sistema capitalista, no escaparon nuestros saberes gastronómicos. Por el contrario, ellos fueron, posiblemente, las primeras víctimas del poder imperial. La copiosa diversidad cultural, dentro de la cual la riqueza culinaria es una de sus más elocuentes manifestaciones, se vio diezmada progresivamente por una maquinaria industrial que nos fue quitando lo que Mario Briceño Iragorry llamó la “alegría de la tierra”.


V

Ella se acerca al patio y respira otro aire. Nuevamente comprueba que gracias a ese amable espacio de la casa, cultivado por ella misma con esmero, ha podido sobrevivir a la languidez indetenible de su pueblo. Contempla “la silueta altanera del tamarindo” difuminada por las lágrimas que han retornado a sus ojos. Ella se llama Carmen Rosa y es la entrañable heroína de la novela “Casas muertas”, de Miguel Otero Silva. Acaba de retornar del cementerio y en su “pequeño cosmos vegetal” busca refugio para su alma desolada y silencio amoroso para hacer el duelo. Ese patio es la representación de una vieja alegría perdida: la “alegría de la tierra”, que diría otro notable escritor venezolano. Pienso hoy en ese patio porque voy a decir algo acerca de la llamada soberanía alimentaria. Y es que no concibo soberanía alguna sin cultura de la tierra, el sagrado lugar de las vituallas. Trazar la meta de la soberanía alimentaria comporta algo más que capacidad de producción y de justa gestión distributiva. Comporta un desafío que a muchos les parece anacrónico: la recuperación de la cultura campesina, destruida por esa implacable máquina de producir hambre que se llama, salvo mejor nombre, capitalismo. No se trata de proclamar nostalgias bucólicas que, por lo demás, nadie se las tomaría en serio, sobre todo viniendo de quien escribe: un incurable citadino. Me refiero a la recuperación de los saberes obtenidos mediante la conexión afectiva con la tierra y la convivencia con el agua y las semillas. No es un propósito ilusorio, por más que algunos especialistas en economía alimentaria se empecinen en recusarlo, con más afán de sorna que buenos argumentos. Recobrar nuestro paisaje agrícola puede ser la solución a muchos de los problemas que hoy confrontamos y a los cuales no se les vislumbra una salida feliz dentro de la ruta fatídica del libre comercio y las tecnoutopías. Desde hace algunos años el movimiento “Vía Campesina” en Francia ha venido desarrollando bajo esa orientación el concepto de soberanía alimentaria. Así, plantean la necesidad de una producción agrícola local destinada a alimentar a la población, así como el derecho de los pequeños productores a ser los protagonistas de ese proceso. Entienden por soberanía la libertad de decidir la cultura alimentaria de los pueblos, sustrayéndola del aberrante mecanismo del capital transnacional que obliga a muchos países al monocultivo para la exportación, mientras la mayoría de sus habitantes se muere de hambre. Amartya Sen demostró desde hace años que el problema alimentario no es un problema de producción, sino de acceso equitativo. Estudió las hambrunas de Bangla Desh y comprobó que mientras los alimentos estaban disponibles a la espera de su exportación, la hambruna se extendía entre los pobres. Mejor dicho, éstos eran asesinados por ese flagelo que todavía hace estragos en el mundo y que conocemos con el ya desacreditado nombre de “neoliberalismo”.

Matías Bruera en Argentina nos recordó en sus libros luminosos que el mundo gourmet no es sólo la expresión de una moda sifrina o sofisticada. Es también la puesta en escena de una ideología que tiene como objetivo preciso escamotear la realidad y hacer invisible el país de los cartoneros y de la miseria. El granero del mundo es ahora un granero transgénico y su capital es la capital latinoamericana de la “sociedad gourmet del mutuo bombo”. Los “piqueteros” que le provocaron hace unos meses tanto repeluz a Vargas Llosa no surgieron por generación espontánea, sino por los efectos trágicos de una política criminal que sometió a la Argentina, picana eléctrica en mano, corralito en mano, privatización en mano, macroeconomía en mano, amnistía en mano, a un genocidio del que no le será fácil reponerse.


En Venezuela estamos recuperando una visión integral del tema, pero cuesta. Sabemos que cuesta, sobre todo por la inmensa hojarasca académica que lo cubre. Hemos escuchado mucho a los economistas, a los ingenieros agrónomos, a los estadísticos y sus sucedáneos, a la FAO, a la POLAR, etc., pero a cada uno por su lado, con apreciaciones incompletas y casi siempre erróneas. Poco hemos avanzado y así seguiremos si no nos atrevemos a asumir el gran desafío de integrar plenamente el tema de la alimentación a la cultura.


