En nuestra universidad era inevitable: los químicos quieren ahora estudiar cocina y los verdaderos cocineros insisten en ser cocineros, porque de química saben bastante y la involución no va con ellos. Al comienzo pudo preverse lo contrario, pero el discurso académico convencional no dio (ni dará) pie con bola en nuestro ambiente. Su arrogancia quedará siempre al descubierto, máxime cuando se confronta con viejísimas certezas culinarias. Así, hoy podemos exhibir la rareza educativa de una carrera donde los cocineros marcan la pauta con la sabia sencillez de su oficio milenario. Atrás quedaron los temores de incorporar en la ciencia alimentaria al más efectivo y antiguo de sus laboratorios: la cocina. Ya lo hicimos. Y ahí está, como centro vital de nuestras investigaciones científicas. Siempre nos extrañó que a Perogrullo no se le hubiera ocurrido antes incluir la cocina entre sus mejores verdades y herramientas académicas, pero nunca es tarde. En este momento, sólo el patético aplomo que permite la ignorancia total podría hacer decir a un cocinero de la UNEY que necesita realizar un postgrado en química. Después de matar al tigre, solamente los imbéciles le temen al cuero.
Cuando se ha descifrado un código (la cocina como brújula de la alimentación) no es posible retornar a anteriores estadios de indigencia. Por el contrario, se está en el deber de realizar nuevos avances, tanto más cuando sabemos que siempre estará al acecho el viejo vicio universitario de la mediocridad curricular. Que la cocina, por su amplitud, desplace –como debe ser- a los laboratorios improductivos y costosísimos de la química alimentaria no es impune. Si a ello añadimos el hecho de que los cocineros no suelen ser ni licenciados ni doctores, debemos prever que la reacción corporativa se arme de indignación y que desesperadamente busque intersticios o escondrijos para continuar medrando, al amparo de grises biotecnologías capitalistas o de triviales y engreídas modas discursivas. Pero nada. Intelectualmente no valen los sofismas ni el principio de autoridad, menos la raída y desprestigiada bata blanca contra el brillante delantal. La simulación académica del conocimiento alimentario no puede contra la ancestral y sencilla sabiduría cotidiana. En nuestro caso, digo, en la UNEY, una voluntad muy firme y fundamentada está dispuesta a seguir marcando con vigor un terreno, recuperado y defendido para la amplísima y rica cultura de la cocina.
Alguien preguntaba hace unos meses en Argentina a una nuestra mejor cocinera cómo hacía ella para convencer a los “científicos” de la universidad que su trabajo en la cocina es también una investigación académica. La respuesta no se hizo esperar: “Nada. No hago nada. Son los otros investigadores los que tienen que demostrar que su trabajo tiene un valor científico. Desde el momento en que se supo que la cultura nació con la cocina, ésta no tiene por qué presentarle credenciales a nadie. Lo importante es hacer cocina y ciencia de la alimentación en la cocina. Lo demás es burocracia universitaria”. ¡Olé!
La oligofrenia togada desprecia la cocina y busca diplomas y títulos para la simulación del conocimiento. Mientras tanto los químicos inteligentes quieren ahora, por afán de integralidad, estudiar cocina en la UNEY. Bienvenidos.
Cuando se ha descifrado un código (la cocina como brújula de la alimentación) no es posible retornar a anteriores estadios de indigencia. Por el contrario, se está en el deber de realizar nuevos avances, tanto más cuando sabemos que siempre estará al acecho el viejo vicio universitario de la mediocridad curricular. Que la cocina, por su amplitud, desplace –como debe ser- a los laboratorios improductivos y costosísimos de la química alimentaria no es impune. Si a ello añadimos el hecho de que los cocineros no suelen ser ni licenciados ni doctores, debemos prever que la reacción corporativa se arme de indignación y que desesperadamente busque intersticios o escondrijos para continuar medrando, al amparo de grises biotecnologías capitalistas o de triviales y engreídas modas discursivas. Pero nada. Intelectualmente no valen los sofismas ni el principio de autoridad, menos la raída y desprestigiada bata blanca contra el brillante delantal. La simulación académica del conocimiento alimentario no puede contra la ancestral y sencilla sabiduría cotidiana. En nuestro caso, digo, en la UNEY, una voluntad muy firme y fundamentada está dispuesta a seguir marcando con vigor un terreno, recuperado y defendido para la amplísima y rica cultura de la cocina.
Alguien preguntaba hace unos meses en Argentina a una nuestra mejor cocinera cómo hacía ella para convencer a los “científicos” de la universidad que su trabajo en la cocina es también una investigación académica. La respuesta no se hizo esperar: “Nada. No hago nada. Son los otros investigadores los que tienen que demostrar que su trabajo tiene un valor científico. Desde el momento en que se supo que la cultura nació con la cocina, ésta no tiene por qué presentarle credenciales a nadie. Lo importante es hacer cocina y ciencia de la alimentación en la cocina. Lo demás es burocracia universitaria”. ¡Olé!
La oligofrenia togada desprecia la cocina y busca diplomas y títulos para la simulación del conocimiento. Mientras tanto los químicos inteligentes quieren ahora, por afán de integralidad, estudiar cocina en la UNEY. Bienvenidos.