Caicara del Orinoco
1. La familia se mudaba de nuevo. Parecían gitanos que iban de un campo a otro, alejándose cada vez más de su lugar de origen. De Caripito a San Juan, allí en el Delta, tierra del aluvión de la malaria, donde el padre encuellador temblaba como un pájaro en lo alto de la torre. Vadeaban el Tonoro, el Guarapiche, el Tigre y noche tras noche buscaban la tierra prometida. El viaje se les hacía interminable. Unos venían de ser conuqueros del Turimiquire o peones de los bajos llanos orientales. Otros venían de las haciendas de cacao de Soro o de Cariaco, atraídos por el espejismo y empujados a la misma trashumancia. Todos formaban la fatigada cuadrilla de un sueño en estampida. A lo largo de la calle Bolívar vieron un día cómo se quemaba impunemente Quiriquire. En otra ocasión contemplaron una meseta llena de taladros y una tarde ya remota, al recordar los densos apamates cubiertos de petróleo, terminaron muriéndose con una inconsolable tristeza de país en ruinas.
El paisaje petrolero, pródigo en mechuzos, fue cubriendo vertiginosamente a algunas regiones del país. De pronto nos volvimos ricos. En rigor, nos volvimos nuevos ricos y dejamos de ser buenos pobres. La superstición del progreso nos urbanizó de manera indetenible y agresiva. Y lo peor: nos fue colonizando mentalmente y vaciándonos de tradiciones, de sabias parsimonias, de viejas lentitudes. La cultura campesina pasó a ser mal vista. Se le llamó “capocho” al hombre del campo y se le ordenó que se avergonzara de serlo. Fue imponiéndose con inclemencia atroz un modo de producción salvaje, tecnológicamente de avanzada, pero inexorable depredador de la cultura. El consumo alimentario se hizo cínica ideología del dominio monopólico: que coma quien pueda, y si puede, que coma esta chatarra.
La cartografía de los desplazamientos que produjo el oro negro entre nosotros no sólo quedaría estampada en los fríos mapas trazados por la Standard Oil, sino también en la imborrable memoria de los sobrevivientes. Uno de ellos tuvo un hijo que se encargaría de narrarla en un poema prodigioso. Me estoy refiriendo a “De un pueblo y sus visiones”, de J. M. Villarroel París, a quien –como ya leyeron- he convocado de nuevo a este espacio intertextual.
2. El escritor conoció esa vez el Orinoco. Se dice fácil, pero fue algo más que la impresión de un paisaje desconocido. El escritor conoció ese día la eternidad en su cauce más antiguo. Llegó a él, pausadamente, por los llanos guariqueños, en un viaje labrado por baqueanos históricos y sabios. Llegó nada menos que con Juan Iturbe, Teodorito Velázquez y el legendario Emilio Arévalo Cedeño. Poco después, las imágenes vistas asaltarían las espléndidas páginas de su prosa, llenándolas de asombro. Hoy se las leo con emoción literaria a mis alumnos y “aquel meloso y penetrante olor a sarrapia que emana de todas sus tiendas y negocios” es una ráfaga de amor que nos envía desde la literatura el hermoso país que hemos olvidado. Llegan también la suculencia de una sopa de tortuga y la larga siesta canicular en el liviano chinchorro de moriche donde descansan tentadores bellos cuerpos de mujeres. El escritor que digo –que estoy diciendo- ha sido reconocido como el gran ensayista venezolano. Famosa y merideñamente ese escritor se llama para siempre Mariano Picón Salas.
(No se imaginó don Mariano que la sarrapia iba a ser una seña de identidad “elitesca”, exhibida hoy con arrogancia por ciertos representantes del mundo gourmet, más interesados en mostrarse que en cocinar. El nuevo rico se hizo chef).
El paisaje petrolero, pródigo en mechuzos, fue cubriendo vertiginosamente a algunas regiones del país. De pronto nos volvimos ricos. En rigor, nos volvimos nuevos ricos y dejamos de ser buenos pobres. La superstición del progreso nos urbanizó de manera indetenible y agresiva. Y lo peor: nos fue colonizando mentalmente y vaciándonos de tradiciones, de sabias parsimonias, de viejas lentitudes. La cultura campesina pasó a ser mal vista. Se le llamó “capocho” al hombre del campo y se le ordenó que se avergonzara de serlo. Fue imponiéndose con inclemencia atroz un modo de producción salvaje, tecnológicamente de avanzada, pero inexorable depredador de la cultura. El consumo alimentario se hizo cínica ideología del dominio monopólico: que coma quien pueda, y si puede, que coma esta chatarra.
