lunes, agosto 29, 2011

Cabello de ángel para la diosa fugitiva

Yolanda Oreamuno

Hostigar al “otro” es una bandera indeclinable de la mediocridad provinciana. Si algo no soporta la grisura cultural de ciertos lugares, es el insolente destello de la “diferencia”. Contra ella activará de manera automática la artillería de todas sus bajezas. Y es así, porque su objetivo será nada menos que el linchamiento de quienes -por distintos- desafían la tranquilidad de su “buena conciencia” y el lóbrego ritmo de sus tristes mezquindades.

La medianía no tolera el más mínimo acto de libertad intelectual que la cuestione, por más implícito y respetuoso que resulte ese cuestionamiento ético. Programados para defenderse, los “poderes” locales se confabulan casi espontáneamente, dejando a un lado sus querellas domésticas, con la finalidad de enfrentar juntos la enojosa “intromisión de lo nuevo”.  Cobardes, pero, sobre todo, infames, se escudan detrás de alguna barricada burocrática, para dar rienda suelta a sus impresentables temores, enconos o envidias. Estos trabucaires de segunda fila, se mueven en dos líneas. Mediante la primera, pugnan por invisibilizar la reconocible conducta creativa e innovadora de los “diferentes”. Por medio de la segunda, urden calumnias para “encochinarlos”.  Pero algo hay que no pueden, como diría Pere Gimferrer: escribir poesía. Y algo más irrefutable, dice uno: detener el tiempo que corre en su contra y a favor de lo “distinto”, cuando éste no se arredra,  y con temple natural,  espera a los destemplados de la comarca, con la muleta en la zurda y la frente en alto.   

He recordado estas oportunas enseñanzas de mi maestro Toto de Lima (a quien pertenece el tono de los párrafos anteriores), después de leer un libro que en verdad me ha conmovido. Me refiero a la más  reciente novela de Sergio Ramírez: La fugitiva. Son 310 diez páginas de voces femeninas sobre una mujer hostilizada por su entorno, de un modo feroz e inclemente. Tres de sus amigas cuentan la tragedia, cada una a su aire y basadas en su particular experiencia. Ellas también han tenido que habérselas con el mismo ambiente hostigante que expulsó a la amiga, pero  corriendo suertes distintas y, quizá, menos dolorosas. La historia es conocida por los costarricenses porque  está inspirada en la vida de Yolanda Oreamuno, una de las figuras más interesantes  de la literatura contemporánea que el resto de los latinoamericanos está por descubrir. Los nombres de Eunice Odio y de Chavela Vargas, también ticas y fugitivas como Yolanda, se encuentran indeleblemente adheridos a esta crónica magistral de Sergio Ramírez.  Así, una especie de alter ego de Chavela (la cantante Manuela Torres) cierra el libro con un monólogo fascinante donde se terminan de armar las piezas que integran el pavoroso periplo de Amanda Solano por este mundo  incapaz de comprenderla y horro de méritos para albergar su talento descomunal y su inimaginable belleza. La enigmática y alucinada poeta que en la novela tiene el nombre de Edith Mora y en cuya casa mexicana muere Amanda, posee los rasgos de la escritora Eunice Odio, a quien los venezolanos tuvimos la fortuna de conocer, gracias a Juan Liscano, primero en las páginas de su revista Zona Franca y un poco más tarde, en una muy buena antología publicada por Monte Avila. Ella también ha regresado con este libro estupendo de Sergio Ramírez.  

En las primeras páginas de la novela, una de las voces admirablemente transcritas por el excelente oído del autor, recuerda que Amanda no sólo era preciosa e inteligentísima, sino que también sabía coser y cocinar prodigios. Es la voz de Gloria Tinoco (alter ego de Vera Tinoco de Yglesias), quien le pregunta al autor si conoce el dulce de chiverri y se lamenta de no poder comerlo como antes lo hacía. El nombre que nosotros le damos a ese dulce mencionado por la amiga de Amanda, es el de cabello de ángel y me permite cerrar esta breve nota, porque su imagen se aviene a las mil maravillas con Yolanda Oreamuno, la diosa fugitiva de Costa Rica, cuya memoria terminó sobreviviendo secarrales y miserias.     