VI

Tan errante como el poeta es el gastrónomo. Por eso el español Víctor de la Serna, siguiendo a Cournonsky, se llamó a sí mismo gastronómada, y entre nosotros, José Rafael Lovera gastronauta. El gastrónomo viaja para probarlo todo y es capaz de las ingestas más extrañas, por la pasión con que se entrega a su oficio. Poseedores de paladares que saben diferenciar, asociar y reconocer sabores, estos viajeros del gusto son tan nómadas como la cocina. O más que ella, desde luego. Bien sabemos que no toda la cocina viaja, y si lo hace, corre el riesgo de perder parte de su autenticidad primaria, de su frescura y de su encanto. No significa esto que no se deba hacer el intento de la trashumancia, pero estando siempre conscientes del indicado albur y tomando todas las precauciones necesarias. El buen cocinero también es ducho en aproximaciones más o menos fieles y nunca pretende la reproducción mecánica del original o la elaboración de distantes e impresentables remedos. Esta facultad no es otra cosa que la base indispensable para la interculturalidad culinaria. La misma requiere de una efectiva capacidad para el diálogo y para la aceptación de lo otro sin la negación de lo nuestro. Nuestro gusto se acostumbra a unos sabores y puede vivir toda la vida limitado a ellos, pero no debemos olvidar que también es apto para lo diverso y para cualquier aventura más allá de sus fronteras habituales. Cultivar esa virtud es una parte fundamental de toda educación gastronómica que se pretenda abierta hacia todos los puntos cardinales. Sin desconocer el peso de la cultura y de la religión, de las costumbres y la historia, de la geografía y los prejuicios, la cocina puede seguir creando sus propios espacios de encuentro, sin incurrir en la amalgama arbitraria o en la fusión que sólo termina en confusión. Los venezolanos todavía no hemos hecho el viaje gastronómico interior o la exploración firme de nuestra pluriculturalidad culinaria. Seguimos llamando “cocina tradicional venezolana” a la de una pequeña parte del país, abstracción hecha de su hegemonía político-territorial. Es más, esa “cocina tradicional” podría ser más restringida aún: la de una sola ciudad o la de los grupos sociales que la han canonizado mediante idóneos y exitosos mecanismos de legitimación (recetarios “emblemáticos” o publicaciones de diverso tipo, entre otros). Lo recomendable para una comprensión cabal de las diversas cocinas del país, es viajar por ellas y desprenderse de rótulos y dogmas que paralizan el conocimiento gastronómico. Es conveniente dejarse llevar por los aromas de tierra adentro y por la curiosidad de penetrar en una memoria arcaica que convive, invisibilizada todavía, con nuestro vertiginoso discurrir.


VII
Escribe Bolívar Echeverría en su formidable libro Vuelta de Siglo que el barroco ha sido para los mexicanos, más que una forma artística, una estrategia de supervivencia cultural. Leyendo la afirmación de Echeverría lo primero que se me vino a la mente fue la portentosa cocina de México, esa fiesta inenarrable de olores, sabores, colores y texturas que, además de exhibir sabiduría alimentaria, revela una singular visión del mundo. El más profundo y extenso resultado de la estrategia barroca mexicana lo representa su admirable cocina, como corresponde a un pueblo que se sabe ancestralmente hecho de maíz. La reivindicación de los sentidos y el disfrute de la mesa son modos importantes de un proceso histórico que alcanza niveles elevados con los múltiples usos del gran alimento americano (tortillas, tamales, tostadas, gorditas, chalupas, son algunas de las muchas formas ilustres de esa familia interminable) y que llega a cumbres insospechadas cuando le da por combinar chiles con chocolate, o manzanas y peras con poderosas salsas rojas y picantes.

