lunes, diciembre 22, 2008

La hallaca como patria


Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero había sido Paris, ahora era Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, este joven forjaba con rigor su espíritu de sabio. Hizo viajes. Se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante y muy vagamente el suelo firme de Nutrias. Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. Volvió a Viena y visitó razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, fichamientos, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”. Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. Su cuerpo, entonces, fue cruzado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y así, se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, de repente lo conmovió un recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. Sintió ¡por fin! que algo de su tierra le hacía una enorme falta. Se olvidó de la nieve y del Dante y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que ahora desplegaban sus manos ávidas. Lo abrió y ahí estaba ella: la hallaca, la mítica hallaca de su infancia. Supo al instante que en ese plato tenía albergue toda su patria. Estaban allí su mamá y los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure y su casa de Palmarito. También la bandera de Miranda y el Himno Nacional. “Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el joven filósofo, que, como ya lo habrán acertado mis lectores, famosamente se llama José Manuel Briceño Guerrero.

Feliz Navidad a todos y buen provecho.

2 comentarios:

Javy Larroquet dijo...

Biscuter, felicitarlo nuevamente, deseando los mejores augurios de paz y gratitud en muchos niveles. Muchas gracias por sus comentarios e infinitas pinceladas de conocimientos. Un cordial abrazo y Pura Vida!

Antonio Gámez dijo...

Bello artículo Biscuter,
Lo acabo de leer, he estado ocupado y alejado de estos lares. Celebraré este artículo con tunguitas de carne mechada de La Huerta, en Lagunillas de Mérida. Abrazos por los diez añoz y por los sueños compartidos.