martes, julio 29, 2014

Una vichyssoise de película


Ana Torrent en El nido (1980)
 
Ella es la única invitada. Sentada frente a su anfitrión, en el otro extremo de la mesa, prueba la sopa y pregunta “¿cómo se llama esto?”. “Vichyssoise”, responde su amigo. “¿Es una especie de gazpacho?” pregunta Goyita, de nuevo. “Más o menos”, dice Alejandro.  

Después vendrá el pescado y una pequeña lección de modales: “la pala se toma con la derecha”.
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El tiene más de cincuenta años, es viudo y director de orquesta retirado. Ella tiene trece. Viven en un pequeño pueblo castellano y protagonizan una historia de amor. A él lo encarna Héctor Alterio. A ella, Ana Torrent. La película se llama “El Nido” y es de Armiñán. La vi hace más de treinta años y jamás se me olvida esa escena. Tampoco la música. Ahora mismo la oigo, como tantas veces, y revivo el momento en que Ana Torrent dirige el bellísimo dueto de La Creación de Haydn en la escena final de la película.
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Hace varios años tuvimos Cuchi y yo una magnífica vecina. Caraqueña de “fina estampa”, buena conversadora y amante de los libros. Un día hablamos de Silvia Plath, y al enterarse de que yo tenía La campana de cristal, me pidó prestada la novela. Al devolvérmela, comentó que la había sentido muy “fuerte”, pero que admiraba a la Plath como poeta, y que sí, algunos detalles del libro le habían fascinado. Se maravillaba Margarita de que la narradora, a los nueve años, era ya una apasionada de la vichyssoise y de la pasta de anchoa.  

Seguramente no eludimos en nuesta charla el tema de la locura o el del suicidio en la cocina, pero no lo preciso. Lo que sí recuerdo bien es la vichyssoise de Silvia Plath, en la que había reparado nuestra amiga.
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Goyita (Ana Torrent) en El nido, dirigiendo el dueto de Adán y Eva de La Creación de Haydn:

martes, julio 08, 2014

La cocina de Sofía


En un juego sobre libros al que una amiga me invitó, ante el enunciado “Un libro calificable como placer culposo”, respondí esto:

En esta ronda tal vez deba decir “paso”, como en el dominó. Creo que ahora ninguno de mis placeres de lector califica para el rubro de “culposo”. Así, puedo proclamar sin sonrojo alguno, el gusto con que leo casi todos los diarios y memorias que se me atraviesen, incluidos los que llevan la firma de algún autor “inconfesable” en círculos de “intelectuales exquisitos” o de “académicos de punta”. Es que ya estoy curado de espantos y digo lo que leo con impudicia. En un tiempo devoré los volúmenes de la estupenda colección que Berlanga dirigió en Tusquets con el travieso nombre de “La sonrisa vertical”, y muchos otros títulos eróticos con menor “aura respetable” y sin ninguna fama literaria. Pero ese placer tampoco suma méritos para esta ronda. Puedo decir, por ejemplo, que leí –y me gustó- “La vida sexual de Catherine M.” y que estoy pendiente de comprar “Celos”, su nuevo libro. Ella se llama Catherine Millet, una prestigiosa y respeteda crítica de arte que decidió un día contar con absoluto desenfado sus experiencias en la cama (y en los parques).

No me agrada dejar en blanco ninguna pregunta. El “no sabe, no contesta” no es lo mío. Por eso, voy a matizar el enunciado, para referir, más que un libro, una manía que se incrementa con los años, y escoger algún título que esa perversión me ha deparado: en todo lo que leo busco algún referente gastronómico, por más escondido que se encuentre. También busco lo obvio (o lo visible), por supuesto, y a esta categoría pertenece -y no sólo gastronómicamente- el magnífico libro que hoy traigo a este espacio:

“Yo, en la cocina” de Sofía Loren.

