domingo, diciembre 28, 2008

Una salsa de rábano silvestre

Calamity Jane

Escribo al final de la tarde. En realidad, debo decir que escribo al final del año, casi. Por esa razón podría dedicar esta nota de hoy para hacer balance del 2008 y recordar lo bueno del mismo, dejándole lo malo a quienes tienen mórbida predilección por los lamentos. Pero no. No usaré los tres mil caracteres de este espacio para una enumeración celebratoria de logros alcanzados o para recordar las mejores comidas o los mejores libros que tuve la dicha de disfrutar. Estoy tentado todavía de hacerlo, sobre todo porque la frase anterior trajo a mi memoria unas páginas de Claudio Magris que leí con deleite supremo hace unos meses y no me es fácil privarme del placer de mencionar su libro “El infinito viajar”, que a todos recomiendo. También acabo de recordar el prodigioso cuguyón de Güiria y el no menos inolvidable picadillo barinés que nuestro Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY tuvo el acierto de servir este año en el comedor de “Colibrí” y cuya omisión en estas notas sanfelipeñas de fin de año sería imperdonable. Podría continuar con este recurso retórico y escribir de ese modo que vale la pena mencionar otros momentos estelares, como los que hemos vivido en el Diplomado para Cronistas (uno de nuestros orgullos) o en las maravillosas conferencias de Briceño Guerrero, quien nos visitó este año en tres ocasiones o en los talleres sobre Diversidad Cultural, en los que hemos estado cocinando la que será nuestra primera oferta formal de postgrado. Así, podría estirar el truco del “sí, pero no” y terminar haciendo el inventario de las dichas del 2008, enunciando con prolijidad (la que cabe en este espacio, desde luego) diversas alegrías académicas, numerosas felicidades de lector, asombros de viajero o simples delectaciones de glotón. Pero no. Cuando abrí la máquina para dar inicio a esta nota otro era mi propósito. No sé por qué me dio por comenzarla en primera persona y hacer referencia al momento real de la escritura. Tal vez por eso me desvié y no fui de una vez a lo que iba.

Iba a hablarles de un personaje del lejano oeste norteamericano cuyas cartas a su hija estuve leyendo esta mañana. Me refiero a la legendaria Calamity Jane, aquella vaquera capaz de cabalgar de pie sobre su caballo Satán, de disparar por dos veces contra su viejo sombrero Stetson, después de haberlo arrojado al aire y antes de que volviera a caer sobre su cabeza, de entrar en los campamentos de los sioux como Pedro por su casa, sin que le pasara nada, salvo que le dijeran que estaba loca. Bien. En las cartas que esa pistolera le envió a su hija me topé con una estupenda receta que voy a compartir con ustedes. Es de una salsa de rábanos. En muy pocas líneas la heroína de las praderas y compinche de Buffalo Bill demuestra que también sabía cocinar y escribir recetas. En ésta nos da la base de la salsa y la salsa, por supuesto:

“Salsa de rábano silvestre:

Una taza de rábano rallado./ 2 cucharadas de azúcar blanco./ ½ cucharadita de té de sal y 1 ½ de pinta de vinagre frío. Embotella y sella. Para hacer la salsa coge 2 cucharadas. Añade una cucharadita de aceite de oliva o mantequilla fundida y una cucharada de mostaza preperada. Esta salsa es deliciosa”.

El libro tiene otras recetas no menos compartibles que la anterior. Todas revelan el talento gastronómico que tuvo esta mujer de circo y de botiquines, a quien encarnaron en la pantalla grande Jane Russell, Yvonne de Carlo y Doris Day, entre otras luminarias.

P.S: Deseo a todos los amigos de este blog un feliz 2009 pleno de afectos, de buenas lecturas y sin otra "calamity” que no sea la acá recordada.

lunes, diciembre 22, 2008

La hallaca como patria


Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero había sido Paris, ahora era Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, este joven forjaba con rigor su espíritu de sabio. Hizo viajes. Se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante y muy vagamente el suelo firme de Nutrias. Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. Volvió a Viena y visitó razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, fichamientos, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”. Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. Su cuerpo, entonces, fue cruzado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y así, se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, de repente lo conmovió un recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. Sintió ¡por fin! que algo de su tierra le hacía una enorme falta. Se olvidó de la nieve y del Dante y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que ahora desplegaban sus manos ávidas. Lo abrió y ahí estaba ella: la hallaca, la mítica hallaca de su infancia. Supo al instante que en ese plato tenía albergue toda su patria. Estaban allí su mamá y los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure y su casa de Palmarito. También la bandera de Miranda y el Himno Nacional. “Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el joven filósofo, que, como ya lo habrán acertado mis lectores, famosamente se llama José Manuel Briceño Guerrero.

Feliz Navidad a todos y buen provecho.

lunes, diciembre 01, 2008

La universidad (y la cocina) intercultural

Jujuy

Hace pocos días me correspondió hablar de este tema en la VII Cumbre de Rectores de Universidades Públicas de Suramérica y el Caribe, en la amable ciudad de San Salvador de Jujuy. Uno de los puntos fundamentales de mi planteamiento fue la necesidad de una total ruptura con un modelo aferrado -con más tozudez que convicción- a una especie de “razón académica” que hizo del diálogo consigo misma su único discurso posible. La fecunda y natural conversación de los saberes nos fue vedada por ese muro infranqueable de la corporación universitaria que terminó asfixiando, precisamente, a quienes lo erigieron. Hoy los vemos tratando de darle con inútil esfuerzo algún otro sonido a “la única cuerda que está en su violín”, para decirlo con un verso de la “Sinfonía en gris mayor” de Rubén Darío. Por cierto, no estaría mal definir la monotonía de ciertas publicaciones universitarias con ese elocuente título dariano. Bien. La ruptura con un modelo de ese tipo supone una genuina apertura a otros saberes y a otros modos de buscar el conocimiento. Afirmé que mediante un diálogo fecundo de todas las culturas podríamos recomenzar otro tipo de universidad, más en armonía con el cambio de época que vivimos hoy en día. Una universidad menos pagada de sí y que sepa escuchar las voces de la tradición y la memoria de los pueblos, que se aproxime con afecto a la crónica de los lugares, a la biografía de los seres humanos, al misterio de las cosas; que se deje llevar por las leyendas y los mitos, que aprenda a mirar el mundo sin los vidrios empañados de sus orgullos epistémicos y que pueda de nuevo llamar al pan pan y al vino vino.

Dicho lo anterior, un inteligente historiador jujeño me preguntó sobre los mecanismos o formas para iniciar ese diálogo. Le contesté con un ejemplo del que poseo una vivencia cercana:

La ciencia académica salió un día a la calle y le preguntó a la milenaria cultura de la cocina cómo hacer para alimentarnos mejor. La respuesta la dio una cocinera y a partir de entonces se inició el diseño de una carrera universitaria llamada Ciencia y Cultura de la Alimentación, en la cual se incorporó la cocina como laboratorio, como espacio sagrado, como sitio de encuentro y como albergue de historias olvidadas. Se incorporaron, desde luego, quienes de eso saben de verdad: los cocineros y cocineras. No se les pidió un certificado académico porque la idea era que ellos vinieran a legitimar nuestro trabajo. Mejor dicho, a certificarnos a nosotros, los patéticos universitarios que hicimos del capital curricular nuestra única manera de reconocernos. Y en eso estamos desde hace diez años. Reaprendemos lo aprendido con los saberes de los otros. Por supuesto, no podía en mi respuesta omitir las dificultades que esa audacia comporta. Ese ejemplo de interculturalidad activa ha representado para la UNEY una lucha cotidiana. En primer lugar, con nosotros mismos, por la educación positivista recibida en nuestras casas de estudio y, en segundo lugar, por las rigideces del ámbito académico imperante y la incomprensión de quienes no ven más allá de sus narices curriculares. Pero poco a poco nos vamos abriendo paso. Lo adelantado es irreversible y representa un paso importante para alcanzar la indispensable universidad intercultural del futuro.

En una zona fronteriza como Jujuy, con el sabor antiquísimo de las humitas, en el punto exacto del Trópico de Capricornio, esa experiencia yaracuyana recibió el estímulo de una entusiasta y feliz aceptación.

domingo, noviembre 16, 2008

Gusto de Venezuela en México


Cuchi Morales entrevistada por El Universal de México
(Si quieres leer la entrevista haz click en la foto)

Mariano Picón Salas escribió un delicioso libro sobre su experiencia mexicana llamado con acierto Gusto de México. Recuerdo haber leído un artículo de Orlando Araujo donde éste decía que hubiese preferido como título Sentido de México. Tal vez desde alguna perspectiva conceptual tenga sentido, precisamente, esa variante, pero hasta ahí. El título de Picón Salas es estupendo porque comporta, entre otras, una arista del vocablo sugerido por Araujo. A México se le siente primero. Después se le piensa. Y se le siente mucho y bien con el imborrable sentido del gusto. México se nos mete por los ojos con su serpiente emplumada, nos arrebata con sus sones de mariachi, nos deslumbra con la poesía mítica de Octavio Paz, pero comenzamos a entenderlo mejor cuando lo saboreamos en sus infinitas preparaciones culinarias. Nada más apropiado que hablar entonces de gusto de México, como lo hizo hace casi cincuenta y seis años nuestro mejor ensayista.

Desde la semana pasada se encuentran allí dos representantes del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY. Son ellas Cuchi Morales, directora del Centro y Damarys Loyo, licenciada en Ciencia y Cultura de la Alimentación e investigadora de la cocina venezolana. Ambas atienden una invitación de sus colegas mexicanos Yuri de Gortari y Edmundo Escamilla y esta semana estarán impartiendo un curso de cocina venezolana, con especial referencia a la cocina de Los Andes, del Caribe y a los platos navideños. Trabajarán unos días para que los mexicanos que acudan a la "Escuela de Gastronomía Mexicana - Historia, Arte y Cultura" tengan la ocasión de disfrutar del gusto de Venezuela y de conocer parte de nuestra geografía y tiempo gastronómicos. De alguna manera Cuchi y Damarys podrán compensar con ese curso el gusto de México que ahora saborean con deleite supremo, desde los chiles y los moles, el arroz con chícharos y el pollo en axiote hasta las aguas frescas del mercado (pasando siempre por las gorditas), para envidia incontenible de quien suscribe, todo sea dicho.

