Eugenio Montejo (1938-2008)
El poeta los observaba durante la noche y oía maravillado sus voces fraternas. Algunas veces hablaban de lejanos disfrutes, mientras apuraban el termo del café que ayudaba a la vigilia afanosa. Le fascinaba el ritual de los hombres frente a los largos mesones. Estaba en su casa. Mejor dicho, estaba en la cuadra donde su padre ejercía el oficio sagrado de panadero. Eran los años del crepitar de la leña y de la blancura nocturna en su apogeo. Nada se igualaba entonces a la proliferación de la harina en los cuerpos y en todos los rincones de la casa encendida. En lo profundo de la noche lo blanco es doblemente blanco, diría después, al recrear como míticos esos momentos de su infancia. También el poeta habría de reconocer más tarde que allí aprendió los mejores secretos de su arte. Así, aprendió a trabajar de noche, mientras “la tierra gira y las mujeres duermen”, por decirlo con un verso de Ferrater que tanto le gustaba.
En el “taller blanco” el poeta obtuvo técnicas precisas para su desvelada labor con las palabras. Aprendió a amasarlas con delicadeza y a esperar con paciencia el momento preciso para llevarlas al horno. Afrontar la escritura con la responsabilidad de un panadero, fue la gran enseñanza que Eugenio Montejo recibió de esos remotos maestros de la nocturnidad valenciana. “¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos?”, se preguntaría en el luminoso ensayo sobre su verdadero taller de poesía: la cuadra de su padre, una cuadra donde pervivían “procedimientos casi medievales”. Procurar cumplir con esa lección de panaderos, fue el afán de este poeta que elaboraba cada poema como si de nuestro pan de cada día se tratase.
Un día después de su muerte, ocurrida el pasado 5 de junio, volví a sus libros y releí con asombro muchas páginas. Fui asociando cada una con el ámbito mítico de la panadería. Comprobé una vez más el magisterio fecundante del “taller blanco”. Cada palabra en su justo lugar y cada tono en su tiempo adecuado. Una pulcritud puesta al servicio de la belleza, y también de los hombres que buscan descifrar la música de esta tierra, de estos ríos, de estos trópicos amables y tristes, de este paisaje fatigado. Me encontré de nuevo con la metáfora de la harina que es la metáfora de la nieve y vi la blancura en la noche en la palabra de este poeta de la poesía. Supe una vez más que Eugenio Montejo fue tocado por la gracia de algún dios distante que otorga el don de la escritura impecable. Supe que quizá otros hayan escrito poemas más hermosos, pero que nadie en Venezuela ha escrito hasta ahora un número tal de poemas tan cálidos y bellos como los suyos.
Y ahora, volvamos al taller blanco y a nuestros panaderos:
“Antes que las palabras fue la cuadra mi vida,
hombres de gestos nítidos,
copos de levadura,
fraternidad de nuestra antigua sangre.
Los sigo viendo insomnes en la noche,
ya completan la carga de sus cestos,
rojea el horno apurándolos.
A un punto de la sombra todos se desvanecen,
casa por casa el pan se repartió,
la cuadra ahora está llena de libros,
son los mismos tablones alineados, mirándome,
gira el silencio blanco en la hora negra,
va a amanecer, escribo para el mundo que duerme,
la harina me recubre de sollozos las páginas”.
Se ha ido Montejo, pero nos ha dejado el consuelo inmenso e invalorable de su poesía.
En el “taller blanco” el poeta obtuvo técnicas precisas para su desvelada labor con las palabras. Aprendió a amasarlas con delicadeza y a esperar con paciencia el momento preciso para llevarlas al horno. Afrontar la escritura con la responsabilidad de un panadero, fue la gran enseñanza que Eugenio Montejo recibió de esos remotos maestros de la nocturnidad valenciana. “¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos?”, se preguntaría en el luminoso ensayo sobre su verdadero taller de poesía: la cuadra de su padre, una cuadra donde pervivían “procedimientos casi medievales”. Procurar cumplir con esa lección de panaderos, fue el afán de este poeta que elaboraba cada poema como si de nuestro pan de cada día se tratase.
Un día después de su muerte, ocurrida el pasado 5 de junio, volví a sus libros y releí con asombro muchas páginas. Fui asociando cada una con el ámbito mítico de la panadería. Comprobé una vez más el magisterio fecundante del “taller blanco”. Cada palabra en su justo lugar y cada tono en su tiempo adecuado. Una pulcritud puesta al servicio de la belleza, y también de los hombres que buscan descifrar la música de esta tierra, de estos ríos, de estos trópicos amables y tristes, de este paisaje fatigado. Me encontré de nuevo con la metáfora de la harina que es la metáfora de la nieve y vi la blancura en la noche en la palabra de este poeta de la poesía. Supe una vez más que Eugenio Montejo fue tocado por la gracia de algún dios distante que otorga el don de la escritura impecable. Supe que quizá otros hayan escrito poemas más hermosos, pero que nadie en Venezuela ha escrito hasta ahora un número tal de poemas tan cálidos y bellos como los suyos.
Y ahora, volvamos al taller blanco y a nuestros panaderos:
“Antes que las palabras fue la cuadra mi vida,
hombres de gestos nítidos,
copos de levadura,
fraternidad de nuestra antigua sangre.
Los sigo viendo insomnes en la noche,
ya completan la carga de sus cestos,
rojea el horno apurándolos.
A un punto de la sombra todos se desvanecen,
casa por casa el pan se repartió,
la cuadra ahora está llena de libros,
son los mismos tablones alineados, mirándome,
gira el silencio blanco en la hora negra,
va a amanecer, escribo para el mundo que duerme,
la harina me recubre de sollozos las páginas”.
Se ha ido Montejo, pero nos ha dejado el consuelo inmenso e invalorable de su poesía.
2 comentarios:
Saludos otra vez señores biscuter. Mi tía Fidelina tiene por aquí un libro del poeta Montejo que se llama alfabeto del mundo. Lo busqué y me gustó mucho el de la muerte del su hermano Ricardo, es muy triste pero me gustó.
Sansón
Es un hermoso poema. Es un poema de la época de la juventud de Montejo. Creo que mantuvo durante toda su vida el tono excelente que ya en ese poema dominaba a plenitud.
Para quienes tienen interés en vincular literatura y gastronomía, además de la inevitable y bellísima asociación con el taller blanco, podrían deleitarles también unas "mesas" y, sobre todo, unas "sobremesas" de Montejo. En el libro que tiene tu tía Fidelina puedes leerlas.
Saludos desde la mesa de "Terredad".
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