Sandro Botticelli. Una escena del Decamerón
El banquete se inspiró en recetas del
inolvidable cocinero Martino, un maestro de la gastronomía medieval, cuyos
mejores platos fueron recogidos en el Libro
de Arte Coquinaria que preparó Platino, otro nombre ilustre en la historia
universal de los fogones. Ambos, junto a Catalina de Médicis, tuvieron el
mérito (sobre todo, los primeros) de difundir con éxito la cocina italiana por
todo el continente. Ese aporte no incluyó sólo recetas. También, lo que
Lévi-Strauss llamaría en el siglo XX, “modos y maneras de mesa”. Así, los usos
del tenedor y de la servilleta, iniciados en Italia desde finales del
“trecento”, cuando el resto de Europa desconocía esos maravillosos lujos.
El banquete ofrecido hoy por Alejandro VI, con
la diligente asesoría del Duque, es como un diálogo entre el Medioevo y el
Renacimiento toscano. Un diálogo que poco más tarde alcanzaría el esplendor de
los más elegantes condumios en la corte del Magnífico, que solían incluir lo
que Álvaro Cunqueiro recuerda como un remoto antecedente del “civet” francés:
el “civiero”, “amado por Piero Strozzi y golosina del señor Bocaccio” en el
otoño florentino. También –nos dice el admirado gallego- el “civiero” fue plato
que gozó de las preferencias del Giocondo y su mujer Mona Lisa, que lo comían,
golosos como eran, por san Andrés y san Martín.
Así que hoy habrá “civiero”, pero antes llegará
a la mesa vaticana la “torta Manfreda”, que deslumbró a los franceses llegados
a Italia con Carlos VIII, cuando aún no conocían el “pâté-de-foie”, que habría
de ser más tarde emblema gastronómico de Francia. La “Manfreda” hacía las
delicias del famoso secretario Maquiavelo, quien, por cierto, ya ha ocupado su
lugar en la mesa de este ágape “borgiano”, que tiene de invitado, a pesar de
las antipatías de por medio, a uno de los Orsini.
La “Torta Manfreda” fue concebida mucho antes,
en honor de Manfredo, rey de Sicilia, hijo del “primer hombre moderno que se
sentó en un trono” (Burckhardt dixit): Federico II de Suabia. El epónimo del
plato tiene, además de esa prosapia, presencia literaria. Recordemos que está
en la Comedia, en el Purgatorio, canto III, para ser exacto. Allí se le acerca
a Dante, “biondo era e bello e di gentile aspetto”, y le dice:
“…Io son
Manfredi,/ nepote di Costanza imperadrice;/ ond’io ti priego che quando tu
riede,/ vadi a mia bella figlia, genitrice/ de l’onor di Cicilia e d’Aragona,/
e dichi il vero a lei, s’altro si dice”.
El nieto de la emperatriz Constanza, que no tuvo
tiempo de arrepentirse de sus pecados y por eso “purga”, acostumbrado como estaba
a las fastuosas pitanzas de la corte de Palermo, tal vez no entendería por qué
este plato de modestos ingredientes y de especias no costosas, lleva su nombre.
Acaban de traer la “Torta Manfreda” y Sebastiano
Pinzón, desde un rincón de la sala, no le quita la vista de encima al cardenal
Orsini. Éste, bebe con gusto su “trebbiano” (otro aporte de la Toscana),
mientras el Duque de Valentinois le explica a los comensales las excelencias de
los hígados de pollo y sus aportes al humanismo, dada la afición que por ellos
tenía el imponderable señor Pico della Mirandola.
¿Dónde puso Sebastiano Pinzón la cantarella? ¿En
la torta? ¿En el vino? Lo cierto es que a los pocos días el cardenal Orsini se
despidió de este mundo.
(Sebastiano Pinzón fue el envenenador oficial de
César Borgia y la cantarella, su veneno estrella)
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