lunes, agosto 22, 2011

Emocionario de Paredes

Pedro Pablo Paredes

En primer plano hay un pavimento, sobre este pavimento se proyecta la luz. Si nos fijamos en él, vemos que ese pavimento era de ladrillos. Alzamos los ojos unos segundos y pensamos; recordamos: vemos los ladrillos rojos; los vemos brillantes por la acción de la limpieza; ¿no había, por delante, un sardinel también de ladrillos, pero donde estos estaban colocados de canto? Pensamos en esos ladrillos; pensamos en este sardinel: inevitablemente, vemos, también, un patio. Hacia uno de sus lados, un trozo de jardín; hacia el otro, la tierra desnuda. Sobre este patio cae el sol, o cae, en gruesos chorros, el agua de la lluvia que acopia el tejado. Tornamos los ojos a la fotografía. Al fondo se alza, del todo oscura ya, la pared. ¿Qué hay sobre este pavimento, a qué sirve de fondo esa pared –negra en la fotografía, pero que estuvo siempre enjalbegada, blanca-?// Una dama aparece, alta, erguida, solicitando nuestra mirada. Repetimos que es alta, alta, esta dama. ¿Cómo es y cómo va vestida? Ella sólo entrega a las caricias del aire la cara y las manos. El vestido de esta dama nos llama la atención (…) En su recato, en su sencillez, qué aire de tradición flota. Es oscuro. Consta de dos piezas. Una falda amplia, recta, sobria, bien ceñida a la cintura, baja hasta los pies; roza, sí, roza ligeramente el pavimento. Debajo de esta falda, asoman las puntas de los zapatos. La falda, arriba, aparece asegurada por ancho cinturón negro. Se destaca, sobre este cinturón negro, la blancura –cuatro líneas centrando un círculo-  de la hebilla. El busto de la dama está cubierto por una blusa del mismo color que la falda; esta blusa se abotona de arriba abajo; sus mangas avanzan hasta las muñecas; su cuello protege la garganta. De la garganta, blusa abajo, pende un collar. La dama, además, está tocada con un sombrero de fieltro, de anchas alas. // ¿Cómo es y qué actitud revela esta dama? (…) Por su actitud, por su indumento, parece estar a punto de salida. Acaso la espera, a la puerta, listo para la cabalgata, un manso caballo castaño. Sobre este caballo la dama recorrerá los vecindarios, observará la labor del campo, se extasiará largos minutos, viendo pasar, tumultuosa, el agua del río. Esta dama –lo sabemos- lee mucho…
He asaltado las páginas de un hermoso libro para que ustedes tuvieran la impresión de que por fin el autor de este blog ha comenzado a escribir con sorpresiva  gracia. En verdad, me habría gustado que se debiera a mi pluma el bellísimo texto anterior, pero, qué lo voy a hacer, no me pertenece el pulcro trazado de esas líneas. En un jesuítico canon de sobresalientes, los párrafos que anteceden figurarían con honores en el cuadro premiado de composiciones inspiradas en fotografías. Porque de eso se trata: de una ejemplar composición poética a partir de un retrato. Todo estaba en la foto, pero no todos podían verlo. Menos aún, escribirlo. El diálogo de imágenes entre el anónimo fotógrafo y el cronista, marca la elipse de una época, penetra en el centro de una nostalgia familiar, se detiene en un punto y explora sus detalles. Por hacerlo, terminará descubriendo que las líneas faciales de la dama son las de su propio rostro, mejor dicho, de Laín Sánchez, el heterónimo del escritor Pedro Pablo Paredes, fallecido en San Cristóbal la semana pasada, a los 94 años y autor de una joya literaria de la que he tomado la larga cita de este artículo.
Ese tesoro se llama, precisamente, Emocionario de Laín Sánchez y es un armonioso mapa espiritual de los Andes venezolanos. Vayamos a sus páginas o volvamos a ellas. Nos esperan paisajes, asombros, reflexiones… y  hasta un desayuno con arepa andina, huevos fritos, cuajada, papas cocidas en su concha y el incomparable mojo de San Rafael de Mucuchíes.

