lunes, agosto 30, 2010

Mataderos


Pasamos por Caballito, rumbo a Flores. Como en un verso de Juana Bignozzi, recorrimos la ciudad en busca de paisajes visibles o invisibles. Era domingo y el tiempo favorecía nuestro paseo con los Bruera, amables amigos que complacieron mi capricho de ir a Mataderos. Saludé al Cid Campeador y entramos en los predios de Roberto Arlt, a quien recordé en silencio, mientras Matías decidió tomar por Alberdi, como vía segura hacia nuestro destino. No sabíamos qué nos esperaba allí una mañana de sol que le agradecimos al amable invierno porteño. Era, sin duda, lo que antes llamaban acá “un día peronista”. En todo caso, era una gracia difícil de empañar. Seguimos el camino en busca de Directorio, atendiendo la precisa indicación de unas señoras “grandes” a quienes Matías consultó oportunamente a cierta altura de la Alberdi.

Mataderos tenía ayer, como todos los domingos, su feria artesanal. No vimos en ella nada que especialmente nos interesara. Sin embargo, había una atmósfera de la feria y del barrio, en general, que nos atrajo. Una atmósfera de entusiasmo atravesaba el aire limpio de esos parajes que anunciaban pampa y vida campera. Había música y baile callejeros, venta de facas para los compadritos de los cuentos de Borges. Y comida. Y era eso lo que nos aguardaba en Mataderos.

Hicimos cola para comprar salteñas, entrerrianas y tamales que golosamente comimos en una de las mesas dispuestas a la entrada del caótico Museo Criollo. Mientras esperábamos en fila nuestro turno, el joven que estaba delante de nosotros me oyó hablar y se volteó para preguntarme de dónde era yo. Le respondí y festejó de inmediato la respuesta que corroboraba lo que ya por su experiencia reciente suponía. Minutos después sabríamos que él vivió en Venezuela unos meses, trabajando en Caracas y en Barquisimeto. Por eso, cuando me oyó una exclamación (algún “¡coño!¨ dije a lo barquisimetano), no tuvo dudas de mi nacionalidad. Conversamos gratamente. Nos informó que él es de Mataderos y que todos los domingos come con su familia en la alegre plaza de la vieja Recova. Pidió locro y vino. El locro se veía apetitoso, pero nosotros nos limitamos a las empanadas y los tamales, pensando en que después iríamos a comer en serio. Error. Repetimos la ración y ese fue nuestro almuerzo, por el que debimos dar gracias a Dios, por lo sabroso, por lo deliciosamente sorpresivo.

Mataderos fue un hermoso descubrimiento. En el supuesto de que haya habido turistas típicos de Buenos Aires, vale decir, brasileños, seguro que eran miembros del “turismo secreto”. No nos topamos con ninguno de los que recorren Florida y atestan los restaurantes de Puerto Madero. Había sí muchos vecinos del barrio, como Diego Quintero, el joven admirador del proceso venezolano y militante del movimiento 17 de Octubre, quien aplaude las medidas del gobierno de Cristina y come locro con su familia, bajo el cielo espléndido de la gran plaza de los antiguos y nuevos reseros de Buenos Aires.

Al final del recorrido compré unas alpargatas y miré las pintas políticas de los muros. También las deportivas, que celebran la afición por el Nueva Chicago, seña de identidad de esos pagos donde se recuerda todavía a Lisandro de la Torre y se sacrifican los animales de donde sale el plato más emblemático de “la ciudad junto al río inmóvil”: el portentoso bife de chorizo, como el que hoy lunes me voy a comer en algún restaurante al que llegaré por el Bajo.


Olvidaba decir que al retornar de Mataderos pasamos nuevamente por Flores y Caballito y que una ráfaga de poesía urbana refrescaba la tarde.