La cartografía de los desplazamientos que produjo el oro negro entre nosotros no sólo quedaría estampada en los fríos mapas trazados por la Standard Oil, sino también en la imborrable memoria de los sobrevivientes. Uno de ellos tuvo un hijo que se encargaría de narrarla en un poema prodigioso. Me estoy refiriendo a “De un pueblo y sus visiones”, de J. M. Villarroel París, a quien –como ya leyeron- he convocado de nuevo a este espacio intertextual.
2. El escritor conoció esa vez el Orinoco. Se dice fácil, pero fue algo más que la impresión de un paisaje desconocido. El escritor conoció ese día la eternidad en su cauce más antiguo. Llegó a él, pausadamente, por los llanos guariqueños, en un viaje labrado por baqueanos históricos y sabios. Llegó nada menos que con Juan Iturbe, Teodorito Velázquez y el legendario Emilio Arévalo Cedeño. Poco después, las imágenes vistas asaltarían las espléndidas páginas de su prosa, llenándolas de asombro. Hoy se las leo con emoción literaria a mis alumnos y “aquel meloso y penetrante olor a sarrapia que emana de todas sus tiendas y negocios” es una ráfaga de amor que nos envía desde la literatura el hermoso país que hemos olvidado. Llegan también la suculencia de una sopa de tortuga y la larga siesta canicular en el liviano chinchorro de moriche donde descansan tentadores bellos cuerpos de mujeres. El escritor que digo –que estoy diciendo- ha sido reconocido como el gran ensayista venezolano. Famosa y merideñamente ese escritor se llama para siempre Mariano Picón Salas.
(No se imaginó don Mariano que la sarrapia iba a ser una seña de identidad “elitesca”, exhibida hoy con arrogancia por ciertos representantes del mundo gourmet, más interesados en mostrarse que en cocinar. El nuevo rico se hizo chef).
10 comentarios:
Amo este blog seguramente porqué con envidia veo que logra decir muchas cosas que me encantaría poder lograr yo. Hago la aclaratoria porqué ésta es una de las muy contadas ocasiones en que me ha llamado la atención una frase tuya por salirse del mismo espíritu equilibrado que suelo notar en ti:
(No se imaginó don Mariano que la sarrapia iba a ser una seña de identidad “elitesca”, exhibida hoy con arrogancia por ciertos representantes del mundo gourmet, más interesados en mostrarse que en cocinar. El nuevo rico se hizo chef).
Es obviamente largo de discutir y puedo intuir porque lo dices; aun así es difícil entender donde está lo incorrecto en el uso de un producto semi desaparecido como la sarrapia. Da igual si lo hace un elitesco nuevo rico (a los que no les tengo rabia porque seguramente estoy medio por allí :-)) o la hace un sesudo académico que cree merecer loas por "rescatar para el mundo" acervo (dos caras de la misma moneda del ego) ... lo importa es que mi hijo sepa que existió, que se usó, que es maravilloso, que debería ser bandera.
Como siempre, con una admiración profunda hacia ustedes,
Sumito Estévez
Gracias Sumito por tu comentario. Tal vez a mi frase le faltó un adecuado contexto que evitara, por ejemplo, tu interpretación.
Ojalá pudiéramos usar mucho más la sarrapia en la cocina y que su empleo en nuestros postres u otros platos fuese extendidamente popular. Me encantaría que volviéramos a los tiempos en que algunas pulperías nuestras olían a sarrapia, como lo relata Picón-Salas, hablando de Caicara.
Recuperar su uso gastronómico, hablar de ella, explicarle a tu hijo sus diferentes usos (incluidos los no culinarios), especular acerca de su posible aporte a la fórmula del amargo de Angostura, verbalizar su imponderable olor, disfrutar su maravilla, en fin, todo eso (y más) me parece digno de hacerse. Pero a falta de la sarrapia que nos trajo Luisana desde Bolívar,lo normal es que sólo dispongamos de vainilla...