martes, agosto 16, 2011

Edgar Abreu Olivo en la UNEY


No es sólo la UNEY la que ha perdido a un investigador extraordinario. Lo ha perdido el país. Sin duda alguna, los estudios académicos de Edgar Abreu Olivo constituyen una invalorable fuente para el conocimiento de la alimentación en Venezuela. Por alguno de ellos recibió el Premio Nacional de Nutrición y por muchos otros,  el reconocimiento de la comunidad estudiosa del tema, tanto nacional como internacionalmente. Pero lo perdemos por algo mucho más sensible: lo perdemos por honesto, inteligente, libre y bueno. Lo dejo hasta ahí, para no abundar en lamentos… 

Quienes tuvieron la fortuna de conocerlo y trabajar con él, son testigos de su calidad profesional, de su indiscutible honradez, de su lucidez analítica y de su tesón investigativo. Jamás se detuvo en la acumulación de cifras o datos. Indagaba en la genealogía de los mismos y extraía de ellos fecundas lecciones para su uso práctico. Fue un técnico y un intelectual. No un tecnócrata ni un pragmático. Estudiaba para servir y disfrutaba de ese oficio porque lo sentía útil para muchos.

Universidades como la UCV y la ULA conocieron de la profundidad y rigor de sus trabajos. Asimismo, instituciones como la FUNDACION POLAR, INSTITUTO NACIONAL DE NUTRICION y FUDECO se nutrieron de su labor investigativa.  En todas ellas quedó la marca de su paso fructífero y amable.

A la UNEY le tocó en suerte ser la última y más querida de sus casas académicas. A ella brindó sus conocimientos de modo generoso y amplio. Llegó a nuestras aulas cuando ya era un consagrado experto en temas alimentarios. Nos ayudó a emprender la desafiante inserción de la heterodoxa carrera Ciencia y Cultura de la Alimentación en el ámbito universitario del país. También nos estimuló a dar inicio al Centro de Investigaciones Gastronómicas, donde no sólo deja un espacio vacío, sino la permanente presencia de un morador entrañable. Allí vivió, allí veló y descansó. Pobre de aquel que se atreva a desordenar la “habitación del profe”. Los custodios de Salsipuedes (así se llama la casa del citado Centro) la defienden como si se tratara de un lugar especialísimo. Y lo es. 

Edgar Abreu Olivo fue el primer investigador de planta de la UNEY. Lo fue desde el año 2002, cuando aceptó nuestra invitación a integrarse a este intento de afrontar la comprensión de Venezuela de una manera libre y creativa. Poco tiempo después tuvimos el honor de incorporarlo como miembro ordinario de nuestro personal docente, por sus méritos y por su larga trayectoria científica y académica. Usamos para ello la norma reglamentaria de ingreso al personal docente, conocida por nosotros como “Cláusula Julio Miranda”, precepto sabio que nos libera de la necedad de examinar las cualidades de quienes deben más bien examinarnos a nosotros. 

Con inmensa satisfacción podemos afirmar que Edgar Abreu Olivo encontró en la UNEY un sitio adecuado para prodigar saberes y dispensar a jóvenes investigadores el arte de la Ciencia de los Alimentos. El llamado grupo GUIA, en Guama, es un elocuente ejemplo de lo que decimos. En una vieja casa de ese pueblo yaracuyano, Edgar fue preparando un equipo que hoy en día puede dar fe (y pruebas) de que su esfuerzo no fue estéril. Desde allí emprendió y dirigió, entre otros, el apasionante estudio acerca del comportamiento de la nutrición en países miembros de la OPEP. Los resultados de ese trabajo están actualmente en proceso de edición…

Los egresados de las primeras cohortes, así como muchos de los jóvenes profesores de la UNEY, son los mejores testigos de la noble y rica labor que en sus últimos años de vida realizó Edgar Abreu Olivo. Con su nombre fue bautizada nuestra segunda promoción de licenciados en Ciencia y Cultura de la Alimentación. En ese acto de grado, en julio del año 2006, Edgar, con la claridad y sencillez que siempre tuvo, dijo algo que hoy podemos recordar, poniendo su vida como ejemplo. Aconsejó a sus ahijados: "Sean buenas personas y crezcan todos los días".