Pero no sólo cocinan (y comen) en México nuestras representantes. También preparan con Yuri y Edmundo un gran encuentro de cocina y patrimonio para el próximo año, que será un hermoso intercambio de memorias culinarias de América. Ya sabemos que nuestros admirables amigos mexicanos poseen el don de convocar a quienes aman devotamente la cocina y el secreto de ser hombres del presente, pero también de los tiempos de la cocina virreinal.

El gusto de México es también para nosotros el gusto por su piedra de sol y su Tlaloc, por la más brillante intelectual de su tiempo llamada Juana de Asbaje, por el culto a la muerte sin fin de noviembre y de Gorostiza, por Jorge Cuesta y su febril lucha con la vida, por Alfonso Reyes y su pluma maliciosa y bella, por los Revueltas (desde José y Silvestre hasta Olivia, sin olvidar a Rosaura, por supuesto), todos marcados por la dignidad, por Comala y sus abismos, por Trotski y Malcolm Lowry, por aquellas pecosas peras encontradas en la cesta verbal de Villaurrutia, por el Laberinto de la Soledad, por el genio literario de Hugo Hiriart, por el agua de Jamaica y los chiles en nogada…

Y ahora, sobre todo, por el gusto de ser amigos de Yuri y de Mundo. Desde esta página que muchas veces han enriquecido ellos con sus conocimientos, los saludamos con inmenso afecto y gratitud.

sábado, noviembre 15, 2008

La hallaca angostureña

Wladimir Ruiz Tirado

Me llegó por correo electrónico este articulo estupendo de mi amigo Wladimir Ruiz Tirado y ahora lo comparto con ustedes:

"La hallaca angostureña

La hallaca, con todas las variantes regionales conocidas en Venezuela, tanto por los diferentes guisos que lleva, así como por sus distintas formas de preparación y cocción, en cuanto condumio popular, es una expresión muy particular de la cultura del maíz. Y, en forma más específica del tamal, también en sus múltiples maneras de elaborarse.

Sin embargo, hay que tener en cuenta una diferencia notable una diferencia notable con respecto al tamal ancestral americano: éste último era y es envuelto en la hoja de la mazorca de jojoto o elote, como se le conoce acá en Centroamérica, donde he tenido el privilegio de degustarlos en sus más diversas formas. En cambio la hallaca, sea cualquiera la región venezolana donde se prepare, su hoja de envoltorio es la de las musáceas, y fundamentalmente la de plátano, tan caras a nuestro amigo Ángel Muñoz Delgado, la cual le otorga al condumio un sabor muy característico y sublime.

Mucho se ha escrito acerca de este plato, no sólo exquisito manjar, sino emblemático de nuestra gastronomía popular, especialmente en época navideña. Es de hacer resaltar que desde el punto de vista cultural es la síntesis de varias expresiones étnicas y sociales. Eso lo podemos constatar al observar los ingredientes que la conforman.

La base, sin duda es el maíz, producto ancestral de nuestra América, la cual sirve de envoltorio secundario al resto de los ingredientes. Para tener una idea de la antigüedad del cultivo de esta planta en nuestra patria chica Jesús Sanoja nos refiere que “existen muchos datos acerca de su cultivo en Barinas hace 3.000 años y en Mucuchíes, en un período que oscila entre los 900 y 1.100 años.” (1) Lo que obviamente nos sugiere que la masa para la elaboración de la hallaca ya estaba presente a la llegada de los conquistadores españoles.

Estos últimos trajeron otra parte de los elementos que intervienen en su preparación: introdujeron las especies animales que aportan las variadas carnes de la hallaca, sobre todo las del ganado vacuno y porcino, específicamente usadas en la elaboración de la angostureña. No así la de gallina, la cual, aunque de origen africano, e introducida por igual, por españoles y africanos, es usada en otras regiones del país como ingrediente. Claro está que las aceituna, alcaparras, ciruelas, vino tinto, y algunos otros componentes de dicha hallaca, también son un aporte ibérico.
Los esclavos traídos del continente africano llagaron con las musáceas, de las cuales, no sólo aprovechaban la pulpa de sus frutos, sino las hojas de dichas plantas como material envolvente. A su vez, éstas le otorgan un peculiar sabor a la hallaca, sobre todo si es cocinada con leña. Observamos entonces que la hallaca es un sincretismo, la conjunción de aportes culinarios de diversas culturas, unas ancestrales, propias de la historia alimentaria americana, y otras que llegaron de otros continentes para juntarse y producir este magnífico plato criollo.

En cuanto a la angostureña como tal, su denominación nos refiere a Angostura, como era conocida hasta el siglo XIX la hoy llamada Ciudad Bolívar. Existe poca documentación alrededor del por qué de la denominación, pero, lo que sí es elocuente es que existe una conexión con la historia de la navegación fluvial que se realizaba en toda la Orinoquia, sobre todo a través del Apure y nuestro rio mayor y tenía su destino en Angostura.

Conocido es que esta ruta era entrada y salida estratégica del Virreinato de la Nueva Granada con sede en Santa Fe de Bogotá y que, además, servía como ruta para el transporte de toda suerte de mercaderías. Desde el descubrimiento del rio Apure, por Miguel de Ochagavía, hasta bastante avanzado el siglo XX, era una ruta obligada de embarcaciones de todo tipo, hasta vapores atracaban en el Puerto de Nutrias, por lo que sus tripulaciones llevaban entre sus avíos algunos alimentos, como hallacas con un forma especial de preparación.

Lo que distingue a esta tradicional forma de la hallaca es que debe ser hecha para que, en condiciones donde no existía la refrigeración, pudiera perdurar por varios días sin que llegara a dañarse. Esta explicación se la oí en diversas oportunidades a José Esteban Ruiz Guevara, mi padre, también a José León Tapia y a Humberto Febres Rodríguez, de quien por cierto leí un manuscrito hecho a lápiz de grafito acerca de este singular plato. Y, por supuesto, la vía personal y familiar para el conocimiento de la angostureña han sido mi abuela Gertrudis Villafañe, José Esteban y mi madre, Carmen Olga. Ellos nos iniciaron en el culto a este platillo y tanto práctica, como oralmente oralmente, nos enseñaron a conocerlo y degustarlo. Debo agregar que José Esteban, por ser nativo de Puerto de Nutrias, y, además, por su afición a la narrativa histórica, siempre estuvo muy cerca de quienes la elaboraban y nos trasladó su manera de prepararlo.

A continuación describo la receta que nos han trasmitido nuestros progenitores. El guiso de la hallaca se prepara en crudo, tanto las carnes como el resto de los ingredientes. No lleva ni huevos ni tomates, tampoco onoto como colorante para la masa de maíz que, en lo posible debe ser de maíz pilado cocido y molido en casa, tarea que me correspondía cuando muchacho, ésta además debe amasarse con manteca de cochino y agua hasta que de un punto de consistencia adecuada. Las carnes, tanto de cochino como de res, se pican en trozos pequeños y se mezclan con el vino tinto, la cantidad depende del número de hallacas que se vayan a hacer, ajo machacado al gusto, así como la sal. Un punto necesario de aceite y pimienta negra recién molida, así como un poco de cebolla molida. Galletas de soda para cuajar y un chorrito de vinagre de los encurtidos. El guiso se deja macerar de un día a otro en la parte baja de la nevera, antiguamente se hacía en los lugares más frescos de la casa. Se cortan, ya para adornar, cebollas y pimentones en julianas. Los encurtidos pasados por agua fría para rebajarle el avinagrado, aceitunas, preferiblemente sin hueso, alcaparras y ciruelas grandes, una para cada hallaca. Las hojas de plátano para envolverlas, en sus correspondientes planos, una para la masa, otra para envolver y una última para el seguro, para que no les entre agua, ablandadas en la candela y con su nervio central para amarrar, ya más reciente se usa el hilo pabilo.

Una vez ensamblado el plato, con reunión familiar de por medio, que incluía la participación de todos sus miembros, y algún trago de aguardientes o cerveza, se procedía a su cocción. La manera como se hacía inicialmente en nuestra casa era a fuego de leña, luego fue sustituido este método por las hornillas de kerosene y posteriormente por las estufas a gas. La duración de ésta no debe bajar de dos horas como mínimo para que se cuezan homogéneamente todos los ingredientes.

Esta hallaca se hacía para el consumo inmediato en época de navidad, pero también se refrigeraba y podía durar meses en el congelador, J.E. Ruiz Guevara se las comía hasta congeladas cuando las usaba de pasapalo.

Finalmente deseo expresar mi agradecimiento a Carolina Tapia y a Ángel Muñoz por instarme a escribir estas líneas. Gracias por esta iniciativa que vuelve a reunir estas “Gallinas de Doña Teresa”, ahora alrededor de la hallaca angostureña, plato muy preciado por todos ellos: José León, José Esteban y Humberto. Si algo desearía es poder compartir con ustedes, haré lo posible por estar en el mes de diciembre próximo en Barinas".

Wladimir Ruiz Tirado.
San Salvador, 14 de noviembre de 2008.

1.- Sanoja Jesús. Cultivos tradicionales de Venezuela. Fundación Bigott. Caracas. Venezuela. Pág.44.

lunes, noviembre 10, 2008

Nuestra señora de la saya y el chocolate

Francisco Tamayo

Esas delicadas y bellas páginas vienen de la nostalgia. Las escribió Francisco Tamayo haciendo crónica de los primeros veinticinco años de su vida y las reunió un día bajo el título de El signo de la piedra. Vienen del Tocuyo de comienzos del siglo XX y son memoria cálida del río y la montaña, de los hombres y de las haciendas, del cañamelar y los trapiches. Son un recorrido amable por la vida de un pueblo venezolano que, como muchos otros, medía el tiempo por extensos períodos marcados por hechos imborrables: cuando los chuíos y los chuaos, cuando Montilla, cuando la langosta, cuando el cometa, cuando la gabaldonera, cuando el terremoto. A esas páginas de Tamayo retorno hoy para disfrutar del arte del cronista que sabe tratar con la historia y la microhistoria, sin salirse de su oficio de escritor sabio y elegante. Por cierto, es una lástima que ese libro no cuente todavía con una edición que le haga honor a su grandeza.