Ya. Se trata de dignificar y popularizar la sarrapia... Creo que ahora sí se entiende.
Con la amistad y los saludos míos y de Cuchi.
FCC
Saludos Sres Biscuter,
Estoy contento de estar de nuevo leyendo y aprendiendo de ustedes. Aunque siempre leo el blog del Sr. Sumito a quien también le mando saludos, pero ya no puedo escribirle comentarios. Mi tía Fidelina, que está hoy aquí conmigo, dice que debemos rescatar las tradiciones y algunos ingredientes no para ponerlos en una vitrina y mostrarlos como piezas de museo sino para valorarlos de verdad y usarlos de nuevo. Me prometió que mañana me va a hacer un arroz con las semillitas esas sarrapia con unas poquitas que le quedan de una vez que una amiga de Paria le trajo. Por ahora los dejo ya saben que no es fácil conectarme. Muchas gracias
Sansón Carrasco
Mmmm no se. No me parece justo reducir a Picón Salas(fue con el presumo) a "sesudo académico" y acaso tampoco que el mismo Sumito se rebaje a la estatura de "chef nuevo rico". En fin. Además creo que la sarrapia era solo una excusa ;-). Un abrazo
¡No! Esto de escribir a la carrera siempre da para que uno no diga las cosas bien. Jamás pensé en Don Mariano como el "sesudo académico". Irónicamente en mi cabeza estaban esos mismos arrogantes historiadores que en su vida han ido a Ciudad Bolívar pero que saben que hablar de Sarrapia es políticamente correcto porque les confiere un aura de "yo si creo en mi pueblo" que ni ellos mismos pueden creer.
Sumito
El Orinoco no es solamente olor a sarrapia: que me dicen del color de la pulpa de moriche?
Noble arbol, que ademas tambien nos dio el chinchorro "donde descansan tentadores bellos cuerpos de mujeres".
Deberia haber un Popol Vuh del moriche.
Guy "Rio Arriba" Monod
El Orinoco no es un río, es una cornucopia. De él brota vida que se entrega generosamente al hombre que la conoce y que la cuida.
La sarrapia la conocí, junto al merecure, gracias a mi papá, que sembraba las plantas para reforestar espacios alterados por la explotación petrolera. Lamentablemente no la he probado, pero su perfume, como han dicho al menos dos académicos, es embriagador e inolvidable.
La belleza del río es también uno de sus productos, que además da vida a todo lo que hay en sus riberas y más allá.
Moriche, merey, manteco. Estos y otros son olores, sabores y texturas que me llevan al río y a sus tributarios, donde la fauna y una la flora se expanden hasta confundirse con la del mar.
Caribe, sapoara, curvinata, bagre rayado, terecaya, baba, laulau, pato güire, guacaraca, chigüire, manatí. La sola lista me transporta a la fangosa orilla del puerto de Mapire, donde abordábamos la lancha que nos llevaba al encuentro de los pobladores del río.
Para mí el protagonista del mensaje es el río, pero también todo lo que vive en él. El hambre nunca estuvo cerca del Orinoco, pero sí acecha en el fondo del río de petróleo.
Oswaldo Parra
!Bravo, Oswaldo! Tu comentario es bellísimo y está lleno de imágenes entrañables.
Yo soñe que el Orinoco llegaba hasta mi cama y la arrastraba. Lo soñe la misma noche del día en que lo conocí. Soñé que me llevaba. Sigue llevándome.
Guy Monod, que vive cerca del Orinoco, habló del moriche. Tiene razón. Si miramos a nuestra alrededor, está. Está el moriche. Se bebe, se teje, se come, nos mece, nos protege, nos cubre y guarece a nuestros dioses.
Hoy Cuchi me preguntó a qué sabía la "creme brulée". Le dije que a sarrapia. "Error", me contestó y agregó: "Estaba segura de que mi ibas a ibas a contestar eso. Sólo le pusimos esencia de vainilla".
Gracias Sumito por tus sinceros y oportunos comentarios.
Saludos a todos.
"Sólo le pusimos esencia de vainilla".
Entiendo.
Sergio
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