Ella se acerca al patio y respira otro aire. Nuevamente comprueba que gracias a ese amable espacio de la casa, cultivado por ella misma con esmero, ha podido sobrevivir a la languidez indetenible de su pueblo. Contempla “la silueta altanera del tamarindo” difuminada por las lágrimas que han retornado a sus ojos. Ella se llama Carmen Rosa y es la entrañable heroína de la novela “Casas muertas”, de Miguel Otero Silva. Acaba de retornar del cementerio y en su “pequeño cosmos vegetal” busca refugio para su alma desolada y silencio amoroso para hacer el duelo. Ese patio es la representación de una vieja alegría perdida: la “alegría de la tierra”, que diría otro notable escritor venezolano. Pienso hoy en ese patio porque voy a decir algo acerca de la llamada soberanía alimentaria. Y es que no concibo soberanía alguna sin cultura de la tierra, el sagrado lugar de las vituallas.
Trazar la meta de la soberanía alimentaria comporta algo más que capacidad de producción y de justa gestión distributiva. Comporta un desafío que a muchos les parece anacrónico: la recuperación de la cultura campesina, destruida por esa implacable máquina de producir hambre que se llama, salvo mejor nombre, capitalismo. No se trata de proclamar nostalgias bucólicas que, por lo demás, nadie se las tomaría en serio, sobre todo viniendo de quien escribe: un incurable citadino. Me refiero a la recuperación de los saberes obtenidos mediante la conexión afectiva con la tierra y la convivencia con el agua y las semillas. No es un propósito ilusorio, por más que algunos especialistas en economía alimentaria se empecinen en recusarlo, con más afán de sorna que buenos argumentos. Recobrar nuestro paisaje agrícola puede ser la solución a muchos de los problemas que hoy confrontamos y a los cuales no se les vislumbra una salida feliz dentro de la ruta fatídica del libre comercio y las tecnoutopías.
Desde hace algunos años el movimiento “Vía Campesina” en Francia ha venido desarrollando bajo esa orientación el concepto de soberanía alimentaria. Así, plantean la necesidad de una producción agrícola local destinada a alimentar a la población, así como el derecho de los pequeños productores a ser los protagonistas de ese proceso. Entienden por soberanía la libertad de decidir la cultura alimentaria de los pueblos, sustrayéndola del aberrante mecanismo del capital transnacional que obliga a muchos países al monocultivo para la exportación, mientras la mayoría de sus habitantes se muere de hambre. Amartya Sen demostró desde hace años que el problema alimentario no es un problema de producción, sino de acceso equitativo. Estudió las hambrunas de Bangla Desh y comprobó que mientras los alimentos estaban disponibles a la espera de su exportación, la hambruna se extendía entre los pobres. Mejor dicho, éstos eran asesinados por ese flagelo que todavía hace estragos en el mundo y que conocemos con el ya desacreditado nombre de “neoliberalismo”.
Matías Bruera en Argentina nos recordó en sus libros luminosos que el mundo gourmet no es sólo la expresión de una moda sifrina o sofisticada. Es también la puesta en escena de una ideología que tiene como objetivo preciso escamotear la realidad y hacer invisible el país de los cartoneros y de la miseria. El granero del mundo es ahora un granero transgénico y su capital es la capital latinoamericana de la “sociedad gourmet del mutuo bombo”. Los “piqueteros” que le provocaron hace poco tanto repeluz a Vargas Llosa no surgieron por generación espontánea, sino por los efectos trágicos de una política criminal que sometió a la Argentina, picana eléctrica en mano, corralito en mano, privatización en mano, macroeconomía en mano, amnistía en mano, a un genocidio del que no le será fácil reponerse.
En Venezuela estamos recuperando una visión integral del tema, pero cuesta. Sabemos que cuesta, sobre todo por la inmensa hojarasca académica que lo cubre. Hemos escuchado mucho a los economistas, a los ingenieros agrónomos, a los estadísticos y sus sucedáneos, a la FAO, a la POLAR, etc., pero a cada uno por su lado, con apreciaciones incompletas y casi siempre erróneas. Poco hemos avanzado y así seguiremos si no nos atrevemos a asumir el gran desafío de integrar plenamente el tema de la alimentación a la cultura.
Trazar la meta de la soberanía alimentaria comporta algo más que capacidad de producción y de justa gestión distributiva. Comporta un desafío que a muchos les parece anacrónico: la recuperación de la cultura campesina, destruida por esa implacable máquina de producir hambre que se llama, salvo mejor nombre, capitalismo. No se trata de proclamar nostalgias bucólicas que, por lo demás, nadie se las tomaría en serio, sobre todo viniendo de quien escribe: un incurable citadino. Me refiero a la recuperación de los saberes obtenidos mediante la conexión afectiva con la tierra y la convivencia con el agua y las semillas. No es un propósito ilusorio, por más que algunos especialistas en economía alimentaria se empecinen en recusarlo, con más afán de sorna que buenos argumentos. Recobrar nuestro paisaje agrícola puede ser la solución a muchos de los problemas que hoy confrontamos y a los cuales no se les vislumbra una salida feliz dentro de la ruta fatídica del libre comercio y las tecnoutopías.