Siempre me maravilla en El signo de la piedra la escena proustiana y ceremonial del chocolate. Cuando la leo siento haberla vivido o, por lo menos, habérsela escuchado a mi abuela Ana y experimento entonces eso que algunos llaman memoria transferida. La resonancia de las imágenes que los demás te refieren con vivacidad, puede pasar a ser tuya. Eso me ha ocurrido muchas veces. Por eso creo que no sólo somos nuestra memoria. Somos también la memoria de los otros. He aquí que recuerdo haber visto a esa señora del siglo XIX que en una página de Francisco Tamayo entra a la sala deslumbrándome por su imponencia. Es doña Sacramento, quien vestida de saya, y así, realzada en su blancura, se dispone a ser servida por Balbina, su compañera de siempre. Tamayo se detiene en la saya, como debe ser, y nos dice que ese traje de seda negra constaba de dos piezas, falda y saco: “la primera era larga hasta el zapato, con amplios tachones; el corpiño era ajustado al cuerpo, llevaba un vuelo en la cintura, y, arriba, cuello alto y una pieza abrazadora de pesados dibujos de canutillo negro, de vidrio negro, que descansaba delante, sobre los senos. Este era el traje de rigor para el Jueves y Viernes Santo y para los matrimonios rumbosos. En la dote de las novias entraba una carga de baúles y una saya como elementos básicos del ajuar de una señora”.

Nuestra señora de la saya se ha sentado a la mesa que hoy está cubierta con un blanco mantel de hilo bordado y Balbina le pregunta si quiere tomar ya el chocolate. Ella asiente y enseguida tiene ante sí una copa de coco labrado con pie de plata, llena de la olorosa bebida. Se la han servido cerrera, como a ella le gusta, pero con bizcocho dulce y queso blanco, para equilibrar el sabor. El chocolate sin azúcar humea e inunda con su aroma poderoso todo el recinto.

Doña Sacramento cumple con el ritual. Contempla por un instante las alacenas del comedor y fija primero su mirada en la vajilla con monograma dorado y después en las viejas copas de bacarat. Las oye como quien oye una fiesta antigua. Constata una vez más que sus hijos no han vuelto a acompañarla a la hora del chocolate. Ahora bebe sola su cerrero. Heriberto se casó y ahí quedó su chorote (la vasija del brebaje), “sin uso ni beneficio” y Hercilia dice que esa costumbre pasó de moda. Sólo Doña Sacramento es fiel a la liturgia. Al levantarse de la mesa da gracias al señor por sus favores y Balbina le responde: “Bendito y alabado sea el santo nombre de Dios”.

La escena concluye, pero tiene la fuerza de un gesto rotundo y el aplomo de una memoria mítica de lo cotidiano, con su oficio, su lugar, su traje y su alimento.

Gracias de nuevo a Francisco Tamayo, por ese libro orgullosamente tocuyano.

lunes, noviembre 03, 2008

Sanchescos estamos


Esto es de la época en que jamás era tarde para la merienda y a los perros los amarraban con longanizas. Hacíamos de tripas corazón y más valía llegar a tiempo que ser convidado. Esto es, realmente, de la época en que partíamos la cochina y de cuando había lugares donde si dos comían, podían comer tres. “Tres por locha” decía el pregón de las Arapé y a quién no le gustaba el dulce. Alli uno era el primer chicharrón de la cazuela y todo lo demás pan comido.

Hacíamos como Blas (ya comiste, ya te vas) o como el indio comido, indio ido. Partíamos un confite, aunque a veces fuésemos como el aceite y el vinagre. En nuestro rastrojo viejo nunca faltaban las batatas y a falta de pan buenas eran las tortas. Sabíamos que la luna no era pan de horno, pero nos gustaban el pan de horno, la luna y el lucero para ver a nuestro padre bebiendo barquisimetanamente suero. Si se juntaba el hambre con las ganas de comer, comíamos entonces como niguas y éramos capaces de quitarle la comida a un ciego.

Nos gustaban las cuentas claras y el chocolate espeso. Pero no todo era miel sobre hojuelas. A veces se nos ponía el pesebre alto y engañábamos al hambre con un taquito. Contigo pan y cebolla. Cuando nuevamente llovía en las cabeceras, la masa volvía a estar para bollos y el pulpero alababa su queso, pero no nos metía gato por liebre. En la casa olía de nuevo a queso frito y cantaba feliz mi tío Abelardo porque barriga llena, corazón contento.

Muchas manos en la olla ponían “el caldo morao”. Si alguien se acercaba a la cazuela la cocinera podía mandarlo a freír espárragos o monos. Eran sus dominios sagrados. Estábamos seguros de que habría caldo porque la olla hervía y no éramos plato de segunda mesa. Invariablemente decíamos “sabe a más”, pero lo voz de la madre ya había sentenciado “poquito porque es bendito”.

“Canela fina” decía Héctor Julio cuando frente a nosotros pasaba Mercedes Cecilia, que estaba como el pan de hallaquita. “Y ustedes están como el arroz blanco: en todas partes”, contestaba ella y nos miraba feo. “Malos ojos son cariño, caraotas con aliños” era siempre nuestra réplica, mientras la veíamos alejarse más fresca que una lechuga.

No siempre había, pero cuando lo había, nada era más sabroso que el pescado frito. Un día nos tocó comerlo junto con Homero y Luis Antonio. El primero tenía fama de “raro” y el segundo era sabio en dichos y picoso como la pimienta. Cuando el gordo Luis vio el plato sobre la mesa exclamó: “Yo no conozco ese pescao. No sé si es pargo (H)o mero”. El rey de los refranes se había convertido en ese instante en el rey del ingenio. Todos guardamos silencio, incluido Homero, por aquello de que “el que se pica es porque ají come”. Gracias al gordo Herrera conocí el mejor ejemplo de anfibología oral que concebirse pueda.

Una vez mi hermana y yo nos pusimos lidiosos para la comida. Era la hora del almuerzo. Tocaron el anteportón de la casa y mi madre salió a ver quién era. Era un limosnero, a quien no se le podía hacer la broma reservada a los amigos de decirle “no hay pan duro”. Mi mamá le dio caldo y una arepa, pero no lo hizo de balde. Le pidió un favor. Nunca se me olvidaría la voz del mendigo, gritando a voz en cuello, desde el zaguán de mi casa, una frase que se convirtió desde entonces en un dicho familiar: ¡A comer, a comer, que la comida es lo que surte!”. Demás está decir que nunca más fui desganado.

El título de este post como lo habrá reparado algún lector cervantino es una parodia del célebre diálogo entre Babieca y Rocinante. Se completa así:

-Sanchesco estáis.
-Es que como.

lunes, octubre 27, 2008

La comida verbal

Dante la ve pasar 

La antiquísima metáfora gastronómica tiene en la Biblia una de sus arcas más copiosas. Recordemos que comerse el rollo escrito para retener su contenido fue lo que hizo Ezequiel por mandato del Señor. Sólo así pudo el profeta transmitir correctamente el mensaje divino al pueblo de Israel. Pero no fue fácil. No bastó con ingerirlo. Pienso que Ezequiel se lo comió bien y con gusto. Lo saboreó y poco a poco fue tragándolo, como debe ser, como lo dicta la gula dominada. Después tuvo una buena digestión, sin sobresaltos ni sorpresas. Hubo alimento idóneo, pero también buen diente. Sabemos que el profeta no se lanzó con desespero a devorar el mensaje. Distribuyó con parsimonia sus ganas y evitó el posterior apuro de las aguas mayores. El alimento cumplió su cometido: ser palabra sabia. O viceversa, porque el mensaje fue, en rigor, el alimento.

Podríamos comenzar a jugar con la metáfora y explorarle diversos cauces, pero ahora sólo nos interesa introducir con ella un tema del que nos ocupamos hace algún tiempo y hoy me he antojado en retomar. Me refiero a las expresiones populares que usan el alimento como tropo o que simplemente aluden a la comida, mostrando rasgos precisos de nuestra cultura y nuestros hábitos. A tal efecto, contamos con un bello trabajo de Fermín Vélez Boza (El folklore en la alimentación venezolana) en el que se pasa gozosa revista por refranes, adivinanzas, canciones infantiles y sentencias populares, sin menoscabo de algunas citas literarias que también aluden al tema. El autor trazó en ese libro un mapa popular de los alimentos en la memoria verbal de Venezuela. Quiero detenerme en una de las fuentes consultadas por Vélez Boza: el Cancionero de Montesinos.

El tocuyano Pedro Montesinos se dedicó durante décadas a recopilar coplas y otras formas versificadas de la cultura popular venezolana y en 1913 completó su labor, denominándose ese trabajo, desde entonces, Cancionero de Montesinos. Se trata ahora de un clásico cuya preservación debemos a su hijo Ramiro, quien en los años cuarenta del siglo pasado lo entregó a los estudiosos del folklore en Venezuela. Hoy disponemos de nuevas recopilaciones de coplas, pero el Cancionero de Montesinos sigue exhibiendo su entrañable aura de pionero. Lo que brota de él no es otra cosa que el amor por la copla que nos viene de otros tiempos, una copla que muchas veces se basta a sí misma y se convierte en voz cuando es cantada y en resonancia cuando todos la repiten.

Dice la copla, por ejemplo:

“Los labios de mi morena
me saben a papelón
y cada vez que me besa
me palpita el corazón.


Es el tropo del enamorado que compara los besos de su amada con su chuchería predilecta. Oída ahora, esa copla clama por defender no sólo los labios de la morena, sino también el papelón, una de las glorias de nuestra cocina, golpeada como muchas otras por el olvido y la erosión de las tradiciones culinarias.

En el Cancionero no sólo encontraremos la metáfora, sino también la información directa sobre algunos alimentos y, a veces, sobre nuestras viejas pobrezas:

“El uvero y el caruto
son los frutos tempraneros
con que sostienen la vida
los infelices llaneros”.


Muchos sabemos de memoria Caballo viejo, la universal canción de Simón Díaz y mecánicamente decimos “el carutal reverdece”, sin saber qué es el caruto. La copla citada le otorga una nobleza desconocida. Saber qué es y lo que ha significado el caruto para el pueblo, parece todavía la asignatura pendiente de un buen número de personas.