Eso fue y eso hizo EDGAR ABREU OLIVO, a quien Dios –estamos seguros- tiene ya en la gloria.


lunes, agosto 15, 2011

Cultura y barbarie

Soto en el Museo Soto
La Edad Media entró al galope por la Puerta Salaria, al mando de Alarico. Era el 24 de agosto del año 410. De inmediato comenzó el saqueo que habría de prolongarse durante tres interminables días. Incendiadas sus casas y asaltados sus templos, Roma era una inmensa antorcha mientras Alarico exhibía su más preciado botín: la estatua de oro  que la burocracia imperial le había obsequiado a Estilicón, el ahora derrotado jefe del ejército romano, por una de sus muchas victorias “definitivas”. Una escena similar le sirvió a Borges para trazar el brillante inicio de su cruel y eficaz relato Los teólogos.  Recordemos que “arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron”. La historia se repite, como enseña, por cierto, el libro duodécimo de la Civitas Dei, citado por Borges en su magistral relato de herejías. No solamente Platón volverá a enseñar en Atenas, al cabo de los siglos, su doctrina del regreso al estado anterior de las cosas, sino que también volverá la barbarie a quemar libros o a devastar museos y lugares sagrados. Hace apenas siete meses presenciamos atónitos las imágenes del ataque al Museo Egipcio de El Cairo, que tuvo la fortuna de contar con la ignorancia de los asaltantes, quienes confundieron la tienda de souvenirs con una sala de tesoros. El despiadado bombardeo a Bagdad en el año 2003 es otro de los crímenes que “enriquece” esta historia universal de la infamia.  Ensañarse contra una ciudad ha sido uno de los juegos favoritos del furor bélico.  Cuando los nazis entraron a París querían quemarla toda. Se acercaban a la Venus de Milo, esperando la orden de destruirla, sin saber que era una simple réplica. Finalmente, no se atrevieron ni con la una ni con la otra. Ni siquiera sospecharon que la auténtica escultura estaba a buen resguardo, como también lo estaban las valiosas piezas del palacio de los reyes y los muchos cuadros que hoy podemos seguir apreciando en el Museo de Louvre, para orgullo de la humanidad.  Los sarcófagos romanos y los colosos asirios, que sí se encontraban a merced de las huestes hitlerianas, no despertaron el ánimo destructivo de los bárbaros. Milagrosamente pudimos seguir diciendo con Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará París”, porque siempre habrá un rescoldo para el arte, en Cocorote o en Venecia. Poco más tarde tendría lugar la inclemente saña de la fuerza aérea aliada contra Dresde, Colonia y Hamburgo, para rubricar con brutal compensación las salvajadas.
El Derecho Internacional Humanitario se ha venido ocupando de este asunto, atendiendo, especialmente, a las medidas de protección previa, porque en realidad es muy poco lo que puede hacerse cuando ya han estallado los atavismos y se han desatado los demonios. Estos, cuando oyen hablar de cultura, enseguida se llevan la mano a la pistola. Y si les hablan de diversidad cultural, peor todavía. Apelan a la metralleta, como suele decir el embajador Baena Soares en nuestras reuniones del Comité Jurídico Interamericano cuando abordamos estos temas y nos da por el sentido figurado, porque bien sabemos  que hoy en día son otras las armas letales contra la cultura. Y no sólo en tiempos de guerra. También en los de paz.
Y ya que dije lo último, pensemos nada más en lo que viene ocurriendo con el Museo Soto de Ciudad Bolívar. Creo que no ha habido una reacción vigorosa contra el atropello de que ha sido objeto, por parte de la gobernación del Estado Bolívar. Al parecer, ya el horror no causa horror. El país ha ido perdiendo su capacidad para indignarse y actuar. Que el Secretario General de un gobierno regional decida asaltar con gente armada las instalaciones de un Museo que alberga una importantísima colección de arte contemporáneo, no debería ser un simple motivo de queja. Debería despertar una unánime y organizada protesta de los hombres y mujeres de la cultura. Pero no. La barbarie ha ido ganando espacios hasta hacerse banal y cotidiana:  una simple raya adicional del tigre.