domingo, agosto 22, 2010

Divagaciones sobre la pastela


Comienzo a escribir este artículo sin estar muy seguro del tema que abordaré. Había pensado referirme a la sabrosísima pastela que comí el jueves pasado y cuya excelencia no tiene parangón entre los buenos platos que he disfrutado verdadera y plenamente en mucho tiempo. Hablo de “disfrute pleno” porque incluyo momento idóneo, comensales propicios, música y chercha de postín. Si me decidiese a hacerlo mencionaría la riqueza cultural de la cocina marroquí y le rendiría honores a esa maravilla andaluza que se llevaron los moros al norte de Africa, para convertirla en el buque insignia de sus mesas más fastuosas. Tendría, además, la perfecta ocasión de arrimar la brasa para mi sardina literaria y mencionar a Angel Vázquez, autor de una formidable novela llamada La vida perra de Juanita Narboni (1976), que fue llevada al cine no hace tanto y elogiada en su momento por Eduardo Haro Tecglen, a quien debo, por cierto, el conocimiento de este interesante escritor español de Tánger. Me dejaría llevar por la atmósfera legendaria de la ciudad y convocaría la presencia de otros referentes no menos atractivos, para acompañar la imagen “maldita” de Vázquez, quien se llamó a sí mismo “homosexual, alcohólico, drogado y cleptómano”.


Ubicado en el Magreb, no perdería la oportunidad de hacerle algún guiño a Casablanca o de buscar la manera de traer a colación una cita de Juan Goytisolo o de comentar que Angel Vázquez se echaba palos con William Burroughs y con los esposos Bowles en un bar parecido al que Bogart tenía en el adorable filme de Michael Curtiz. En fin, la pastela me serviría de excusa para uno de esos viajes retóricos que tanto me agradan, pero la tentación lúdica tendría sus límites. Retornaría entonces a explicar que tanto la pastela como Juanita Narboni son expresiones de la enorme diversidad marroquí y representan el esplendor de un territorio donde el árabe, el yaquetía y el castellano dialogan y se enriquecen entre sí. Diría que la pastela es un compendio perfecto de olores, sabores y texturas o la más sublime combinación de las especias. Puesto a recordar la que comí, declararía mi inepcia para describirla, ahorrándole al lector tropos forzados o lugares comunes de la jerga gastronómica. Informaría sumariamente que se trataba de una versión elaborada por Cuchi, quien a falta de pichones usó pollo y desplegó –como siempre- su portentoso talento culinario, digno de platos con tanto linaje como éste. Agregaría que las hojas de masa filo puestas en un molde las rellenó con un pollo guisado con muchas cebollas y especias (canela, jengibre, cúrcuma, azafrán), cubriendo todo con almendras tostadas y nevazúcar. Desde luego, recordaría que no faltaron las imprescindibles gotas de agua de azahar, como la tradición indica.


Podría añadir, para no omitir precisiones terminológicas, que la pastela también se llama “bastela” y que algunos recetarios masculinizan el género y escriben “el bastela”, para horror seguramente de los “lectores y lectoras” acostumbrados a la ridícula manía de atribuirle sexo a las palabras.


Y hasta aquí el ejercicio de pensar en voz alta el tema de este artículo que no doy por escrito, debido al enorme respeto que le profeso a la cocina de Marruecos, sobre la cual apenas me atrevo a divagar o a hacerle, como hoy, coco a los amigos con la delicia suprema de la pastela.

lunes, agosto 16, 2010

Democracia morbosa


Tomo un libro de la biblioteca y busco unas páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he estado recordando estos días y que probablemente mi memoria haya erosionado un tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín aristocrático que emanaba de sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa y la relectura me permite el deleite pleno al que antes me negué. Hoy puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”. Disfruto de las verónicas y de las banderillas a media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.

El autor escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que Europa ha venido padeciendo. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública” o lo que algunos estimaban como “democracia”.

Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar: “¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.

Puedo seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con alguna realidad de nuestro entorno, no es pura coincidencia.
 

lunes, agosto 09, 2010

Apareció Clarice Lispector

Clarice Lispector

Ocurrió inexorablemente lo que mi amigo Félix Valderrama me anunció la semana pasada: apareció Clarice Lispector en mi habitación de Leblón. Apareció anoche, mientras leía los periódicos comprados en la mañana y bebía batido de pitanga. Una noticia de la fiesta literaria de Paraty refería la presencia de su nuevo biógrafo, el joven escritor norteamericano Benjamin Moser, quien al cambiarse un día de curso de idioma (de mandarín a portugués) accedió atónito al descubrimiento de esta singular brasileña nacida en Ucrania, cuya intrigante y rigurosa obra posee desde hace tiempo un merecido reconocimiento universal.