Desde hace algunos años el movimiento “Vía Campesina” en Francia ha venido desarrollando bajo esa orientación el concepto de soberanía alimentaria. Así, plantean la necesidad de una producción agrícola local destinada a alimentar a la población, así como el derecho de los pequeños productores a ser los protagonistas de ese proceso. Entienden por soberanía la libertad de decidir la cultura alimentaria de los pueblos, sustrayéndola del aberrante mecanismo del capital transnacional que obliga a muchos países al monocultivo para la exportación, mientras la mayoría de sus habitantes se muere de hambre. Amartya Sen demostró desde hace años que el problema alimentario no es un problema de producción, sino de acceso equitativo. Estudió las hambrunas de Bangla Desh y comprobó que mientras los alimentos estaban disponibles a la espera de su exportación, la hambruna se extendía entre los pobres. Mejor dicho, éstos eran asesinados por ese flagelo que todavía hace estragos en el mundo y que conocemos con el ya desacreditado nombre de “neoliberalismo”.
Matías Bruera en Argentina nos recordó en sus libros luminosos que el mundo gourmet no es sólo la expresión de una moda sifrina o sofisticada. Es también la puesta en escena de una ideología que tiene como objetivo preciso escamotear la realidad y hacer invisible el país de los cartoneros y de la miseria. El granero del mundo es ahora un granero transgénico y su capital es la capital latinoamericana de la “sociedad gourmet del mutuo bombo”. Los “piqueteros” que le provocaron hace poco tanto repeluz a Vargas Llosa no surgieron por generación espontánea, sino por los efectos trágicos de una política criminal que sometió a la Argentina, picana eléctrica en mano, corralito en mano, privatización en mano, macroeconomía en mano, amnistía en mano, a un genocidio del que no le será fácil reponerse.
En Venezuela estamos recuperando una visión integral del tema, pero cuesta. Sabemos que cuesta, sobre todo por la inmensa hojarasca académica que lo cubre. Hemos escuchado mucho a los economistas, a los ingenieros agrónomos, a los estadísticos y sus sucedáneos, a la FAO, a la POLAR, etc., pero a cada uno por su lado, con apreciaciones incompletas y casi siempre erróneas. Poco hemos avanzado y así seguiremos si no nos atrevemos a asumir el gran desafío de integrar plenamente el tema de la alimentación a la cultura.
4 comentarios:
Bravisimo!
Este articulo salio redondito como una arepa.
.Guy
Gracias, querido Monod. Un abrazo
Apreciado Biscuter,
Impactante y bello post, cierto es lo que dices acerca de la soberanía alimentaria y los intereses que se mueven enmascarando la verdad.
La economía es de los que saben de ella, es decir, los que tienen mucho más de lo que necesitan, es conveniente sólo a ellos mismos.
Aplaudo las iniciativas para que el trabajo del campo sea considerado, pero es una lucha perdida de antemano en tanto la distancia entre los que "luchan" por el campo no crean de verdad en el campo. En alguno de tus post me conmovió lo que dices de que les llamaron capochos a los campesinos y les enseñaron a sentir verguenza por ello, ahora pienso que eso no ha sesado, ni aún en los que se autoproclaman luchadores por el campesinado, pienso que se mueven otros intereses, y que la falsedad es una herramiento de uso común entre los que hacen política.
No hay una verdadera revolución mientras exista la distancia entre coterraneos, mientras no exista un verdadero nacionalismo, un verdadero amor por la patria, mientras la verguenza étnica no nos haga bajar la cabeza por ser quienes somos, mientras los dirigentes sigan sirviendose de las ilusiones de la gente que día a día lucha en nuestros desamparados campos.
Mientras, te felicito de nuevo, porque eres esperanza para los que como yo el pesimismo nos ha invadido, pero aún luchamos calladitos por los derechos y la revalorización de nuestro campo y nuestros campesinos porque conocemos su valor no sólo con el corazón sino con la conciencia patriótica y lacabeza metidos en eso.
Saludos bucólicos, recordando a Virgilio, a Milton y a mis abuelos que en San Cristóbal de Torondoy bregaron la tierra sagrada y amarga de la Venezuela desagradecida, como en un Paraíso perdido o nunca encontrado.
"Aplaudo las iniciativas para que el trabajo del campo sea considerado, pero es una lucha perdida de antemano en tanto la distancia entre los que "luchan" por el campo y los que allí viven no sea estrechada y mientras quienes luchan no crean de verdad en el campo..."
Corrección necesario que le da sentido a lo dicho, un error que no sé como editar así que lo pongo con poca elegancia acá abajo.
Saludos de nuevo
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