La famosa actriz, conocedora de muchos fogones y cocineros, y cuyo nombre había servido para bautizar platos en su honor, decide un día de 1968, en Ginebra, escribir un libro a partir de los recuerdos de una magia coquinaria: la de su “nonna”. Nueve meses (los de su embarazo) los dedicó a esa tarea. Si bien se apoyó en las técnicas y en los consejos de profesionales destacados, el secreto del libro está en la gracia de una modestísima cocina de Pozzuoli que se remonta a los años de Mussolini, cuando Sofía era una niña larguirucha de la Campania.

Miraba Ginebra desde un apartamento del piso 18 del Hotel Intercontinental, y escribía: “Muchas veces las nieblas bajas borraban la ciudad ante mis ojos y me parecía hallarme suspendida en el cielo, en un universo que sólo yo habitaba”. Después invocaba el nombre de su abuela Luisa y comenzaba a hacer notas en un cuaderno. Así nació “In cucina con amore” (1971), y también Carlos Junior. En esta ronda tal vez deba decir “paso”, como en el dominó. Creo que ahora ninguno de mis placeres de lector califica para el rubro de “culposo”. Así, puedo proclamar sin sonrojo alguno, el gusto con que leo casi todos los diarios y memorias que se me atraviesen, incluidos los que llevan la firma de algún autor “inconfesable” en círculos de “intelectuales exquisitos” o de “académicos de punta”. Es que ya estoy curado de espantos y digo lo que leo con impudicia.

En un tiempo devoré los volúmenes de la estupenda colección que Berlanga dirigió en Tusquets con el travieso nombre de “La sonrisa vertical”, y muchos otros títulos eróticos con menor “aura respetable” y sin ninguna fama literaria. Pero ese placer tampoco suma méritos para esta ronda. Puedo decir, por ejemplo, que leí –y me gustó- “La vida sexual de Catherine M.” y que estoy pendiente de comprar “Celos”, su nuevo libro. Ella se llama Catherine Millet, una prestigiosa y respeteda crítica de arte que decidió un día contar con absoluto desenfado sus experiencias en la cama (y en los parques).

No me agrada dejar en blanco ninguna pregunta. El “no sabe, no contesta” no es lo mío. Por eso, voy a matizar el enunciado, para referir, más que un libro, una manía que se incrementa con los años, y escoger algún título que esa perversión me ha deparado: en todo lo que leo busco algún referente gastronómico, por más escondido que se encuentre. También busco lo obvio (o lo visible), por supuesto, y a esta categoría pertenece -y no sólo gastronómicamente- el magnífico libro que hoy traigo a este espacio:

“Yo, en la cocina” de Sofía Loren.

La famosa actriz, conocedora de muchos fogones y cocineros, y cuyo nombre había servido para bautizar platos en su honor, decide un día de 1968, en Ginebra, escribir un libro a partir de los recuerdos de una magia coquinaria: la de su “nonna”. Nueve meses (los de su embarazo) los dedicó a esa tarea. Si bien se apoyó en las técnicas y en los consejos de profesionales destacados, el secreto del libro está en la gracia de una modestísima cocina de Pozzuoli que se remonta a los años de Mussolini, cuando Sofía era una niña larguirucha de la Campania.

Miraba Ginebra desde un apartamento del piso 18 del Hotel Intercontinental, y escribía: “Muchas veces las nieblas bajas borraban la ciudad ante mis ojos y me parecía hallarme suspendida en el cielo, en un universo que sólo yo habitaba”. Después invocaba el nombre de su abuela Luisa y comenzaba a hacer notas en un cuaderno. Así nació “In cucina con amore” (1971), y también Carlos Junior.

