domingo, junio 12, 2005

Por el camino de Proust


Chardin

Debo a la conjunción de un leve resfriado y de una larga conversación con una amiga mi silencioso descubrimiento de Proust. El resfriado me mantuvo en cama durante un larguísimo día dentro de una quinta de la calle Motatán, en Colinas de Bello Monte. La quinta se llamaba San Eugenio y la amiga se llama Fernanda García, para ese momento mi compañera de estudios.

El hecho ocurrió hará unos veinticuatro años. Fernanda me había hablado la noche anterior de un libro que le fascinaba: una especie de Proust par lui-même, preparado amorosamente por Claude Mauriac.

La entusiasta referencia de Fernanda me llevó a curiosear las páginas de un ejemplar cuya lectura había venido postergando por falta de tiempo o por desgana, qué sé yo, a pesar de que Ludovica me lo ponderaba con frecuencia.

Abrí el libro y esa tarde leí sin parar Por el camino de Swann, en la legendaria traducción de Salinas. Al llegar a la página 91 un soplo de voracidad se apoderó de mi lectura. No sabía de dónde procedían tantos olores. Entonces Marcel Proust, con la morosa delectación de su escritura inigualable, me informó que una sacerdotisa de la gastronomía llamada Francisca había elaborado una lista de comidas al ritmo de las estaciones y de los episodios de la vida.

He aquí la lista: un mero porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville le Pin; tuétano con cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerle.

La lista parecía interminable y me llevó a mundos imprevistos. Cada plato fue para mí una transfiguración de otros. Cada motivo, un capricho de mi abuela, de mi madre o mío. Se me reveló el universo entero en una mesa, en una fruta, en una cuchara, en un pan, en un salero. No podía verme nadie: en una desesperación de ternura me aproximé al libro y le di las gracias a las cosas que estaban a mi lado y bendije por un instante el poderoso olor del agua de azahar que percibí una remota mañana en la casa de mi Papabuelo.

Para el final, como debe ser, probé la crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. Era la apoteosis, el homenaje al padre, la delicia suprema, la medicina de los dioses.

Como escribió una vez Alejandra Pizarnik, sin pensar en Marcel Proust ni en comida alguna:

"He de morirme de cosas así".

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Homenaje borgiano a Proust? O más bien: ¿homenaje proustiano a Borges?