viernes, noviembre 04, 2011

Los gustos esenciales

 Restaurante Lady Baltimore, en la calle Madero. México D.F.

Juan Gil-Albert

Era apenas un niño que contemplaba a su madre mirarse en el espejo.  Ella daba un último vistazo a su elegante vestido, antes de bajar al comedor para la cena. El acababa de arrastrar un carrito con cordel, pero la imagen de ella lo detuvo un instante. Después siguió en su juego, alejado del mundo de sus padres, que esa noche recibían a alguien insigne que había llegado de Madrid, precedido de fama teatral y literaria. Pasaron los años y él nunca olvidó los detalles de un vestido de gasa, color verde manzana, recubierto de encajes dorados, sobre los que se posaba una gran rosa, tal vez en el busto o tal vez como caída, al comienzo de la cola. Sólo en ese punto se hizo impreciso su recuerdo. Guardaría muy bien los comentarios que ese traje suscitó en la cena, aunque no pudiera asegurar si los escuchó esa noche o los supo más tarde por insistentes referencias domésticas. Lo cierto es que la frase del ilustre invitado (de Gregorio Martínez Sierra se trataba), “¡Qué señora tan bien vestida!”, jamás logró evocarla sin que dejaran de sonarle en la memoria los primeros compases de la opereta Eva de Lehar.

Juan Gil-Albert habría de recordar ese episodio de su infancia para explicar cierta conducta suya durante el apretado exilio mexicano en el 40. El poeta tendría unos 34 años y, como casi todos sus paisanos republicanos de la diáspora, se enfrentaba a muchas penurias cotidianas. Una noche fue invitado por Carlos Pellicer, director general de Bellas Artes, a la Opera. Al salir de la Walquiria se encontró con el poeta León Felipe, una especie de cónsul de los españoles exiliados, que administraba para ellos algunas ayudas internacionales. Al ver al alcoyano, León Felipe lo increpó de inmediato: “¿Cómo vas así, sin abrigo?” y le pidió que fuese al día siguiente a su casa. Allí se presentó Gil-Albert, quien recibió un cheque para adquirir la indispensable indumentaria del invierno. Y aquí comienza la anécdota de una impronta hogareña, la huella de un lujo legendario o la persistencia de esos rasgos vitales adquiridos en la infancia y que brotan de pronto pasados muchos años, como visión de un deseo o como imagen raigal de la belleza. En una entrañable película de Guerín, llamada En construcción, el viejo marino del barrio chino de Barcelona, usa una frase que me gusta para resolver el tramo inefable de este tema: “caprichos de gente caprichosa”. Veamos el capricho mexicano de Gil-Albert cuando ya tenía el dinero del abrigo.

Después de cobrado el cheque, el delicado poeta de Alcoy recordó que había visto muchas veces una tienda inglesa en una calle paralela a la Madero, una de esas tiendas de aspecto londinense dedicada al exclusivo expendio de artículos masculinos. Hacia allá se dirigió. Esta vez no se detuvo sólo a contemplar. Entró con decisión y apreció la sobria decoración de las paredes: los caballos esbeltos que luego habría de encontrar vivos y altivos en Buenos Aires, y dos o tres escudos reales. Iba a lo suyo y eligió un sweter y una “leve corbata de foulard, color de humo con pequeñas motas blancas”. Añadió a su compra los productos Yardley for men: crema de afeitar, talco, sales y loción. Cuando pagó, sintió que había recobrado un gesto desprendido que aprendió de su familia a la hora de cumplir con los marchantes. Salió feliz y vio con regocijo el día espléndido. Pero aún le faltaba algo a su faena formidable. Caminó hacia la calle Madero y pidió una mesa en el selecto Lady Baltimore, tan emblemático como el Palacio Iturbide, en el DF de esa época. Ni por asomo pensó en figón alguno. Se regodeó morosamente en la lectura del menú. Y comió como quien celebra una fiesta.

Cierro esta nota admirativa con sus palabras sabias:

Al pagar mi comida quedé perfectamente restablecido en mi pobreza, sin abrigo, pero con mis alicientes”.