lunes, agosto 08, 2011

La casa encarnada en la memoria


Casa Mariana, en Ouro Preto

La víspera de mi partida lo compré. Me refiero al número de agosto de la revista Piauí. Ya se me ha hecho costumbre leerla cuando estoy en esta ciudad que siempre me depara una amable y oportuna aparición literaria. Esta vez la visita inesperada me aguardaba en las páginas del conocido magazine cultural. Por cierto, esta edición  trae una polémica entrevista que resultó fatal para un importante ministro de Dilma: fue destituido por esas declaraciones. Pienso que la referida entrevista debe haber sido la gota que rebasó el vaso y no la causa verdadera que tuvo la híspida Dilma para remover a su ministro de la Defensa, Nelson Jobim. Ese hecho provocó, desde luego, una polvareda mediática que la presidenta rubricó con habilidad al designar como sustituto del gaúcho, nada menos que a Celso Amorim, el apreciado canciller de Lula. Piauí aumentó sus lectores estos días y los cambios ministeriales no se redujeron a uno, ni a la corrupción (caso de Transporte), como motivo de los mismos.

Si bien las discordias o los rifirrafes políticos del Brasil son temas entretenidos, ninguno de ellos es hoy el de este artículo. Así que retomo el hilo de las epifanías literarias y sus diversos avatares. Decía que compré el sábado pasado la revista, mirando solamente el inmenso simio de la portada. Ya en el hotel, me fijé que entre los contenidos anunciados en la indiscreta tapa, figuraba un reportaje sobre la casa de Elizabeth Bishop en Ouro Preto. De nuevo Piauí incitaba mi curiosidad por la extensa (e intensa) vida brasileña de la gran poeta bostoniana. Recordé que hará unos cuatro años unas páginas dedicadas a su relación con Lota de Macedo Soares, me alentaron a indagar más sobre ambas y, en particular, acerca del imponderable aporte que, de consuno con Roberto Burle Marx, Lota le hizo a Río de Janeiro: el increíble Aterro de Flamengo, un enorme y verde paseo ganado al mar para el infinito solaz de los cariocas. Busqué y compré libros que me hablaran de ellas. Obtuve información en otras revistas, fatigué google con sus nombres y comprobé que una especie de culto parecía estar aflorando en el Brasil, centrado, especialmente, en la figura fascinante de Elizabeth Bishop. El fervor que algunas veces me proporcionan ciertos personajes me convierte en un “fiebroso” que busca en todo momento darle desahogo a sus manías. De ese modo, no sé cuántas veces le conté a Cuchi y a Martín algunos pasajes de la historia de Elizabeth y Lota, viniera o no viniera al caso, sólo para compartir mi efusión de entonces. Hoy la impudicia me lleva más lejos: celebro en público mi primer acercamiento a la casa que Elizabeth Bishop tuvo en Ouro Preto, “la casa más bonita del mundo”, según le aseguró ella a su entrañable amigo Robert Lowell.   

El escritor y periodista Roberto Pompeu de Toledo visitó la casa para entrevistar a sus actuales propietarios y armar su excelente reportaje publicado en Piauí.  Descubrió que allí habita aún el alma de  Elizabéti, como dirían los brasileños. Ella la llamó Casa Mariana, en homenaje a su admirada Marianne Moore, lo que ya es decir. El jardín, que Lota no tuvo tiempo de diseñar y sembrar (se suicidó en el 67) debe ser  hoy el albergue de algún duende jocundo.

