lunes, febrero 25, 2013

Los seis minutos más bellos de la historia del cine




Francisco Reiguera y Akim Tamiroff en la inacabada película de ORSON WELLES
 
A pesar de algunos detalles que la alejaban de la realidad, el maese Pedro no pudo evitar que su historia le resultara verosímil a su más ilustre espectador. No olvidemos que don Alonso le advirtió que en una ciudad mora no podían estar sonando las campanas. “Que allí se usan atabales o un género de dulzainas que parecen chirimías”, le agregó el de la Mancha, en atinada observación del disparate. Bien. No obstante ese inusual adarme de realismo, el caballero terminaría por creerse todo el cuento. Como se recordará, desenvainó su espada y salió en defensa de don Gaiferos y de la hermosa Melisendra. Hizo trizas el retablo, espantó al mono adivino y no dejó moro con cabeza ni títere con gorra. Una vez superado el encantamiento, Don Quijote pagó el estropicio con cuarenta y dos reales y tres cuartillos. Miguel de Unamuno, quien celebró en su recreación cervantina ese inolvidable episodio, se lamentaría que no costara lo mismo “hacer añicos el retablo parlamentario y el otro…”. Creo que son abundantes los casos en los que la analogía unamuniana, hoy en día, no marra ni le faltan asideros.

Esta tarde, con tanta gente pendiente del Oscar, he recordado una página genial de Giorgio Agamben. La copio completa porque vale oro:

LOS SEIS MINUTOS MAS BELLOS DE LA HISTORIA DEL CINE

Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia. Viene buscando a Don Quijote y lo encuentra: está sentado aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la galería –que es una especie de gallinero- está completamente ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece una chupeta. La proyección está empezada, es una película de época, sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más, devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla ya no queda casi nada, se ve sólo la estructura de madera que la sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero los niños no paran de animar fanáticamente a Don Quijote. Sólo la niña en platea lo mira con desaprobación.

¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio de su verdad, entender que Dulcinea –a quien hemos salvado- no puede amarnos.

THE END

P.D: Entiendo que Orson Welles ideó para su Quijote inconcluso la escena narrada por Agamben. Si hubiera un Oscar para la mejor escena no filmada, sin vacilar, postulo estos seis minutos fabulosos.

jueves, febrero 14, 2013

Si a tu ventana llega...

Ulises y las sirenas. Detalle. Vaso griego. British Museum

En el prólogo a El canto de las sirenas (un precioso volumen dedicado a la música), Eugenio Trías no se atrevió, en principio, a llamar ensayos los textos que integran esa obra extraordinaria. Una vez alguien me pidió que le recomendara una novela y yo le sugerí que leyera El canto de las sirenas, que, por supuesto, no lo es, pero quién quita que pueda leerse como tal. Boutades aparte, el libro de Trías, además de ser una reflexiva enciclopedia, es el sabio relato de un viaje por el laberinto de la música occidental, desde Monteverdi a Xenakis, con largas escalas en los corredores de los grandes. El propio Trías llegó a decirlo en alguna parte del prólogo: el lector ideal de su libro será aquel que lo tome como la novela que los mejores músicos de Occidente fueron elaborando a lo largo de cuatrocientos años.
 
Esa narración está escrita con rigor hermenéutico y con la elegancia de su estilo, dos rasgos permanentes del autor. En sus páginas, Trías procura transitar el límite entre música y filosofía, bajo la emoción que la primera le transmite. Por eso es un libro que apasiona.
Afirma en el prólogo: “Ignoro si el libro que escribo compone un tapiz de ensayos. No sé muy bien lo que se quiere decir, muchas veces, con esa equívoca expresión (que sólo tiene para mí sentido en el contexto de su uso primigenio, en Michel de Montaigne). Este libro, lo mismo que todos los míos, es un libro de filosofía”.
Respetuoso del ensayo, Eugenio Trías escribió un libro monumental para dialogar desde su filosofía del límite con los enigmas de la música. Entró y salió del laberinto con el hilo de Platón, pero también con la parte del símbolo que le tocó. Creo que fue una proeza. Lograda, además, si se me permite algún énfasis en esta anotación celebratoria.
Voy al capítulo de Mahler para disfrutar de nuevo una nota a pie de página. Mientras la leo, oigo “el cuerpo del delito”, vale decir, la audacia mahleriana del último movimiento de la Tercera sinfonía, que Trías comenta con deleite:
“La contralto va entonando el poema de Nietzsche. Un oboe insinúa una hermosa melodía que toma cuerpo después de la frase ´desde el más profundo sueño he sido despertado´. Y entonces se oye ´La paloma´ de Iradier: la célebre habanera: ´Si a tu ventana llega/ una paloma´”.
A un balcón de la culta Viena, en la época de Mahler, llegó, pues, una paloma. Con el tiempo pudimos decir que no se equivocó. Mahler tampoco.
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De Nietzsche a Iradier:

https://www.youtube.com/watch?v=mWHMzMhYvdw_
 
 

martes, febrero 12, 2013

Los alimentos terrestres

Jacob van Es
 
La mañana y el silencio.
 
