lunes, agosto 18, 2008

Pequeña crónica carioca


Manoel Moletta, Biscuter y Jaime Aparicio en la Academia de la cachaça

La semana antepasada en el famoso bar Jobi de Río de Janeiro, comiendo boliños de bacalao y bebiendo chopes bien fríos, Jaime Aparicio y yo percibimos de pronto que estábamos traicionando a nuestro amigo Manoel Moletta. Un volante informativo encontrado en nuestra mesa nos enteró de la reñida competencia que en estos días se está dando entre los mejores “botecos” de la Ciudad Maravillosa. Por supuesto, tanto el Jobi como el Bracarense están en la disputa, por ser los más eximios bares de Leblón. Se trata de elegir al “rey de los botecos” de Río y Jaime y yo sentimos que no podíamos seguir allí. Por adhesión y solidaridad con nuestro amigo pedimos la cuenta y caminamos unas pocas cuadras para tratar de instalarnos en el “sancta sanctorum” de sus recorridos: el Bracarense. Y menos mal que eso hicimos, pues a los pocos minutos, mientras Jaime y yo esperábamos mesa, llegó Manoel, quien dispone siempre de algún lugar aunque el célebre local de la calle Linhares esté repleto. Dicha ventaja la posee Maneco por pertenecer al Consejo Regional de Frecuentadores de Bares y, por supuesto, por ser la simpatía en persona. Le referimos nuestra involuntaria infidelidad y nos respondió con una de sus frases predilectas: “¡Fue una locura!” y para festejar la oportuna rectificación ordenó boliños de camarón. Debo decir que esas bolitas de camarón son las mejores del mundo. Nada las iguala. Le añadimos picante para disfrutarlas más, mientras Manoel pedía que nos sirvieran también carne seca encebollada, plato que es, sin duda, una de las delicias de la gastronomía brasileña. La cebolla consigue equilibrar la sal de la carne y lo demás lo hace el poquito de farofa que Manoel suele añadirle.

Después de esa incursión no tuvimos duda. Nuestro guía y amigo tenía razón. Nada como los manjares que prepara Alayde Carneiro, la legendaria cocinera del Bracarense. Me contó Paulo Roberto, chofer oficial de algunos miembros del Comité Jurídico Interamericano, que hace cierto tiempo la presión del público obligó a los dueños del boteco a aumentarle el sueldo a Alayde, quien anunció su renuncia por considerarse en ese entonces mal remunerada. Asustados por la posible caída del establecimiento, los propietarios del mismo cedieron ante el pedimento de la insigne cocinera, como debe ser. El más grande bohemio vivo de Río de Janeiro, Jaguar, escribió una vez que “Ir a Río y no probar los platos de Alayde es lo mismo que ir a Roma y no ver al Papa”. Sobreviviente a la avalancha de turistas, el Bracarense es nuestro rey de los botecos y Alayde la papisa de las cocineras cariocas. Así escribimos Jaime y yo en nuestros votos en el momento de consignarlos ante la nada imparcial mirada de Moletta.

El sábado siguiente Manoel nos tenía preparada una emboscada en la Academia de la cachaça. La ritual feijoada de ese día tuvimos ocasión de comerla en ese otro sitio emblemático de Leblón. Iniciamos la liturgia con caldo de feijao, un poco salado para mi gusto, pero muy conveniente como preparación del cuerpo para la faena que apenas comenzaba. Después llegó el gran plato del Brasil, que a nosotros, comedores de caraotas negras y de diversas carnes, nos seduce, pero también nos asombra por la sabia presencia de la naranja. Abundante, bien combinada y multiétnica, la feijoada atraviesa todas las culturas del país y la comen tanto en la “casa grande” como en la “senzala”, donde seguramente se compuso la primera feijoada “in illo tempore”. El postre fue una especie de torta de queso caliente con guayaba de la que se abstuvo el ya extenuado Jaime, pero que gozó de la voracidad de Maneco y de mi gula.

Lo demás fue caminar por Leblón cuando la tarde caía y comprar un libro de Mario Quintana en la Da Conde.

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