En un tiempo devoré los volúmenes de la estupenda colección que Berlanga dirigió en Tusquets con el travieso nombre de La sonrisa vertical, y muchos otros títulos eróticos con menor “aura respetable” y sin ninguna fama literaria. Pero ese placer tampoco suma méritos para esta ronda. Puedo decir, por ejemplo, que leí –y me gustó- La vida sexual de Catherine M. y que estoy pendiente de comprar Celos, su nuevo libro. Ella se llama Catherine Millet, una prestigiosa y respetada crítica de arte que decidió un día contar con absoluto desenfado sus experiencias en la cama (y en los parques).
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No me agrada dejar en blanco ninguna pregunta. El “no sabe, no contesta” no es lo mío. Por eso, voy a matizar el enunciado, para referir, más que un libro, una manía que se incrementa con los años, y escoger algún título que esa perversión me ha deparado: en todo lo que leo busco algún referente gastronómico, por más escondido que se encuentre. También busco lo obvio (o lo visible), por supuesto, y a esta categoría pertenece -y no sólo gastronómicamente- el magnífico libro que hoy traigo a este espacio:

Yo, en la cocina de Sofía Loren.

La famosa actriz, conocedora de muchos fogones y cocineros, y cuyo nombre había servido para bautizar platos en su honor, decide un día de 1968, en Ginebra, escribir un libro a partir de los recuerdos de una magia coquinaria: la de su “nonna”. Nueve meses (los de su embarazo) los dedicó a esa tarea. Si bien se apoyó en las técnicas y en los consejos de profesionales destacados, el secreto del libro está en la gracia de una modestísima cocina de Pozzuoli que se remonta a los años de Mussolini, cuando Sofía era una niña larguirucha de la Campania.

Miraba Ginebra desde un apartamento del piso 18 del Hotel Intercontinental, y escribía: “Muchas veces las nieblas bajas borraban la ciudad ante mis ojos y me parecía hallarme suspendida en el cielo, en un universo que sólo yo habitaba”. Después invocaba el nombre de su abuela Luisa y comenzaba a hacer notas en un cuaderno. Así nació In cucina con amore (1971), y también Carlos Junior.
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PASTA CON BERENJENAS
 
Comparto acá unas líneas de Sofía, tomadas de ese libro, sobre la pasta con berenjenas:
"Los sicilianos son los maestros en la cocina con berenjenas. Cuando voy a Sicilia intento comer berenjenas preparadas de las más distintas formas. Y ahora os voy a dar una receta que me ha gustado de forma extraordinaria:
Las berenjenas se han  de cortar en rodajas, sin quitarles la piel, pero eliminando, en cambio, las semillas, y freírlas; pero freírlas en una sartén muy grande, a ser posible de hierro, con muchísimo aceite, para que la cocción sea uniforme. Hay quien, antes de ponerlas en la sartén, mantienen cubiertas de sal las rodajas de berenjena durante algunas horas. Es decir, las ponen en una cazuela de barro, las cubren de sal y encima colocan un plato con algo pesado; de esta forma, las berenjenas se 'purgan', es decir, pierden parte de su jugo amargo. Eso depende de los gustos. Al final se fríen, se colocan sobre papel de estraza, para absorber el exceso de aceite y se conservan aparte, al calor.
Ya podéis cocer la pasta: bucatini, spaghetti y también rigatoni. Aliñad la pasta con esta salsa y con queso picante rallado (en Sicilia se emplea el de oveja); después se añaden las berenjenas y se sirve. Es un plato delicioso. Una variante consiste en añadir salsa de tomate, pero en escasa cantidad; de otra forma no está de acuerdo con los berenjenas.
Una variación espectacular, que me ha sido sugerida por una admiradora siciliana, es la siguiente: no cortéis las berenjenas a rodajas, sino a gajos y no hasta el fondo; los gajos se dejan sujetos por la base. Después se fríe la berenjena de esta forma, con los gajos aún sujetos por una punta (hace falta una sartén muy grande, naturalmente) y la berenjena queda como una enorme flor brillante; se coloca una en cada plato de pasta (ya aliñada con la salsa), con el rabo hacia arriba y los gajos que descienden radialmente, como una especie de sombrero que produce un efecto bellísimo".