No faltará quien persista en considerar al barroco como sinónimo de manierismo, pero como debe saberse, no todo manierismo es barroco y viceversa. En la actualidad los cocineros manieristas son más bien quienes hacen minimalismo gastronómico o cumplen con la ya fastidiosa rutina de la presentación ornamental globalizada en los manteles de cierta cocina pública. El gusto por el gusto mismo, la afición por los contrastes, la abundancia, el deseo de ofrendar a los viejos dioses, la comunión y el regalo, son manifestaciones del barroco, a contracorriente de una cultura capitalista que busca de manera tediosa el ahorro y la simpleza (o la simplura), la asepsia y la pastilla. El maestro del barroco, el cubano Severo Sarduy, nos recordó que “ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación”. Estudiar cómo un pueblo hizo del barroco una propuesta de vida cotidiana para sobrevivir y no sepultar su identidad en un parque temático, es una fascinante propuesta de investigación. Creo que la cocina mexicana nos ofrece una fuente incomparable para emprender ese trabajo, pero también podemos rastrearla en el Caribe y en los pueblos del sur del continente donde los repertorios culturales son profusos y perennes. Es más, podemos procurar que en aquellos lugares donde la estrategia barroca parece perdida para siempre, reaparezca o vaya brotando en los espacios que nunca la albergaron. Todo eso es posible, porque el barroco es algo más que una tendencia del arte. Es una opulenta forma de vida.

Los pueblos de América Latina y el Caribe han demostrado que la cultura no es sólo un patrimonio inmaterial a preservar y enriquecer, sino también un poderoso escudo frente a los intentos de colonización. Son muchos los años de depredación que llevamos a cuestas, pero aún nuestros chiles se mantienen intactos y nuestro maíz sigue siendo el “jefe altanero de la espigada tribu”, como lo llamó Andrés Bello en el poema que inauguró el tema de la soberanía alimentaria en esta indomable zona tórrida.

El barroco culinario de México y el ancestral prodigio de las múltiples papas peruanas, son, sin duda, una forma cultural de resistencia. Y nada ha podido sojuzgar a esa cultura, pese a los continuos e inclementes intentos de abatirla, por la sencilla razón de que nuestra memoria gastronómica nos proporciona un alimento que además de cuerpo, es alma infinita.

En los montes de América hay mucha yerba comestible, aún desconocida. Ella está ahí, lista y preparada para el momento crucial de los auxilios.

lunes, marzo 22, 2010

Memorial de la cocina

Gloria Hinostroza
Primero fue la Casa Grande, de la infancia, por supuesto. No hay otra casa para los poetas cuando tratan de buscar infinitamente en sus espacios la gracia primigenia. Esta es peruana y la encuentro abierta de par en par a la entrada de un poema narrativo donde el sol ha penetrado hasta en las alcobas más ocultas y olvidadas. Está en el centro de Huaraz, en la calle Comercio y la habitan multitudes. Tiene 42 dormitorios, salón, comedor, biblioteca, cocina, despensa, cuarto de amasar, 3 patios, huerto con árboles frutales, corral y caballeriza. Es una especie de pueblito donde discurre gente “durante todo el día/ yendo del huerto a la cocina, de la cocina al comedor” y del comedor hasta el salón de billar. Entre sus muros se pasa la vida “divirtiéndose en grande/ con todo un ejército de primos,/ tíos, amigos, servidores, adjuntos, meritorios/ de aquella infancia y épocas doradas”.

La Casa posee también su teatrín para las zarzuelas y el Bel Canto. Allí los niños disfrazados con trajes marineros cantaban el coro de Los Marineritos (como alguna vez también lo hicieran en una Casa Grande de San Felipe, en Venezuela, los nietos de la señora “Misia Aída”). Después, en la debacle, vendrán las casas chicas de Lima y sus resquicios para el juego, en La Victoria y en Barranco, con “el Art Deco de tiempos de Leguía”. Suele ocurrir con los desplazamientos que las familias se dispersan, pero los miembros de algunas, como ésta, venidos de la Cordillera Blanca, se visitan diariamente/ frente al parque de la Ermita/ (donde habitaba El Cura sin Cabeza)/ y al costado del Funicular/ que bajaba a la playa/ o sea a Los Baños Municipales de Barranco/ que eran preciosos” para que Lima frente a las olas del Pacífico Sur, los hiciera bailar “hasta un tango arrabalero/ pero adecentado, no faltaba más, como Garufa”.

La Casa Grande fue devastada por el terremoto del ´70 “que provocó 70.000 víctimas. Demás está decir que Huaraz también desapareció y que “fue reconstruido de cualquier manera/ como salta a la vista de cualquiera”. Se cuenta que unos primos rescataron “misteriosamente” de la Casa el vitral del comedor de los abuelos. Parece que lo llevaron a un hostal de Monterrey, “por los baños termales/ saliendo de Huaraz”, donde debe lucir su imponencia como el último vestigio de una fábula.