Además de versos y murmullos, en sus espacios se alojan recuerdos de algunos tesoros, perdidos con la sabiduría del arte que sólo ella conoció de veras: un reino, dos ríos y un continente, por citar apenas tres referencias de su célebre poema Un arte. En la cocina perdura la ordenada gracia de su amor por la buena comida y el rastro de que allí se prepararon muchas veces calabacines al horno, lomos de cerdo con manzana verde y espléndidos bolos de fubá. Persiste, igualmente, la balanza que la poeta usaba para pesar los ingredientes, celosa como era de la exactitud culinaria y de la precisa composición de sus platos preferidos. Los dueños de la Casa Mariana la muestran ahora con orgullo y  hablan amorosamente de su vieja amiga. Saben, quizá, que poseen un tesoro imperdible: la memoria encarnada en la casa, que es,  asimismo, la casa encarnada en la memoria. De allí su formidable persistencia.

lunes, agosto 01, 2011

Tatiana de Maekelt y la amable firmeza del Derecho

Tatiana de Maekelt

En mi primera jornada de esta semana me correspondió el inmenso honor de representar al Comité Jurídico Interamericano en el homenaje a una de las figuras más notables del Derecho Internacional Privado en las Américas: la profesora venezolana Tatiana de Maelket, muy apreciada acá, en Río de Janeiro, por haber sido directora del célebre Curso de Derecho Internacional que tiene lugar todos los años en “a cidade maravilhosa”. Antes de referirme a su fecunda trayectoria y al significado e importancia de su notable obra jurídica, quise  compartir con el auditorio una breve reflexión acerca del sentido que posee ese tipo de celebraciones. Ahora la comparto con ustedes.

Estimo que el viejo y hermoso ejercicio del elogio es uno de los logros más amables del ser humano. Enfatizar con alegría todo cuanto nos enaltece, es mucho más edificante que la práctica del menosprecio o de la displicencia ante los grandes, para no hablar de eso que los mexicanos, duchos en la acuñación de palabras exactas, llaman con insustituible nitidez, “el ninguneo”. Hemos vivido épocas en las cuales el elogio válido y legítimo parece despreciarse. La “guerra civil de los nacidos”, que decía Quevedo,  de vez en cuando impone su agenda de descreimiento entre los seres humanos y nos intenta vedar -a ratos con éxito-  la exaltación de los valores que algunos hombres y mujeres encarnan cotidianamente para hacer más habitable este complicado mundo que nos ha tocado en suerte. Así, las alabanzas quedan restringidas a las exequias, tornándose algunas en una mecánica hilvanación de lugares comunes y no en un estímulo para el estudio de las cualidades o para el examen cálido de una vida o de una obra, que suelen contener algo más que títulos y fechas.

Uno de los filósofos de la política más importantes del siglo XX fue Isaiah Berlin. Entre sus libros imprescindibles incluyo su adorable colección de semblanzas sobre personajes admirables. Allí Berlin nos enseña el oficio del elogio y nos recuerda que conocer a un gran hombre o a una gran mujer es un elevado modo de ayudarnos a ser mejores seres humanos. Nos enseña, además, que nada de esto se obtendría si quien alaba lo hace de una manera convencional o vaga, limitándose a la lisonja post mortem de una obra y desaprovechando las diversas aristas registrables en toda vida humana, máxime si ésta se encuentra cruzada de desafíos y tropiezos.

Por eso festejé ayer la costumbre del Comité Jurídico Interamericano de dar inicio al Curso de Derecho Internacional con el homenaje a algún jurista ejemplar. Así pude, entonces, hablar de Tatiana de Maekelt, una insigne docente e investigadora del Derecho, de quien ningún abogado venezolano debería sentirse ajeno. Recordé su presencia en la Facultad de Derecho de la UCV, donde era admirada por todos. Mi recuerdo data de los primeros años setentas del pasado siglo y preserva la imagen de una profesora que ya acumulaba muchos estudios, pero que aún era joven y concitaba una adhesión intelectual unánime, así como –todo hay que decirlo- respetuosos y tímidos requiebros por su legendaria belleza física. De ella supe que provenía de lejanos lugares y de otras lenguas y que dictaduras y guerras la habían traído a Venezuela en 1948. Encarnó, de algún modo, la imagen de la extraterritorialidad  (en el sentido que George Steiner da al término), pero los mejores frutos para la ciencia jurídica los produjo en nuestra Patria. Y eso, no sólo se celebra. Se agradece.

Esta página es hoy para Tatiana. Por eso pensemos en un suculento borsch que Cuchi puede preparar con excelencia y sin las contrariedades de la Maga en la rayuela de Cortázar.