Vuelvo a la metáfora de la comida. No sólo Ezequiel comió escrituras. Los brasileños del Manifiesto Antropófago comieron letras del Viejo Mundo para iniciar la interculturalidad de manera admirable e ironizar acerca del estigma de caníbales que algunos rotulan con desprecio. Otros hacen un canon de comestibles y dicen con la copla cuanto sigue:

“De las carnes, el carnero.
De las aves, la perdiz.
De los pescados, el mero.
De las mujeres, Beatriz”.

lunes, octubre 20, 2008

Componer y cocinar ideas

Sor Juana Inés de la Cruz



Sin duda la frase “cocinar ideas” es una vieja metáfora que usamos para referirnos al acto de pensar. También es una verdad literal, aunque algunos se resistan a aceptarlo y se empecinen en preservarla sólo como tropo. En efecto, los cocineros hacen su trabajo con ideas propias o ajenas y combinan con frecuencia la tradición con el invento. Algunos elaboran platos a partir de un recetario o “idean” su propio libro de recetas. Para construirlo, deben primero cocinar sus ideas, comprobarlas y someterlas al juicio de buenos paladares. El ensayo y el error también resultan indispensables en el antiguo arte de los fogones, exaltado por Sor Juana de Inés de la Cruz como una actividad que facilita el trabajo de los filósofos. Por esa razón la más brillante intelectual mexicana de su tiempo se lamentó de que Aristóteles no hubiera guisado. Estimaba ella que de haberlo hecho “mucho más hubiera escrito”.

El uso de la milenaria metáfora gastronómica para aludir diversos actos del ser humano, como pensar, escribir y amar, probablemente ha contribuido a ocluir la complejidad de la cocina, en la que están presentes la destreza, la imaginación y el pensamiento, aparte de los procesos y técnicas que conforman con aquellos un sistema particular de saberes y sabores. En la cocina se aplica un conocimiento, pero también se investiga y se piensa, para ampliar y mejorar ese mismo conocimiento o para generar otro. La cocina, entonces, es un laboratorio, probablemente el más antiguo de todos, como solemos decir en la UNEY.

Cocinar ideas permite la conversión de una ocurrencia o de una fantasía en un planteamiento útil y certero, amablemente comestible. Así, en la cocina surgen platos armoniosos con el buen empleo de ingredientes en apariencia incompatibles. Saber que no lo son es el secreto del cocinero ducho o perspicaz que somete a prueba sus hipótesis para obtener después la forma de la creación correcta. Poco a poco va haciendo el desarrollo gastronómico de los productos que llegan a su cocina, aprovechando para muchos platos nuevos, lo que parecía agotado en dos o tres recetas. Demuestra el cocinero que sus búsquedas son interminables, sin necesidad de hacer experimentaciones tipo Adriá (lo que también se vale, por supuesto). Manteniéndose dentro de su ámbito, el cocinero puede ser un creador infinito.

El arte de componer en cocina es el arte de combinar sabores para lograr el sabor. Es el arte de la sapiencia en sí misma. Se trata de una especie de alquimia cotidiana que produce, no una, sino muchas piedras filosofales. Es también una dialéctica perfecta que de la mezcla de los contrarios genera la síntesis hegeliana, así como la adecuada conversión de la cantidad en calidad, una vieja ley formulada por Federico Engels y que sólo ha sido plenamente verificada en la cocina. Ni muy simple ni muy salado. Ni muy agrio ni muy dulce. Es el equilibrio arduo que sólo un buen cocinero consigue, por ejemplo, con la precisión inefable de las cantidades de azúcar o de sal.

Hemos hablado de “componer en cocina” por la sencilla razón de que el cocinero es un compositor de platos que persigue la armonía. Su trabajo admite variaciones sobre un mismo tema, pero no disonancias. Esas se las deja a los futuristas italianos, quienes, por cierto, tuvieron la virtud de adelantársele a cierto movimiento culinario que procura más el espectáculo que la buena mesa. El cocinero auténtico es un gran compositor. Descompone, desde luego, pero lo hace porque sabe primero componer. Lo dice sabiamente aquella vieja canción infantil de “los pollos de mi cazuela”, que por algo son sólo para la viudita "que los sabe componer”.

lunes, octubre 13, 2008

Orinoco pleno, Orinoco grande


La iguana y el mato de agua
se fueron al Orinoco:
la iguana no volvió más
y el mato de agua tampoco
.

Lamentablemente la iguana y el mato de agua están pensando seriamente en regresar después de tantos años de querencias en el soberbio río. Al invencible pero sufrido Orinoco no lo estamos cuidando como se debe. Por el contrario, no nos cansamos de depredarlo y de concebir “planes de desarrollo” en los que él, su gente y su cultura, son irrespetados por la sorda y arrogante maquinaria del “progreso”. De todos modos, a la iguana y al mato de agua no les va a ir mejor en otro sitio. Es preferible que allí se queden y resistan con su río de siempre. No es tarde todavía para salvarlos y que se sigan reproduciendo en esos espacios suyos, tan acosados por la fuerza destructiva del hombre, pero a la vez, tan vigorosos y difíciles de roer.

Caimanes, toninas, manatíes y tortugas fueron víctimas de una voraz devastación, a pesar de las vedas e interdictos. No sé cuántas toninas quedarán, si quedan. Lo cierto es que ellas llegaron al Orinoco para protegerse de los atuneros y al igual que la iguana y el mato de agua no quisieron retornar a su lugar de origen, que en su caso es el mar. Son numerosos los relatos de toninas salvando náufragos o pasando por Ciudad Bolívar para que mi amigo César Reyes Chacín las describiera un día y recordara el lomo verdoso y la cabeza picuda de esos extraordinarios delfines fluviales. La incuria seguramente ya acabó con ellas, como pudo haber acabado con los caimanes, ahora en proceso de recuperación que ojalá sea efectivo y permanente. Pero tengo dudas.

Me cuentan que este año casi no hubo sapoara en Angostura durante la feria de agosto. Además del régimen hidrológico que determina la cantidad de peces, el abuso de algunos pescadores influye, sin duda, en la escasez. Así, los irresponsables no esperan el tiempo natural y buscan a la emblemática sapoara en sus lugares de desove, como si el acto de pescarla no tuviese una temporada fija, determinada por el nivel del río. Pero me dicen algo más. La construcción de una avenida que hace algunos años se llevó por delante la Laja de la Sapoara, cuya pérdida no ha sido llorada debidamente por el pueblo de Bolívar, está pasando su costosa factura. Quitarle espacios a la naturaleza para dárselos a los vehículos (¡Oh tempora, oh mores!) es una las perversiones más dañinas que hemos cultivado con nuestro incurable afán de dominio. No quiero ser ominoso, pero algún día Amalivaca se habrá de desquitar con creces.

Proteger el Orinoco de manera integral es proteger su fauna y toda la vegetación que lo rodea. Y es también proteger a su gente, a sus comunidades y a las diversas etnias que lo habitan. Es proteger el paisaje y su cultura desde su nacimiento en Parima hasta su Delta prodigioso, vejado y ofendido por la barbarie presuntuosa del mercado. En su hermoso y espléndido libro “Pie de página”, el gran narrador deltano Humberto Mata recusa con dolor y rebeldía el cierre del caño Manamo y su conversión en un charco “aún inmenso para quienes no lo vieron cuando tenía vida”. Si nuestras políticas de “desarrollo económico” fuesen primero políticas culturales y no engreídos discursos de técnicos “civilizadores”, otro gallo cantaría. Tendríamos más lau lau (el más sabroso pez del universo mundo), más sapoara, más moriche, más sarrapia, más merey, más dulce de pomalaca, más Tucupita, más warao y sobre todo, más agua, preciado bien que muy pronto empezaremos a echar de menos en estas comarcas conquistadas por la incultura.

lunes, octubre 06, 2008

Repensar el turismo


Roberta había estado varios días en París y retornaba a Venezuela, al igual que nosotros. A Luisana y a mí nos tocó hacer con ella el trayecto hasta el aeropuerto “Charles de Gaulle” en un vehículo de la embajada venezolana. Sólo nos vimos en esa ocasión, pero una frase suya, una vez que tuvo el pase de abordo en las manos, dejó en nosotros una divertida resonancia. Hay frases que son una autobiografía. Creo que la que nos dijo Roberta esa mañana para despedirse rápido, es una de ellas: “Hasta luego, porque voy a hacer el ´shopping´ de mis padres”. Desde luego, la pinta y el bolso “Louis Vuitton” ya la delataban, pero nada como esa frase redonda, perfecta. Era la semiosis verbal en su apogeo. Era, en rigor, la redundancia confirmatoria de una tipología de viajero. La imaginamos enseguida entrando y saliendo de las tiendas uniformes del “Duty Free” para comprar los mismos perfumes que se encuentran en todos los aeropuertos, incluido el de Maiquetía. Como Roberta, legiones de turistas recorren el mundo para toparse con lo consabido, con su mercado de siempre y con la aburrida repetición de los estereotipos.

Contemplada por el turista, una pirámide no es una pirámide. Es una mercancía. Los viajeros amaestrados no son viajeros. Son espectadores. Afirmo lo anterior con más dolor que displicencia, porque sé que para muchas personas la posibilidad de viajar se reduce a aceptar la delimitada oferta de las empresas de turismo. Son muy pocos los que una vez aceptada la oferta logran salirse del libreto, cosa que recomiendo a todos los que pagan por ser prisioneros temporales de ese circuito. Pareciera que estamos condenados a seguir reforzando la triste y monótona manera de viajar que ha hecho del turismo una peste y no una forma de cultura. Hasta quienes hablan de cambios radicales y hacen cuestionamientos severos al capitalismo, a la hora de afrontar el tema, repiten el esquema elaborado por los supuestos propietarios del mismo: especialistas en turismo, operadores turísticos, etc. Podría apelar ahora a un famoso lugar común intercambiable y quedarme ahí: “el turismo es algo demasiado serio para dejarlo en manos de los turistólogos”, pero pienso que hay posibilidades de autocrítica en el medio y a ella recurro para compartir estas reflexiones.