He glosado caprichosamente algunos fragmentos de un libro espléndido que marcó el retorno de su autor, no sólo a la mítica casa de la infancia, sino también a la poesía. Llevaba varios años dedicado a la narrativa, a la ensayística, a los astros, a la gastronomía y al teatro, hasta que un día el admirado escritor sorprendió a todos sus lectores con el poema de su genealogía, un texto que se deslinda de su anterior poética para darle entrada libre a la historia sentimental de sus recuerdos. Hablo de Rodolfo Hinostroza y de su Memorial de Casa Grande (2005), en cuyas páginas cobra vida una cultura preterida.

Dejé para el final lo que me resulta más amable: la imagen perenne de una cocinera que iba a ser monja y que aprendió de novicia los secretos de la cocina francesa, y luego en casa, la sabiduría de la cocina peruana: locros, shacuis, lawas, cuchicanca, tamales, charqui, oca, aloja de maíz negro, chicha de jora, choclo con queso Curpay y conejo en punto de maní. Es la imagen de la tía Lucha, una lección de amor prodigada a su familia y a su pueblo, a través de la comida. ¡Con qué gusto leo ahora los versos de su sobrino Rodolfo! Ahora descubro de dónde viene la sazón imperial de Gloria Hinostroza! En estos versos todo está dicho:

Y así fue que nos formó el paladar, a mi hermana y a mí,
en los cinco sabores que distingue
un paladar peruano:
salado, dulce, ácido, amargo, y picante.
(…)
Y al filo de los años mi hermana Gloria terminó por ser chef
pues heredó la mano santa de la tía Luchita
y es hoy una de las grandes cocineras del Perú.
Y yo salí gourmet, y escribí un libro de Cocina Peruana
que la hizo conocer en todo el mundo (así lo espero)
dedicado a mi tía”.

Memorial de Casa Grande es la expresión hermosa de una resistencia cultural que lleva siglos afirmándose.

lunes, marzo 15, 2010

Lima

El poeta Antonio Cisneros

Amanece en el reino del gran oso hormiguero. Trato de adivinar el paisaje y me imagino que el mar no está tan lejos y que en los parques el silencio está a punto de ser interrumpido por los pájaros. Sé que la iglesia del Pilar se encuentra al lado. Nada más. Estoy en San Isidro y mi memoria busca como puede una página de Mario Vargas Llosa para orientarse. No encuentro mejor mapa que la literatura cuando uno visita una ciudad apenas entrevista o desconocida totalmente. La Habana de Lezama me sirvió un día para guiar al taxista que me llevaba a Trocadero y la de Cabrera Infante para encontrar el sitio exacto donde estuvo alguna vez un solar de la calle Agramonte. A Buenos Aires lo recorrí con Borges hacia todos los puntos cardinales, aunque gozosamente me demorara en el Sur (donde persiste la ominosa presencia del manicomio de Vieytes) y encontrara más placas borgianas en el Norte. Leopoldo Marechal me condujo una mañana entera en Villa Crespo y con Cortázar me asomé a un edificio alucinante de la calle Florida. Ahora estoy en Lima, a quien César Moro, el gran poeta surrealista de La tortuga ecuestre (también fue el profesor de francés de La ciudad y los perros), llamó “la horrible”, en frase que Sebastián Salazar Bondy terminó de hacer famosa y que, en lo personal, espero no me sea dable repetir.

Si bien siempre me da por la literatura y sus fetiches urbanos, esta vez creo que será otro el acicate. Quiero perderme en la ruta de las cevicherías e ir descubriendo esos tesoros con que sueña el vicio nada impune de la gula. La razón es imponente: Lima es una meca gastronómica y por más Eguren y Martín Adán leídos o Vargas Llosa y Bryce Echenique disfrutados, mi “causa” en esta ocasión es la limeña y también la de Chiclayo. Tanta riqueza culinaria no es de balde. La cultura de un país reside también en su cocina y en el caso de la peruana ese alojamiento singular se ha hecho con honores milenarios. Hoy en día son celebradas en todas partes, con razón, las diversas cocinas del Perú. Sé que un movimiento de vanguardia ha tenido mucho que ver en el asunto, pero también sé que una tradición vigorosa que se sustenta en una cultura indígena riquísima, es la base insustituible de ese auge afortunado. Sin las papas que la magia y la tecnología americanas hicieron posibles hace siglos, no habría cultura literaria ni gastronómica en estas tierras de Ayacucho.

