Me resisto a creer eso de que las opiniones ilustradas ya no son necesarias y que la figura del intelectual es un anacronismo. Se alega para fundamentar tal disparate que ahora la única voz válida es la del pueblo. Mi resistencia a barbaries de esa índole tiene, entre otras, una razón: el supuesto pueblo no es pueblo sino público. Es, además, un público amaestrado por quienes dirigen la omnipresente ceremonia de la confusión mediática en que estamos sumidos desde hace mucho tiempo, tanto, que emprender hoy el camino de la verdadera liberación es iniciar una ardua singladura contra casi todas las corrientes.
Reconozco que el mandarinato de ciertos intelectuales o pretendidos tales hizo mucho por alejarnos de la llamada cultura “culta”. Es cierto que la echonería y arrogancia de algunos detentadores del “poder cultural” los hizo insoportables. Es verdad también que de esa clerecía emanaba un tufillo de falsa aristocracia cultural que la volvió no sólo arcaica, sino ridícula. Bien. Aceptado todo eso, creo todavía que no debemos renunciar a escuchar la voz de los intelectuales críticos (que los hay), a sabiendas de que no son los únicos portadores de la lucidez, pero que tienen cosas importantes que decirnos.
En materia de gustos y colores sí han escrito los autores. No en balde la estética es uno de los saberes más influyentes en nuestras sociedades. Por eso, haber dejado la educación del gusto en manos de los medios de comunicación social ha sido una de las desgracias más vergonzosas de nuestro tiempo. Una globalización del vacío estético, de la vulgaridad, del desprecio al cultivo del espíritu y de la entronización de lo banal, nos domina y nos degrada. Esa indigencia atraviesa todos los segmentos de la sociedad, no respeta edades (aunque exalte sólo a los jóvenes) y depreda cuanto nos quedaba de respeto por los hombres y mujeres cultos. La internacional de la oligofrenia estética es la que lleva por ejemplo a cualquier ignaro a opinar impunemente sobre vestuarios académicos, bandas sonoras, bibliografía, planes de estudio humanísticos, presencia de lo gastronómico en la ciencia o sobre cualquier cosa que se le ocurra, por más que ésta, para ser percibida, exija cierta experticia o alguna sensibilidad educada. Pero eso no importa. A la impostura cultural le basta alegar brutalmente el derecho constitucional a la participación, como si ésta tuviera alguna beligerancia en materia de estética o en gustos artísticos.
Alberto Soria publicó ayer un artículo estupendo que no me voy a privar del placer de aprovecharlo en este post de hoy, a propósito de los comentarios anteriores. Dijo estas cosas que comparto:
“Al paladar y a la mirada le han hecho trampa. Se la siguen haciendo. Al paladar, que desde la casa y escuela la sociedad espera se lo eduque, le han convencido que no necesita mamá y familia. La comida producida en fábricas y en cadenas `sabe mejor`. La publicidad se lo recuerda constantemente...(...) A la mirada actual no se la educa para que escoja lo que le parezca suyo y bello. Sin pausa, se le imponen patrones muchas veces ajenos a su tradición y su cultura”.
La sociedad del espectáculo lo abarca todo y sus jefes eligen por nosotros. Nada le es ajeno, ni la gastronomía, ni la política, ni el arte, ni el deporte.
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3 comentarios:
Un post muy sabio... la publicidad del fast food nos conusme como termitas.. pero aun estamos a tiempo de desvanecer y erradicar esta plaga que nos lleva a un precipicio sin salida donde no exite la cocina tradicional ni el juego de chapitas.
Un post muy necesario.
Pienso que un spot publicitario que comente que una hamburguesa es el mejor alimento diario no genera mucho problema. Sí lo hace cuando se repite cada hora de cada día de cada semana durante varios meses, y se riega por diferentes medios de comunicación, y se discute en debates públicos (de radio o tv) y se promociona oculto en películas, videos musicales, telenovelas, series semanales, etc.
Y además de eso, no encuentra adversario digno comunicacionalmente hablando.
En este caso y en muchos otros la exageración convierte la gracia en pecado. Pero además se convierte en maldad cuando este desequilibrio se descubre realizado con un propósito fijo, y no precisamente científico o experimental.
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