Acaba de concluir la Feria Internacional de Turismo (Fitven 2008) en Puerto Ordaz. No puedo opinar sobre la misma porque no estuve allí, pero espero que haya servido no sólo para obtener resultados concretos en las llamadas “ruedas de negocio”, sino sobre todo para comprometer aún más al Estado venezolano en una política de turismo basada en lo que el presidente denominó “turismo humanístico”. En pocas palabras, espero que haya comenzado a repensarse el turismo y a marcarse un deslinde conceptual y práctico con el modo en que hasta ahora hemos venido trabajándolo. Además del importante tema ambiental (tratado en la Fitven), quienes laboran en el área deberían recordar una verdad contundente: el turismo no sólo tiene impacto en el ambiente, lo tiene también (y hasta con peores consecuencias) en la cultura. Reducir las tradiciones, las costumbres, la gastronomía, la historia y la vida cotidiana a un parque temático es incurrir en una depredación cultural, tan nefasta como la depredación de la naturaleza. Continuar formulando políticas de turismo sin tomar en cuenta la rica diversidad de nuestras regiones (y no de las entidades estadales), nos lleva, no sólo a calcar el falaz mapa que inventaron los caudillos del siglo XIX, sino a continuar invisibilizando nuestras culturas. Eso hemos venido haciendo de manera inalterada. Abrigo la esperanza de que en el Ministerio del Poder Popular para el Turismo se haya dado comienzo a un vigoroso cambio de rumbo, a contracorriente del interés ideológico y mercantil de quienes hasta ahora han manejado el negocio turístico, elaborado su discurso banal y pseudotécnico y socavado con su acción el patrimonio natural y cultural de nuestros pueblos.

Enrique Bernardo Núñez, quien sí sabía de estas cosas, escribió alguna vez que “los venezolanos debemos descubrir de nuevo los cielos y la tierra”. Creo que esa frase podría servir para alentar una nueva política del turismo en Venezuela, una política que promueva un genuino acercamiento a nuestros paisajes, como si los estuviéramos mirando por vez primera y no con los empañados e interesados lentes de algún adalid de la “industria turística”; una política, en fin, que articule la labor de todos los sectores con responsabilidades en educación y cultura, y no sólo con quienes pertenecen al impersonal reino del mercado.

lunes, septiembre 29, 2008

...y hojitas de laurel


Mercé Rodoreda

La escritora revisa cuidadosamente sus papeles. Lee lo escrito la noche anterior y percibe que ya sus personajes andan sueltos y actuando por sí mismos. Se han hecho dueños de la novela y la narradora sonríe complacida porque se está cumpliendo su objetivo de darles vida propia. Lee de nuevo y siente que también le ha otorgado relieve a las palabras, diciendo de la manera más simple las cosas esenciales. Eso se llama escribir bien. Por eso ahora la escritora vuelve a sonreír y se va satisfecha a la cocina.

La cocina está también en su novela, en esa novela que está escribiendo con fruición después de varios años sin escribir nada y que es la historia parsimoniosa de una familia y de su casa. Bien. La escritora ya llegó a la cocina donde todo brilla, donde todo está impecable, pero vivo. No es una cocina aséptica como la que Rosario Castellanos describe en Album de familia y en la que la inepcia culinaria de una recién casada termina chamuscando la carne del almuerzo. Esta es la cocina de Armanda, la noble cocinera que tiene todo en orden y que sabe cómo afrontar la complicada preparación de las comidas en una casa donde cada uno tiene sus manías y preferencias. La señora Teresa ha pasado temporadas enteras comiendo carne a la parrilla con papas fritas. El señorito se desvive por los sesos a la romana y la señorita exige raciones diarias de langostinos y langostas, mientras que Ramón no puede vivir sin el caldo de gallina. Hoy la cosa será más simple. Todos comerán “un arroz que sabrá a gloria”. En este instante una de las muchachas se percata de que el tarro del laurel está vacío y sale al jardín a buscar unas hojas…

Dejo hasta aquí la escena. Lo que viene lo pueden leer ustedes en la novela. Entretanto, la escritora espera por el arroz con langostinos, tomate y hojitas de laurel. El laurel es la clave del plato y de la historia que ella está contando. Recuerda que un rayo partió la rama madre del laurel y que esa mutilación lo hizo más frondoso y siempre hubo abundante laurel para los callos, para los asados, para las sopas, para el pescado. El laurel está en la memoria de la escritora que hoy espera por el almuerzo en la antecocina donde se guardan los cubiertos de plata de las bodas de Teresa. Y está en nosotros y con gracia permanece en una vieja canción infantil a la que alude el título de esta nota y que todos recordamos cuando hay pollos en la cazuela.

La escritora se llama bellamente Mercé Rodoreda y nació en Barcelona en 1908. Fue una de las más grandes novelistas europeas del siglo XX. Murió en Gerona el año 1983. La novela que he referido se titula Espejo roto y es una maravilla que recomiendo a todos. Celebrada por libros espléndidos como La plaza del Diamante y La calle Camelias, Mercé Rodoreda cultivó con excelencia el fabuloso arte de la crónica. Siguiéndola recorrí algunas de sus calles amadas. Así, visité Camelias con sus ojos para buscar al joven que fui alguna vez en esa misma calle.
Escribir bien es muy difícil. Ella lo logró porque supo escuchar las voces de su casa y de la calle y porque escribió con el alma, con las imágenes genuinas de su barrio de Gracia y porque amó las flores y supo ver “la inmovilidad salvaje de los caballos de Paolo Uccello”.

lunes, septiembre 22, 2008

¡Bailen bailen, bailadores!

Bailadores, Estado Mérida

Conocía todos los caminos de los Andes venezolanos, así como cada uno de sus pueblos. Gran parte de su vida fue un viaje permanente por esas tierras, a las que llegó un día a mediados de los cuarenta y las adhirió a su alma para siempre. Se hizo tachirense, merideño y trujillano antes de que existiera la Panamericana, usando la noble Trasandina o los caminos de las recuas muleras. No hubo rincón que escapara a su oficio de viajero o a su curiosidad de tal. Poco a poco, como debe ser, fue consustanciándose con todos los paisajes encontrados a su paso. Y en el paisaje estaban no sólo las montañas, las lagunas y los frailejones, sino también y sobre todo, las personas con sus palabras, sus usos y costumbres, sus historias. Tuvo amigos en las siete colinas y en los diversos lugares que su trashumancia profesional le deparaba. Cultivó silenciosamente su jardín de viajero desde que en 1946 llegó al Hotel Bristol de Valera, para adentrarse después durante casi dos meses en los pueblos de los tres Estados andinos. De esa época es su visión inolvidable de Boconó, de Timotes, de Mérida, de Tovar, de Bailadores, de La Grita, de San Cristóbal, de una geografía, en fin, que se le fue metiendo por sus grandes ojos verdes.

El páramo de La Negra fue la apoteosis de su deslumbramiento. Me lo recordó un día que fuimos juntos a Bailadores, bellísimo pueblo situado entre Tovar y dicho páramo. Fue una de las contadas ocasiones en que tuve la suerte de ser compañero de viaje del viajero eterno, a quien he recordado hoy con la excusa de que recomendaré de inmediato un libro que se refiere, entre otras cosas, a la cocina de Bailadores. En realidad es que no puedo nunca decir Bailadores sin traer a la memoria la imagen de mi padre.

El azar concurrente quiso que fuese el cronista de la ciudad donde mi padre nació quien me diera noticias de Estampas del Bailadores de antaño (El Perro y la Rana, Caracas, 2006). En efecto, Taylor Rodríguez, acucioso cronista de Cabudare, me habló de él con emoción hace unos meses. No transcurrió una semana sin que tuviera un ejemplar en mis manos y comprobara que tenía razón mi amigo Taylor: se trata de un libro delicioso. Leerlo fue para mí volver a viajar con mi padre y pasear por la calle 10 para rendirle homenaje a la Igualdad y compartir más de trescientas anécdotas que cuentan la vida cotidiana de Bailadores a través del tiempo. Pero el libro es algo más que un anecdotario. Es un ejemplo magistral de crónica de pueblo, hecha con las voces del pueblo. Sencilla, auténtica, amorosa. Diversas personas aparecen en sus páginas para mostrar su visión de la comarca entrañable. Su autor, José Parada, quien nació en Bailadores hace cuarenta años, concluye su libro con dos aportes específicos al patrimonio cultural venezolano. Uno es un glosario popular. El otro es nada menos que un recetario de Bailadores, elaborado por su madre, María Imelda Ramírez de Parada. En ese recetario, en el que no falta la hallaca con garbanzos, hay dos platos con arvejas. Uno de ellos es el cuchute, que copio de seguidas para ustedes:

El Cuchute

Ingredientes: arveja dura, huevos, cilantro, cebollín, perejil, sal.

Preparación: Se tuestan las arvejas y luego se pasan por la máquina de moler para resquebrajarlas un poco y así poder quitarles la concha. Se limpian y entonces sí se muelen debidamente. Se pone a calentar agua según el número de personas. Al polvo resultante de la molienda se agrega agua en una cantidad razonable (no mucha), sin dejar de mover la mezcla. El caldo no debe resultar espeso. Agréguese luego cebollín, cilantro, perejil y antes servir se agregan trozos de tortilla para darle buen gusto. Al cuchute hay que dejarlo cocinar por lo menos media hora. Sal al gusto.

lunes, septiembre 15, 2008

Memoria del Da Sandra y de su pasta


No exagero si afirmo que en Caracas hubo una vez un restaurante espléndido que se aproximó al inasible estado de gracia y que alcanzó, a fuerza de sencillez y honestidad, la difícil adhesión de todos los amantes de la pasta. Hablo de los años ochenta, sobre todo, cuando aún podíamos citarnos en el Gran Café de Sabana Grande e irnos después a almorzar en algún lugar aledaño, no sin haber pasado antes por la librería Suma para saludar a Raúl y a Julia y enterarnos de las novedades. Eran los tiempos en que nuestra capital se preciaba de serlo también de la cocina pública, aunque el viernes negro ya hubiera hecho de las suyas. Y fue, precisamente por sus estragos, que se buscó refugio en las mesas modestas de la “cucina casalinga” o en el placer sublime de la pasta al dente. Hablo de una alta condición, otrora, en el reino de los manteles sobrios, de la atención puntual y de la comida sabrosa y consistente. Hablo, por supuesto, de Da Sandra.
Entre los tesoros entrañables que nuestra memoria preserva, aparte de los buenos versos que afloran cuando uno menos los busca (en el párrafo anterior se me escapó, por cierto, uno de Saint-John Perse), sobresalen airosos los de la buena mesa. A veces es sólo un plato de verduras cocidas al punto y que sabían a gloria en un apartamento de Clot en Barcelona, un lenguado con una bearnesa que alcanzó la perfección un domingo en Arca del Valle o unas arepas rellenas de carne esmechada aparecidas de improviso en la casa de Olivia y que hoy recuerdo como ejemplo de máximo disfrute. A veces es también un restaurante. Así, nunca agradeceremos lo suficiente a Sandra Gullo por su inolvidable bistró de la Solano López caraqueña. Allí comí la mejor pasta del mundo y conocí una salsa portentosa que la dueña bautizó con el nombre de su nieto: William. Allí, Alfredo, Gonzalo y yo conversamos interminablemente de poetas españoles. Allí le escuché a Juan Nuño hablar con inmenso afecto de Alejandro Rossi, así como una anécdota de Octavio Paz que dejo para otra ocasión. Allí compartíamos sabores y algunos como yo, oíamos saberes.