Por más que se contradiga a sí mismo, el escorpión termina haciendo uso de su arma letal. Así, antes de emprender el camino trazado (si es que mi trabajo en el Comité Jurídico me lo permite hoy mismo), ya estoy indagando en los poetas peruanos acerca de sus entrañables conexiones con la mesa. Acudo a uno, viejo visitado en sus sextinas: Carlos Germán Belli y a sus versos crudos que hablan del bolo alimenticio. O a Rodolfo Hinostroza (hermano de una de las mejores cocineras del Perú, lo que ya es afirmar), más en los ensayos que en la poesía. Y encuentro otro, cuyo nombre conocí por Gonzalo Ramírez, tan infatigable lector como insigne tragaldabas, todo hay que decirlo. Me refiero al deslumbrante Maurizio Medo (Lima, 1965), quien en un poema titulado Almuerzo familiar recrea minuciosamente la comida de los domingos en su casa de la infancia y avizora, ominoso, lo que a muchos les pasará después: “…comer y dormir solo, sólo contigo, Soledad”. Pero no nos pongamos vallejianos y pensemos más bien en los condumios que nos permiten, como diría Antonio Cisneros, vencer en el combate “a la serpiente,/ al puma, a la gorgona,/ al soldado más fuerte de ese reino/ del gran oso hormiguero”. Y así, termino como empecé, porque ya hay luz en la ciudad de arena.

lunes, marzo 08, 2010

Pan y lluvia


Escribo estas líneas a las cinco de la mañana. Llueve menudamente, pero llueve. Debería estar dando gracias a Dios por ese regalo sorpresivo. Detengo la escritura y se las doy, como debe ser. ¡Hemos esperado más de un año esta lluvia! La deseábamos torrencial, pero ahora nos conformamos con la prolongación de su leve caída. Recuerdo un cuento de Uslar Pietri en el que la lluvia se convierte en una presencia salvadora y genésica. Esta de ahora lo es también, aunque sin tanto ruido. Llegó casi en silencio. No quiso despertarnos como otras veces, pero al abrir los ojos mis oídos supieron que estaba ahí y me asomé a mirarla. Saqué la mano y la sentí. Es la misma lluvia, la de siempre, pero es otra. Es La Lluvia. Trae olor a pan porque sencillamente es pan. Del pan, justo, iba a escribir. Mejor dicho, de la palabra pan. El agua de arriba me distrae y empieza a convocar otros tiempos. Me invaden lluvias suaves que cayeron sobre el parque Ayacucho en el 63 e irrumpen versos de Saint John Perse pidiéndole a las lluvias del Caribe que laven las penurias. Me gustaría que esta lluvia durase toda la mañana. Me gustaría quedarme en ella, disfrutar la brisa fresca que la acompaña y leer páginas espléndidas de Proust, mientras la lluvia borra la mugre acumulada, deletrea lentamente sus augurios y nos vuelve a decir todas esas cosas que ella sabe. Pero no. Debo seguir con este artículo y hablar de un monosílabo trilítero indispensable para la vida.

Santiago Key-Ayala tuvo el acierto de dedicarle un libro a las palabras que, como su primer apellido, constituyen un territorio mágico de la lengua. Tres letras bastan para formar con ellas un cosmos. Así, la palabra “pan”, con la que el autor abre su deliciosa obra publicada en 1952. Ella integra el catálogo mayor de esos vocablos, es decir, los constituidos por una vocal atrapada por dos consonantes. Ella es como Vid, como Col, como Sal y como Ron. Key-Ayala, fascinado por la estructura de tales monosílabos, los llama “átomos del idioma”: la vocal hace de protón y las consonantes de electrones. Su analogía le permite afirmar que la consonante inicial posee una carga eléctrica diferente a la final, lo que aprecia como una “especie de sexualidad” o de feliz ayuntamiento que tiene su centro en la vocal y es determinante del sonido. En esto del sexo de las letras, Key-Ayala no duda en sostener que en español prevalece el femenino. Sin embargo, algunas consonantes –dice- hacen gala de varonía. Indica como ejemplo la P, a la que atribuye la facultad de empujar y hasta de atropellar a la vocal que acosa. Nos llama la atención acerca de que la referida consonante está siempre al comienzo, nunca al final. Con ella disparamos: “¡pam! ¡pum! y llenamos la sala de pólvora.