Clarice Lispector, judía y heterodoxa, como su biógrafo reciente, vino anoche a hablarme de comida. Antes, salí y caminé las dos cuadras que me separan de la librería Argumento, para traerme Revelación de un mundo, un libro de crónicas que lo es también de memorias, de reflexiones y de confidencias. Instalado de nuevo en la habitación leí un texto del año 1969 en el que la escritora de Recife narra cómo un día se moría de aburrimiento en una casa a la que su familia había sido invitada a almorzar por la dueña. Clarice y sus hermanas se lamentaban de estar perdiendo de esa manera tan triste un día sábado. Ni siquiera tenían hambre y el tedio era largo y hostigante. Pero se dio el milagro culinario o la magia de la poesía gastronómica que transforma la rutina en maravillas. Fueron llamados todos a la mesa y he aquí lo que pasó:

No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? (…). Cohibidos, mirábamos”.

A partir de tan fulminante epifanía, no hubo más nada en el mundo que esa mesa portentosa. Clarice Lispector asistió a una escena de La fiesta de Babette, como yo y… como ustedes, porque ahora compartirán con ella ese prodigio:

Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos… Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.”

Después de eso, ¿quién puede atreverse a una maldad?

lunes, agosto 02, 2010

El azar concurrente en una esquina

La escritora brasileña Nélida Piñón



No sé si es la poesía la que se vale del azar concurrente para prolongar sus misterios o si es el azar concurrente el que se vale de la poesía para convertirse en enigma. Ya dirán ustedes que estoy leyendo a Lezama y que por eso hoy di inicio a este artículo invocando un elemento clave de su sistema poético. Así es. He leído en estos días algunas de las páginas en las que el etrusco de La Habana nos sumerge en su remolino de metáforas, volviéndonos añicos las nociones que traíamos. Pero no es esa la razón por la que viene a cuento. En otra oportunidad comentaré esas lecturas asombrosas y sus incidencias en una revista que pronto publicaremos en San Felipe. Ahora sólo quiero compartir la aparición del azar concurrente en una calle de Río.

El hecho ocurrió ayer en una esquina de Leblón. Yo buscaba una tienda de ropa y traía en mis manos la bolsa con los libros que había comprado en la Travessa. Constaté que el centro comercial estaba cerrado y que debía dejar para otro día la visita a la tienda. Me detuve un instante a revisar la bolsa y saqué uno de los libros. Era el de Nélida Pinón, titulado Corazón andariego. Lo abrí y leí la frase inicial de la página 161 en la que la autora recuerda que su madre visitaba la iglesia de Santa Mónica cuando la familia vivía en Leblón. Como estas cosas me suelen ocurrir, no me extrañé de la coincidencia. Seguí caminando hasta llegar a mi hotel para iniciar en forma la lectura de esas memorias de la gran escritora brasileña. Quería encontrarme con su mundo infantil, con sus padres y abuelos gallegos, con sus primeras lecturas y, especialmente, con la cocina de su madre.

Mi interés surgió al leer hace un año una entrevista en la que la autora hablaba de la comida como una aliada de su fantasía y mencionaba con fruición un pollo a la romana y unos insuperables bifes a la milanesa. Pues bien, no sólo me reencontré con esas referencias culinarias, sino que descubrí un libro precioso que es, en realidad, un amable canto a la familia o la recreación poética del íntimo universo de una narradora fascinante. En él están sus casas de Río de Janeiro y el pueblo minero de San Lorenzo, como los más entrañables tesoros de la infancia. Y están sus padres y el abuelo Daniel. Por cierto, muchos años después de ser ella una escritora reconocida, descubrió que “Nélida” era un anagrama del nombre de su abuelo. Este quiso que la llamaran Pilara, como la bisabuela, pero una tía se empeñó en buscarle otro nombre y propuso el de “Nélida”. La tía obtuvo la adhesión del resto de la familia y Daniel se disgustó de por vida. Pasaron muchos años y un día la entrevistó un joven de Minas Gerais, quien le expresó su emoción por la tía que había tenido el acierto de llamarla Nélida, en homenaje a su abuelo. Se produjo así, de súbito, la revelación anagramática del noble sentido de su nombre. Sin duda, los hilos lezamianos del azar concurrente habían hecho su trabajo secreto en la familia.

Curioso por saber dónde se encuentra la iglesia de Santa Mónica que la madre de Nélida Pinón visitaba cuando vivían por estos pagos, indagué ayer mismo en la web y me enteré de que el mencionado templo estuvo ubicado en la esquina de la avenida Ataúlfo de Paiva con la calle José Linhares, justamente en el sitio donde ayer abrí Corazón andariego.

No sé cuántas veces habrá aparecido el azar concurrente en mi paseo de ayer. Sé que también habita esta página.