La semana pasada, al concluir la nota sobre el ají dulce, me percaté de que faltaba algo. Poco después lo supe. Faltaba nada menos que la salsa Isabelita de la signora Sandra, una salsa sabia y delicada que podríamos apuntar como uno de los mejores homenajes que alguien le haya hecho al ají dulce. Una vez probada, envicia. La adicción obligó a Cuchi a elaborarla en casa para compensar de alguna manera el vacío que nos dejó la gran cocinera italiana el día que decidió volver a su país. Cerró Da Sandra. Parece que no fue ayer, sino hace un siglo. Por un tiempo el gran Sergio, en Barquisimeto, mitigó para nosotros la pérdida. Pero también Sergio cerró su pequeño restaurante. Nos queda la memoria y algunas buenas recetas que recogió Sandra en un libro valiosísimo, una de las cuales transcribo ahora para disculparme con ustedes por este desahogo:

TALLATELLE SALSA ISABELITA

(para seis personas)

Ingredientes: 100 gramos de tocino/ ½ kilo de ají dulce/ 1 cebolla/ ¼ de aceite/ 2 tomates/ 2 cucharadas de cilantro/ 1 cucharada de salsa al pesto/ ¼ litro de crema de cocina/ Parmesano rallado/ Sal y pimienta al gusto.

Preparación: Triturar el tocino, los ajíes, la cebolla, los tomates y el cilantro. Sofreír todo en aceite. Una vez sofrito, agregar la crema de cocina y dejar evaporar un poco. Al final, añadir la cucharada de salsa al pesto. Agregar sal y pimienta al gusto y parmesano rallado al momento de servir. Como pasta se recomienda “tallatelle” u otra pasta, pero siempre “al dente”.

lunes, septiembre 08, 2008

Ají dulce para todo(s)


Haber alcanzado a su favor la adhesión unánime es algo que en Venezuela sólo podría exhibir con certeza el ají dulce. Puestos a encontrar un sabor común a nuestras diversas expresiones gastronómicas, solemos invocar sin mayores vacilaciones el del ají dulce, presente en numerosas preparaciones culinarias del país. Ser parte fundamental del sofrito le otorga, sin duda, una figuración básica que se amplía al ser empleado también como ingrediente particular de muchos potajes, salsas y guisos, so pena de ser considerados desabridos por el acostumbrado paladar venezolano.


Si alguna vez el ají dulce fue un secreto de nuestra cocina, lo fue a voces. En viejos y nuevos recetarios se da cuenta de su indispensable aporte a la gastronomía de estas tierras, para no referirnos a la tradición casera que hace casi siempre su trabajo de un modo silencioso y permanente. Claro, ahora hablamos y escribimos más de cocina y podría dar la impresión de que la constatación de su uso (y lo plural del mismo) es reciente. Una vieja verdad cultural nos revela lo contrario. El ají dulce, regalo de los dioses americanos, es en Venezuela un prodigio compartido desde hace mucho tiempo. Otra cosa es que algunos hayan descuidado nuestras tradiciones y sea en este momento en que caigan en cuenta de la riqueza y sabrosura de las sazones criollas. Enhorabuena, entre otras cosas, porque se ha estado produciendo un desarrollo gastronómico del producto que incrementa su aprovechamiento.


Al emprender una relación de platos del oriente de Venezuela, el inagotable Alfredo Armas Alfonso se fue topando con el ají dulce en casi todos. Así, el imprescindible hervido o sancocho de cabeza de mero debe llevar “ají dulce en abundancia”, al igual que el calalú de Güiria o el arroz con pollo de toda esa zona del país, “bien onotado y abundante de ají dulce”. Y no podía ser de otra manera. Es en el oriente (en Margarita, en Monagas y en Sucre) donde encontramos, precisamente, el ají dulce más gustoso de Venezuela, sin dejar de contar con el picante, aditamento esencial del ajicero que podemos conseguir en el mercado frente al Manzanares. Llegó a decir Armas Alfonso que para “comprender y asimilar el alma de un pueblo complejo pero de afirmada personalidad” como el oriental, debemos probar y conocer sus ajíes.


Germán Carrera Damas, en esa especie de autobiografía gastronómica que es su delicioso “Elogio de la gula”, nos da una copiosa información acerca de la cocina cumanesa, insertando recetas en las cuales el ají dulce no podía faltar. Carrera lo combina en el sofrito con el chirel para darle el toque de picardia oriental que llevan por el mundo los oriundos de esa tierra.


Por su parte, Angel Félix Gómez, autor de uno de los más bellos y mejores libros de cocina regional en Venezuela, afirma que el ají dulce es “el condimento por excelencia de la cocina margariteña” y pone en duda la existencia de alguna receta que no lo tenga entre sus ingredientes. Podemos leer en su libro esta frase: “En todas las casas de la isla había una mata de ají dulce”. Después inserta un lamento: hoy en día el fruto alcanza “precios prohibitivos”. El autor de “Historia y antología de la cocina margariteña” condensa en pocas líneas la fuerza de una cultura, pero también sus pérdidas (en este caso, la del huerto familiar).


Después de mencionado el libro de Gómez, lleno de excelentes recetas, no puedo dejar de compartir alguna de ellas. Escojo la del chivo guisado:

CHIVO GUISADO.


Ingredientes: 1 1/2 kgs de chivo/ 1 tomate grande/ 3 cebollas medianas o 2 grandes/ 5 ajíes dulces/ ½ pimentón rojo/ Cebollín/ 1 cabeza de ajo/ Sal, vinagre y pimienta al gusto/ Laurel, una hoja.


Se sazona el chivo picado en trozos medianos con la sal, pimienta y vinagre. Se deja en reposo por una hora. Se sofríen los aliños bien picaditos en aceite achotado. Se le agrega el chivo junto con la hoja de laurel, se tapa y se deja sudar. Se le agregan 2 tazas de agua y se deja a fuego lento hasta que la salsa espese. Se acompaña con arroz blando.

lunes, septiembre 01, 2008

Pequeña crónica de Albarico

Gilberto Antolínez

1. Escribo al amanecer y las imágenes que me llegan son las del sueño que tuve o que creo haber tenido hace unos minutos. Son las mismas imágenes de la lectura de anoche. Así, una ceremonia mágica descrita por Gilberto Antolínez gravita intacta sobre esta página en blanco.

Ya el río Yaracuy se cubrió de yaguaras y maporas y se va alejando de Tinajas rumbo al Golfo Triste. Monseñor Mariano Martí no tuvo tiempo de echarle malos ojos a todas las brujas del pueblo y acá está una, oficiando serena. Toma en este instante una rama de turiara morada y la sacude. Se prepara para liberar de sombra y espanto el cuerpo y el alma de su “protegido”, a quien le jugaron una “mano” otras hechiceras de Albarico. La ceremonia ha comenzado. Un puñado de almendras de cacao es derramado sobre una batea de palo. Se le agregan la sangre de una cazuela y el puñado de cabellos del “perjudicado”. Lo demás lo harán la oración, el rezongo, el tabaco, el licor de palma, la estirada en el suelo, los brazos en cruz y las voces de los espíritus que vienen desde la montaña de Buría y del pico Tucuragua. No sabe la liberta Basilisa que esta vez no podrá con el poder de sus colegas. Pocas horas después su cuerpo se estirará tan largo como es y su “protegido” yacerá muerto en su hermoso lecho de gateado. Sonarán las campanas del otro culto, el de los misioneros, y en ese instante alguien dirá esta vieja copla yaracuyana:

“Dios me libre de la peste
de lechina y sarampión,
de las negras de Albarico
y los brujos de Morón”.

Entre las palmeras, hacia el norte, buscando la serranía del Tigre, se van celebrando los mandingas.

2. Las imágenes de Antolínez pudieron generarme algún “terror pánico”, como él mismo escribe, pero me llevaron más bien hacia un bello y generoso libro de León Trujillo. No conozco nada mejor como crónica de pueblo yaracuyano que ese portento de la historia local que se llama Biografía de Albarico. Abro sus páginas y me encuentro de nuevo con la figura ejemplar del andaluz Fray Marcelino de San Vicente, adalid de la actividad misionera en el Yaracuy, fundador de San Francisco Javier de Aguas de Culebra y de Nuestra Señora de la Caridad de Tinajas. Esta última población se llama hoy en día Albarico, por el esplendor de las palmeras del mismo nombre. Antaño fue tierra de cacao y sus extensiones compartidas por la diversidad étnica y cultural de sus habitantes. Ese lugar fue en la época de la Provincia de Venezuela la segunda zona de producción cacaotera, gracias al trabajo de los indios guaricos traídos del Apure por Fray Marcelino, y sobre todo, de los negros bosales y ladinos, de presencia predominante en el bajo Yaracuy. Hoy en día, los herederos de esos fundadores siguen acumulando cuentas por cobrarle al monocultivo. Del cacao pasaron a la caña, siempre en condiciones inhumanas. Rodeado de grandes haciendas de caña, al pueblo albariqueño, como dijo alguna vez León Trujillo, “no le queda ni para hacer un guarapo porque le pagan muy poco”. Hacerle justicia histórica a los albariqueños incluye también el imperativo cultural de conocer y enriquecer su memoria.