Es curioso que al hablar específicamente de la palabra “Pan” el autor no haya reiterado la comparación sexual. Nos había dicho en el prólogo que así como la “P” se las da de macho, la “N” es absolutamente femenina. Y coqueta, agregaría yo. Nada mejor entonces que los extremos para conformar con la primera letra del alfabeto ese alimento imprescindible, antonomásico y milenario que en América hacemos de maíz y sin el cual no hay pueblos ni culturas. Pan de los elegidos, pan de los niños, pan de la esperanza, pan de la vida, pan de los constantes y pan dulce que llegó esta mañana como lluvia.

Lo dice Key: tres letras y un mundo en la palabra mágica: Pan!

Y por hoy, pun-to.

lunes, marzo 01, 2010

Sitios de interés

Chiles en nogada para Gil de Biedma

Jaime Gil de Biedma

1. En el libro de un escritor porteño leí esta noticia: las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein fueron llevadas al teatro. La rareza tuvo lugar en Oxford y le correspondió dirigirla al catalán Llorenç Riber. El insólito hecho se estrenó en algún verano de los años setenta, después de que su director superó la ardua selección del fondo musical, que, contra todo pronóstico, no recayó en Webern sino en Beethoven, quien suena durante toda la obra, a excepción del momento del prólogo, reservado por Riber para un aria de La Creación de Haydn. Algunos avisados recordarán que el prólogo del libro de Wittgenstein es el famoso fragmento de San Agustín acerca de las palabras y de los objetos que ellas designan. Concluirán, entonces, que la selección sonora de Riber fue la más apropiada.

El autor de la reseña se dice conocedor de algunas experiencias que por su facilidad no merecen ser tenidas como antecedentes de esta avilantez escénica. Recuerda haber asistido a la adaptación teatral de los Diálogos de Platón (que más obvia no puede ser) en la Universidad de Bogotá, así como a la de las Ennéadas de Plotino y a otra del famoso libro de Schopenhauer llamado El mundo como voluntad y representación. Ninguna de ellas, por supuesto, se le acerca en atrevimiento y desafío a la hazaña teatral de Llorenç Riber. Como se sabe, Investigaciones Filosóficas es uno de los textos fundamentales de la filosofía del siglo XX y fue escrito por un genio que pensó y repensó el lenguaje como juego. Alguien dijo una vez, a partir de Wittgenstein: el lenguaje es sólo juegos de lenguaje. Nada mejor entonces que el teatro para demostrar esa tesis.

Pero como todo debe decirse, no creo que sea impertinente agregar que el genial director Llorenç Riber no existe ni existió nunca. Es una invención de otro genio: el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock, en cuyo libro La sinagoga de los iconoclastas podemos encontrar la explicación de la maravilla que ahora cuento. Puedo asegurarles que Wilcock sí existió. No es una invención de Borges, ni menos aún, de algún ocasional borgeano de la carrera 17 de Barquisimeto, con ínfulas literarias de falsificador.

2. He fantaseado muchas veces con una película basada en Las personas del verbo, el volumen que reúne la admirable y breve obra poética de Jaime Gil de Biedma. Mi fantasía incluye una condición: que la película sea dirigida por mi hija Luisana, cuyo buen gusto se aviene con la idea propuesta (el poema filmado) y cuya imaginación y delicadeza pueden depararnos una obra bella, amable y profunda. Una primera escena podría mostrar a los padres de Gil de Biedma en Montjuich, con las imágenes de uno de sus mejores poemas (Barcelona ja no es bona o mi paseo solitario en primavera). Sería la primavera del año 29. Ellos bajarían del Chrysler amarillo y negro y caminarían lentamente por la avenida de los tilos. El padre examinaría las características de un vehículo mucho más caro que el suyo: un Duesemberg sport con doble parabrisas, “bello como una máquina de guerra”. Me conformaría con que la película nos diera una buena pista para saber por fin quién duerme en las afueras, vale decir, en “Las afueras”.

Nacho Valcárcel, quizá, prepararía la música. Y no digo más porque no me corresponde. Luisana hará con Las personas del verbo lo que su talento artístico le indique, incluida la maravillosa y fructífera posibilidad estética, filosófica o personal de no hacer nada.

¡Ah!, se me olvidaba: celebraríamos el estreno con los chiles en nogada que Cuchi le prepara a Luisana el día de su cumpleaños y que constituyen la descarada excusa de este artículo.