En unas líneas de Levinas, la primera abnegación del día: el disfrute del aire, el goce solitario de la tierra. 

domingo, febrero 10, 2013

Blanca de Guernica





 

 Sobreviviente del día en que abril llovió sobre su sangre, Blanca Royo rezó ante el árbol de Guernica y recibió para siempre los dones sagrados de la cocina. En Caracas fundó junto a Juanito Bilbao un templo universal de la cocina vasca: el Bar Basque.

Comer en esta ciudad durante muchas décadas fue una experiencia en dos tiempos: antes y después del Basque. Ayer, Cuchi y yo intentamos ir con Gonzalo Ramírez
, quien llamó varias veces al restaurant, pero nadie respondió el teléfono. Frustrados, nos quedamos por esta zona y comimos catalán.

Hoy, un pequeño obituario de El Universal nos dio la triste noticia: ayer fue el sepelio de Blanca Royo. Llamamos a Gonzalo para decirnos palabras de consuelo.

Que en paz descanse Blanca Royo, figura insigne de la restauración en Venezuela.

sábado, febrero 02, 2013

Acanto y miel

 
Deambulo entre un verso de Darío y un breve texto de Mercè Rodoreda. El verso de Darío es aquella línea de su Responso a Verlaine sobre la cual alguien hizo el chiste de que sólo se entendía el “que”:
 
 Que púberes canéforas te ofrenden el acanto.

El pasaje de la autora de La Plaza del Diamante está en su libro sobre viajes y flores. Lo copio:

Tiene el cáliz lleno de miel. Es una flor dormida, un poco fuera del tiempo. Las abejas van y vienen. Se le acercan. Con la pata cuchara cogen miel y llenan pucheros y peroles. Algunas mueren enmieladas. Todo muy de prisa, con mucha agitación. Cuando el cáliz queda vacío de miel y respira, la flor se muere. Y nacen otras nuevas. ¡Y venga abejas!”.

De Darío a Rodoreda, la mañana. 

Contratapa

Max Horkheimer
 
Abro Apuntes 1950-1969, de Max Horkheimer. En la página 97, leo:

Cuando los bolcheviques hicieron asesinar a la familia de los zares –para no dejar con vida a ningún pretendiente al trono- señalaron a la revolución rusa con la
marca del oprobio y erigieron el símbolo para los actos oprobiosos del futuro. No porque no llegara la ´revolución universal´, sino porque la teoría fija, el dios abstracto lo permitía todo, es que la revolución llegó a la barbarie con la cual amenaza actualmente a la tierra”.

Busco mis viejos subrayados y la página 250 me depara uno tremendo:

Cada vez que se inician períodos seriamente críticos, las fuerzas radicales de derecha e izquierda se servirán de los derechos democráticos que les corresponden para provocar una dominación particular, o mejor dicho, totalitaria”.

Cierro el libro y miro la portada de Juan Fresán, que muestra, inclinados, un clip y las rayas rojas de una página en blanco. Es una edición de Monte Avila, 1976, con el excelente logo diseñado por el mismo Fresán en los tiempos iniciales de esta notable empresa editorial. Paso por alto la nostalgia y voy a la contratapa, en la que encuentro una breve línea escrita por mí, que dice: “El autor de esta nota es Martín Cerda”. La releo y vuelvo a considerarla estupenda. Lo es, porque en tres párrafos Horkheimer y su libro son presentados de modo magistral. Nada sobra ni falta en esta lección de síntesis, elegancia y claridad. En menos de cincuenta caracteres se nos aparece el perfil del filósofo: “…una de las figuras claves de la llamada Escuela de Francfort y uno de los pensadores alemanes más rigurosos e incitantes de nuestro tiempo”. Y si algo hubiera quedado por fuera, Cerda tuvo la precaución de añadir más adelante este elocuente dato, para saldar una eventual omisión: “…discípulo hereje del sociólogo Max Weber y del filósofo Edmund Husserl…”.

Acerca del libro, le bastó afirmar, sin lastre alguno: “La obra que ahora presentamos a los lectores de lengua española, comparable a la Mínima Moralia de Adorno, ya publicada por Monte Avila, ofrece el horizonte de un pensamiento itinerante que, por su mismo carácter de apuntes, entronca con la escritura fragmentada que emplearon en Alemania, Lichtenberg, Novalis, Nietzsche e incluso Kant en sus últimos trabajos”.

He allí un pequeño ejemplo de comprensión y de eficacia, suficiente para atraer buenos lectores. También para recordarnos que la dignidad escritural debe estar presente en todo texto, cualquiera sea su propósito, forma o extensión. Escribir solapas, contratapas y reseñas, es un arte que algunos desprecian, y más todavía, si deben ser anónimas. Error. Muchas veces en ellas se alojan maravillas, a diferencia de ciertos tratados o falsos ensayos que abusan de la jerga académica y que se exhiben con echonería en revistas arbitradas, estando horros de gracia y de escritura verdadera.

La nota de Cerda no está firmada, por supuesto. Debí leer que era de Cerda en un libro suyo, tal vez en Escombros, volumen póstumo que reúne numerosos artículos de este lúcido escritor chileno que estuvo entre nosotros hará casi cuatro décadas.

Miro en la página del copyright el nombre del traductor de Apuntes… No fue Murena, como yo creía, sino León Mames, a quien hace poco mencionó Gustavo Valle en un formidable trabajo sobre el aporte argentino a Monte Avila. Por Gustavo sé que Mames fue un músico germano argentino.