3. Los dos más importantes educadores del Yaracuy nacieron en Albarico. A ellos dedicó León Trujillo un capítulo del libro mencionado. Me refiero, por supuesto, a Trinidad Figueira y a Luisa de Morales. Basta la mención de sus nombres para exigir el compromiso del ámbito educativo actual con la inaplazable tarea de rescatar escuelas y liceos como centros de la cultura. Cita Trujillo un diálogo con Doña Luisa donde ella se adelanta en muchas décadas a autores tan actuales como Jacques Ranciére. En 1936 dijo la gran albariqueña algo que hoy parece de Perogrullo, pero no lo es aún, por desgracia: “Muchos niños aprenden solos, otros con la ayuda del maestro y la mayoría a pesar de los maestros” .

El sabor de esta mañana es el de un sabroso jugo que extraigo de la sonora tautología que forman los ilustres apellidos de Doña Luisa: Mora de Morales. Brindemos por su memoria y por Albarico.

lunes, agosto 25, 2008

Mi Buenos Aires querible

María Kodama en la Casa de la Cultura de Buenos Aires el 24 de agosto del 2008

Cuchi y Martín en La Cabrera. En la pared, el plato referido.


Caminamos por Buenos Aires y nos demoramos borgeanamente leyendo los anuncios y viendo algunas vidrieras que informan sobre rebajas ostensibles. Contemplamos las viejas fachadas de Florida y disfrutamos en la esquina de la Diagonal Sáenz Peña de los preparativos de una filmación. Curiosos, Cuchi y yo nos quedamos un rato para ver qué pasa con tanta policía y con tantos bomberos movilizados para la escena que de un momento a otro tendrá lugar allí. Todo parece indicar que se filmará un intento de suicidio. Alguien se lanzará desde el último piso de un edificio que posee un lejano aire con el neoyorquino Dakota. Nos quedará la duda de la escena porque no podemos esperar demasiado y el director y su asistente no han encontrado todavía la ubicación precisa para el encuadre exacto de la cámara. Así que seguimos por Florida, que en este tramo se llama Perú y encontramos la cortazariana esquina del London. Tomamos hacia la izquierda y seguimos hacia nuestro cercano destino en la Avenida de Mayo: la Casa de la Cultura, ubicada en el antiguo edificio del diario La Prensa. Llegamos justo a tiempo. El acto está apenas comenzando. Buscamos sitio al fondo del Salón Dorado cuando ya el intendente Macri presenta su saludo y cede la palabra a los invitados. Entre ellos sobresale María Kodama. Resulta que hoy es 24 de agosto y Borges estaría cumpliendo 109 años. Con tal motivo, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decretó el Día del Lector y convocó a la viuda del más grande escritor argentino para celebrarlo. También están allí Santiago Kovadloff y Marcos Aguinis, quienes hablarán de la lectura. Antes de ellos lo hace Hernán Lombardi, ministro de Cultura de la ciudad, quien se refiere al programa “Mi Buenos Aires querible”, una propuesta consistente en darle vida al patrimonio cultural de la capital argentina y convertirlo en un espacio abierto a todo el mundo. Aguinis y Kovadloff tienen breves y jugosas iantervenciones. Retengo del primero su reconocimiento a las viejas Bibliotecas Populares y del segundo su metáfora del lector como un mapa de cicatrices que van dejando los muchos libros devorados. María Kodama lee ahora con suavidad increíble unas páginas sobre Borges y la lectura y concluye con el poema “Junio, 1968” diciéndonos bellamente: “Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica”. Salimos de allí renovados de fe borgeana y admirando el bello techo de la casa.



Habíamos quedado con Martín en vernos a la una y media en el Tortoni y la cita se dio con puntualidad. Estuvimos pocos minutos en ese templo de las confiterías porteñas, hoy atiborrado de turistas que hacen cola para entrar. Jamón crudo, ensalada rusa y sidra fue nuestro rápido consumo, preservándonos para un buen almuerzo en Palermo. Nos fuimos a pie hasta San Telmo para buscar el regalo sorpresa que Martín le había comprado el día anterior a Olivia y nos deleitamos nuevamente con esa tienda maravillosa que es “Cualquier verdura”. Tomamos un taxi y partimos directo hacia nuestro preciado cometido dominical: el restaurante La Cabrera.




Arribo ahora al centro inefable de la crónica, que por razones de espacio será también su final. Ninguno de los tres (Martín, Cuchi y yo) habíamos comido tan bien en Buenos Aires como lo hicimos ayer en ese lugar prodigioso de la calle Cabrera de Palermo. Un bife de chorizo y una entraña imposible de describir por su sabor y suavidad, acompañados de innumerables contornos, todos exquisitos (escalonias en vino, ajos confitados, espárragos salteados, puré de papas, puré de auyama, etc.), en un ambiente gratísimo donde la atención esmerada y cordial es otra de las notas resaltantes. El azar concurrente nos tenía deparada una sorpresa más en La Cabrera. Detrás de Cuchi y de Martín, colgaba un plato en la pared. Era un recuerdo de dos venezolanos que habían pasado por allí: Sumito Estévez y María Fernanda Di Giacobbe, con quienes ahora compartimos la memoria de un entrañable lugar de mi Buenos Aires querible.

lunes, agosto 18, 2008

Pequeña crónica carioca


Manoel Moletta, Biscuter y Jaime Aparicio en la Academia de la cachaça

La semana antepasada en el famoso bar Jobi de Río de Janeiro, comiendo boliños de bacalao y bebiendo chopes bien fríos, Jaime Aparicio y yo percibimos de pronto que estábamos traicionando a nuestro amigo Manoel Moletta. Un volante informativo encontrado en nuestra mesa nos enteró de la reñida competencia que en estos días se está dando entre los mejores “botecos” de la Ciudad Maravillosa. Por supuesto, tanto el Jobi como el Bracarense están en la disputa, por ser los más eximios bares de Leblón. Se trata de elegir al “rey de los botecos” de Río y Jaime y yo sentimos que no podíamos seguir allí. Por adhesión y solidaridad con nuestro amigo pedimos la cuenta y caminamos unas pocas cuadras para tratar de instalarnos en el “sancta sanctorum” de sus recorridos: el Bracarense. Y menos mal que eso hicimos, pues a los pocos minutos, mientras Jaime y yo esperábamos mesa, llegó Manoel, quien dispone siempre de algún lugar aunque el célebre local de la calle Linhares esté repleto. Dicha ventaja la posee Maneco por pertenecer al Consejo Regional de Frecuentadores de Bares y, por supuesto, por ser la simpatía en persona. Le referimos nuestra involuntaria infidelidad y nos respondió con una de sus frases predilectas: “¡Fue una locura!” y para festejar la oportuna rectificación ordenó boliños de camarón. Debo decir que esas bolitas de camarón son las mejores del mundo. Nada las iguala. Le añadimos picante para disfrutarlas más, mientras Manoel pedía que nos sirvieran también carne seca encebollada, plato que es, sin duda, una de las delicias de la gastronomía brasileña. La cebolla consigue equilibrar la sal de la carne y lo demás lo hace el poquito de farofa que Manoel suele añadirle.

Después de esa incursión no tuvimos duda. Nuestro guía y amigo tenía razón. Nada como los manjares que prepara Alayde Carneiro, la legendaria cocinera del Bracarense. Me contó Paulo Roberto, chofer oficial de algunos miembros del Comité Jurídico Interamericano, que hace cierto tiempo la presión del público obligó a los dueños del boteco a aumentarle el sueldo a Alayde, quien anunció su renuncia por considerarse en ese entonces mal remunerada. Asustados por la posible caída del establecimiento, los propietarios del mismo cedieron ante el pedimento de la insigne cocinera, como debe ser. El más grande bohemio vivo de Río de Janeiro, Jaguar, escribió una vez que “Ir a Río y no probar los platos de Alayde es lo mismo que ir a Roma y no ver al Papa”. Sobreviviente a la avalancha de turistas, el Bracarense es nuestro rey de los botecos y Alayde la papisa de las cocineras cariocas. Así escribimos Jaime y yo en nuestros votos en el momento de consignarlos ante la nada imparcial mirada de Moletta.

El sábado siguiente Manoel nos tenía preparada una emboscada en la Academia de la cachaça. La ritual feijoada de ese día tuvimos ocasión de comerla en ese otro sitio emblemático de Leblón. Iniciamos la liturgia con caldo de feijao, un poco salado para mi gusto, pero muy conveniente como preparación del cuerpo para la faena que apenas comenzaba. Después llegó el gran plato del Brasil, que a nosotros, comedores de caraotas negras y de diversas carnes, nos seduce, pero también nos asombra por la sabia presencia de la naranja. Abundante, bien combinada y multiétnica, la feijoada atraviesa todas las culturas del país y la comen tanto en la “casa grande” como en la “senzala”, donde seguramente se compuso la primera feijoada “in illo tempore”. El postre fue una especie de torta de queso caliente con guayaba de la que se abstuvo el ya extenuado Jaime, pero que gozó de la voracidad de Maneco y de mi gula.

Lo demás fue caminar por Leblón cuando la tarde caía y comprar un libro de Mario Quintana en la Da Conde.

lunes, agosto 11, 2008

Del romesco, la calçotada y otras maravillas

En alguna ocasión hablé acá de la calçotada y de la salsa romesco, ya no recuerdo si para elogiar este portento de salsa o simplemente para aclarar la confusión de alguien en relación con los calçots. Lo cierto es que me gustaría hacerlo de nuevo porque me acaba de decir Cuchi que estaba preparando una calçotada. Venir a decírmelo a mí que estoy a muchos kilómetros de Barquisimeto y no puedo disfrutar de esa fiesta casera de los calçots y del romesco, es una crueldad que no logra disminuir ni la sabrosa feijoada que disfruté el sábado pasado en compañía de Jaime Aparicio y Manoel Moletta en la Academia de la Cachaza de esta Cidade Maravilhosa donde trabajo por unos días. Y es que me gusta hasta la desmesura ese invento culinario catalán que según algunos se lo debemos a un payés que descubrió el calçot a finales del siglo XIX y lo produjo “a manta”, por decirlo con una expresión que me encantaba de mis ya remotos tiempos barceloneses (“Lo mío es el cachondeo a manta”, decía mi amigo Joan Queralt).

Como siempre he creído que Alfonso Reyes tiene razón en aquello de que es preferible repetirse que autocitarse, no me importa hacerlo en esta ocasión. Así que ahí vamos.

