Alvaro Cunqueiro, crítico y enólogo
No sé si el título de este artículo corresponda exactamente a lo que deseo decir en las líneas que siguen, a propósito de la interesante reflexión que sobre la crítica gastronómica formulara Sumito Estévez en su columna del pasado domingo. Como la arbitrariedad metafórica del título podría generar confusión, declaro de una vez que estaba pensando en un texto de Alfonso Reyes cuando se me ocurrió. Me refiero a la conferencia que el regiomontano dictó el 26 de agosto de 1941 en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana. Sus lectores la conocen como Aristarco o la anatomía de la crítica, luminoso ensayo que se convirtió rápidamente en un clásico latinoamericano sobre el tema. En él, Reyes nos dice con su insuperable eficacia verbal, que la verdadera crítica también es un acto creativo. Después de comentar sus grados (la impresión, la exégesis y el juicio) y algunos de sus deleites (el discurso, la golondrina y el halcón), nos revela el alto deber social de un oficio que fertiliza el goce, difunde placeres, comparte imágenes, preserva o renueva valores y algo que es fundamental: educa finamente. Muchos son los que concluyen conmovidos la lectura de esas inolvidables páginas de Alfonso Reyes, agradeciendo con entusiasmo a los críticos o queriendo ser tales.
Una vez leído el texto alfonsino me resulta difícil evitar su influjo. Doy paso, entonces, y sin resistencia alguna, a la previsible analogía: la crítica gastronómica también puede (y debe) ser un acto de creación. Veamos. Sin dejar de cumplir su rol orientador, el crítico de gastronomía no tiene por qué estar reñido con la gracia literaria. Por el contrario, ella fortalece e ilumina su afán de comunicación y su deseo de diálogo. Ilustres nombres dan fe de este aserto. Digo al voleo los de Julio Camba, Alvaro Cunqueiro, Joan Perucho, Xavier Domingo, Manolo Vázquez, Néstor Luján, por nombrar algunos españoles; Rodolfo Hinostroza, D`Artagnan, Jaguar, Julio Pazos, Ben Ami Fihman, por indicar los suramericanos que recuerdo en este instante. Si bien no podemos exigirle que alcance los altísimos niveles de Cunqueiro (y de otros de los mencionados), el crítico gastronómico, además de cultura a secas, debe poseer una pluma decente, como mínimo. Nada que no le pidamos de manera razonable a todo periodista que se respete. Lastimosamente, cada vez suele ser más ilusoria esta demanda elemental. Por eso mismo, salta a la vista otra analogía derivada del ensayo de Reyes: la crítica gastronómica debe educar. Esto supone un caudal de conocimientos al servicio de la buena escritura. La piratería no es compatible con la crítica auténtica. Un sustento firme debe acompañar el trabajo del crítico de gastronomía, que si lo es de verdad, se lo debe a una afición honesta y no a una pose. No hay que ser erudito en culturas culinarias ni en ciencia alguna, pero no se puede ser ignorante al extremo de desconocer lo básico y atreverse a pontificar desde un blog o de una página de revista o de periódico, sobre cocineros y comidas.
El crítico de gastronomía forma parte de un ámbito que va más allá de lo que algunos suponen. Quiero decir que ese noble oficio no se limita a la escritura sobre cocina pública o sobre restaurantes. Abarca un enorme espectro que incluye las mesas populares, las ferias, los productos, los mercados, las escuelas, para no hablar de historia, tradiciones, técnicas o de innovaciones propias o foráneas. En fin, su campo es la innumerable diversidad. Para ejercer de una mejor manera su trabajo, el crítico gastronómico debe otear con libertad ese amplísimo horizonte. Así sabrá que no está solo y que es una pieza más de la cultura alimentaria, no reducida a marcas ni a modas. Quizá no esté de más afirmar que el ejercicio de la crítica no es compatible con la zalamería, pero tampoco con el ninguneo y la maledicencia. La crítica es un aseo intelectual, no una ventilación de miserias.
Por último, no olvidemos que el cocinero debe ser crítico de sí mismo. En ocasiones es mejor escuchar la voz interior que la de algún sesudo “crítico” que estando “a la vuelta de todo”, no sabe distinguir entre el ñame y el ocumo o entre el perejil y el cilantro.
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