Cuchi, diestra en la elaboración de la salsa romesco, suele proveerse de excelentes cebollines (¡ojo, nunca ajoporro!) para preparar sus calçotadas formidables. El calçot fue llamado por Manuel Vázquez Montalbán “cebolla dulce obtenida por el desarrollo de los brotes de una cebolla vieja”. Si tienen a mano algún libro de cocina donde diga “ajoporro” corrijan de inmediato. Es un error, seguramente debido a algún lapsus o a un descuido explicable, dado el parecido de los productos. Si estamos en Venezuela y queremos hacer “calçotada”, (no “calçots”) lo importante es disponer de muchos cebollines y colocarlos a la brasa, con las hojas fuera de la parrilla. Lo demás es nada menos que tener hecha la salsa. Cuchi usa la romesco, muchas veces en su heterodoxa versión criolla. En lugar de avellanas o almendras emplea merey tostado, ese tesoro de Guayana y de buena parte del oriente venezolano. También se ha atrevido a sustituir el pimentón por el noble y legendario ají dulce. Ni le va ni le viene que el resultado sea una salsa venezolana pariente del romesco y no romesco propiamente dicho. El asunto está en disfrutarla por haber respetado principios básicos de armonía y combinación. Doy fe de que literalmente con la calçotada de Cuchi los comensales se chupan los dedos.

Sé que hay otra salsa catalana que acompaña a los calçots a la brasa. Es la “salvitxada”, también una derivación del romesco. Pero hoy prefiero volver sobre nuestra vieja romesco de Arca del Valle, tomada de esa joya de la literatura gastronómica que famosamente se llama “Cuando sólo nos queda la comida”, escrita por San Xavier Domingo. He aquí su receta:

“Se pone a macerar durante un día un pimiento seco, de ésos que llaman nyoras, en vinagre y laurel. Al día siguiente, se pica todo hasta hacer una pasta. Se fríen o asan ajos y tomates pelados y, una vez finamente picados, se mezclan con lo anterior removiéndolo todo en un mortero. Se añade sal y pimienta, y si se desea más fino, se pasa por el colador exprimiendo bien el jugo”. De no conseguir pimientos secos, digo yo, usen frescos. Agruéguenle alguna rebanada de pan viejo y almendras tostadas y vayamos comenzando nuestra propia versión. Buen provecho.

lunes, agosto 04, 2008

La diversidad gastronómica de Venezuela

Ramón David León

Hace poco hice referencia al amor por los pescados de diversas poblaciones venezolanas, para demostrar la variedad de nuestra cocina y la falsedad de ciertos tópicos que solemos repetir como certezas, a propósito de un pertinente artículo de Sumito Estévez en el que mencionaba ciertas listas de platos “venezolanos” en las que suele omitirse el pescado, como si este regalo de nuestro mar y de nuestros ríos no formase parte de la cultura alimentaria de importantes regiones del país. Hoy quiero volver brevemente sobre el tema.

La tendencia a la tipicidad excluyente es una vieja práctica de quienes no admiten lo diverso y prefieren la comodidad de los estereotipos. De ese modo se llega dictaminar sobre una “cocina venezolana” con características y platos determinados y únicos. Siempre he creído que Cuchi Morales, cocinera e investigadora, tiene razón cuando afirma que no hay una cocina venezolana, sino varias cocinas venezolanas, aludiendo básicamente a lo que ella llama “tradicional” (un saber colectivo que se transmite a lo largo del tiempo). Sostiene que esa pluralidad, en lugar de constituir un problema, es una riqueza que deberíamos aprovechar para promover el valor de lo diverso y conocernos mejor como pueblo. Sin embargo, también está consciente de la inmensa ignorancia que tenemos sobre ella. En su lugar se ha erigido una visión limitada, parcial, etnocéntrica y urbana que ha impedido hasta ahora el conocimiento verdadero de nuestras cocinas. Por ese motivo, lo que se impone de inmediato es una labor de exploración y difusión para contrarrestar tantos años de desidia, por decirlo con cierta candidez. Y, por supuesto, una firme resistencia ante la avalancha de un “mundo gourmet” que pretende imponer una suerte de “desneylandia” culinaria en nombre de la “innovación” y del “arte”, así como de verdaderos afanes crematísticos.

Si alguien emprendiera hoy en día la realización de una geografía gastronómica del país, que emulase el gran trabajo de Ramón David León, estoy seguro de que se separaría de él en un aspecto fundamental: no recorrería estado por estado, sino región por región, partiendo de hipótesis modificables por la realidad. El mapa de las cocinas venezolanas no es un mapa político-territorial, sino un mapa de las culturas gastronómicas del país y, como se sabe, éstas ocupan lugares que no se corresponden con la cartografía. Seguramente hay estados en los que coexisten varias cocinas, así como varias cocinas que ocupan espacios no colindantes. Así, la región de Paria sería un lugar específico, diferente al de otros del mismo Estado Sucre y con nexos con El Callao, del Estado Bolívar. Así también, el sur de Falcón, casi todo Lara y alguna parte de Yaracuy conformarían una región, pasando por encima del hecho cartográfico, pero hermanados, entre otras cosas, por el chivo, el suero y el cocuy. Estoy seguro de que ese recorrido irá modificando hipótesis iniciales y aportando nuevos elementos que servirán para demostrar lo complicado que resulta el tema de la identificación de las cocinas. Se constatará, por ejemplo, que no toda la región andina cocina igual y que no todo el llano es carne seca. Descubrirnos de nuevo como región equinoccial y distinta, será también un logro de la comprensión gastronómica de Venezuela. Llegar a ella no será fácil. Es necesario deslastrarse de muchos dogmas y, sobre todo, comenzar a conocer nuestros lugares. Cuchi nos ha propuesto la relectura de Gallegos simplemente, sin preocuparnos si en sus obras hay o no referentes alimentarios. Esa propuesta apunta hacia un camino: la cultura como espejo del hombre y la naturaleza.

Desde luego, Cuchi admite que además de las cocinas tradicionales, existe una cocina pública en Venezuela que también debe considerarse, partiendo de una evidencia: la misma suele ser deudora de procedimientos y técnicas no precisamente venezolanos. Esto, por supuesto, no la descalifica, pero tampoco la autoriza a presentarse como la propia cocina venezolana, sólo por el hecho de que sea elaborada por chefs nacidos en nuestro país o sobre la base de productos nacionales. En tal sentido, celebro otro artículo reciente de Sumito en el que aludía con descarnada honestidad a este punto. Estimo que el camino es el de la interculturalidad gastronómica y no el de la imposición. Pero el camino también es el de la memoria, compatible con los cambios que la cultura y los tiempos van aportando piano piano, como debe ser.

lunes, julio 28, 2008

Pregúntaselo al mar, que el mar lo sabe

Rodaballo

Alvaro Cunqueiro


Así concluye un hermosísimo soneto de Juan Beroes que mi memoria ha intentado guardar. Para el poeta no hay mejor testigo universal de alegrías y tristezas íntimas o colectivas, que ese terrible e inocente espejo azul donde mueren los ríos y Afrodita nace esplendorosa. Pregruntémosle al mar por los misterios. Los conoce todos. Quien se pasa la vida contemplándolo y, a veces, interrogándolo un poco, será más sabio que nosotros, pobres habitantes de ciudades lejanas a la costa.

Hoy, con cierta morriña, he estado recordando a ese gran conocedor de los fantasmas marinos que se llamó Alvaro Cunqueiro. Fue uno de los pocos seres humanos capaces de dar respuestas acertadas acerca de los muchos misterios de la mar profunda. Se aproximó con gracia e inventiva a los reinos sumergidos y a los caminos secretos que atesora el mundo submarino. Nos regaló con su obra un enigmático universo. Y lo hizo en galego y en español desde su tierra mágica. Hoy lo convoco y reviso sus libros, a ver si encuentro respuesta a una extrañeza doméstica: por qué un día un rodaballo de la mar gallega llegó a manos de Cuchi en Barquisimeto. Recuerdo que estaba haciendo sus compras habituales (seguramente en el desaparecido Uniprec) y de pronto vio un pescado raro que le pareció fresco (y no “del pleistosceno”, donde suele ubicar ella la data de la oferta marina de nuestras limitadas pescaderías urbanas). El insólito hallazgo le fue vendido como lenguado, pero Cuchi sabía que no era tal. Al llegar a la casa lo observó bien y encontró su vivo retrato, con exactitud sorprendente y minuciosa, en el infalibe Libro Azul de su biblioteca, que contiene fotos de varios tipos de esa especie tan codiciada por los europeos. No tuvo duda alguna. Era rodaballo.

Cuenta Alvaro Cunqueiro que en ciertas ocasiones algunos peces viajeros modifican su ruta, pero no tanto como para alejarse de la hermosa Finesterre hasta el exuberante y cálido Caribe. ¿Qué pasó con nuestro rodaballo inusitado? Yo he venido desde hace algunos años conjeturando una posibilidad nada inverosímil. Pienso que ese rodaballo era nada menos que el protagonista de la enorme novela de Günter Grass, un rodaballo parlante que le confió a Cuchi algunas claves gastronómicas y quién sabe si otras enseñanzas. Se cansó de vagar y buscó refugio literario en otros mares y bajo otros cielos, pero el destino le tenía deparada una mesa discreta y sencilla en la Urbanización Nueva Segovia de Barquisimeto, frente al Valle del Turbio. ¿Qué conversaron Cuchi y el rodaballo antes de su cocción? Pienso que la obra de Günter Grass puede darme algunas pistas. El rodaballo, como se llama la novela, es una historia de la alimentación o mejor dicho, una historia completa de Alemania, que tiene, según los buenos lectores tedescos, el mejor comienzo de narración alguna en alemán. Recordemos algo que nos atañe: el libro se inicia con una referencia culinaria y gustativa. Su primera frase sólo dice esto: “Ilsebill rectificó de sal”. Y después vienen la historia, la crónica, la fantasía, los símbolos y el erotismo de una trama que no ha concluido todavía.

Nuestro rodaballo no quiso retornar. Fue consumido en nuestra mesa, con perejil, papas al vapor y una deliciosa salsa romesco. Desde entonces habita para siempre en nuestra memoria, sobre todo, en la de Cuchi.

Me pregunto, nos preguntamos una vez más: ¿por qué vino hasta acá ese rodaballo? ¿Era realmente el de Grass? Y una interrogante adicional, que es más bien una ilusión: ¿Vendrán algún día nuevos rodaballos?

Pregúntaselo al mar, que el mar lo sabe.