“Más rica y más hermosa no pudiera
forjarte el vuelo de la fantasía:
Orinoco te rinde pleitesía
y aroma el sarrapial tu cabellera”.
(Matías Carrasco)
forjarte el vuelo de la fantasía:
Orinoco te rinde pleitesía
y aroma el sarrapial tu cabellera”.
(Matías Carrasco)
1. “Daniel(a) está en el piano, fuma su tabaco”. Sucede que estoy leyendo un poema de Alvaro Montero titulado Sale el sol y escuchando al mismo tiempo a Maelo en el disco de Tico y Alegre. Estoy, en realidad, reconstruyendo una inolvidable escena de los años 70 en la casa de Alvarito, mientras tocaban Chocolate la trompeta y la cachimba Chombo. El aroma del tabaco impregnaba lentamente la sala de la 17 con la 29, a sólo una cuadra de La Paz. Yo hablaba con Vladimir Puche sobre el nuevo dibujo venezolano y de pronto alguien nos interrumpió para darnos una inesperada noticia personal: “Ese tabaco me hechiza porque tiene sarrapia”. Guayo y yo pensamos en ese momento que eso equivalía a decir salseramente algo así como “¡Esa negra tiene coimbre!” y miramos a Nora. No supimos nunca más del aromático referente que irrumpió esa noche en la fiesta de Alvarito.
2. El profesor fijó la vista en el mapa e indicó Guayana. Nos habló de Gallegos y puso a sonar a Serenata. Comenzó en ese instante una incursión por las selvas del bajo Caura y se refirió a un árbol típico del sur de Venezuela y del norte de Brasil, un árbol frondoso y elegante que se aglomera en la selva meridional del Orinoco y recibe el nombre de sarrapio. Expresó con emoción su importancia ornamental y nos mostró una foto. Ahí estaba, en todo su esplendor, el árbol del que se extrae una sustancia llamada cumarina que le concede al tabaco su mejor aroma, a algunos perfumes su gracia inimitable y a ciertos postres una fragancia inusitada. Citó el profesor a Cunill Grau para recordar con él que Alejandro de Humboldt cuando recorrió en 1800 los parajes del Casiquiare hizo mención de la olorosa sarrapia. Leyó la frase del científico y explorador alemán: “la sarrapia o yape de los indígenas, que es el cumaruma de Aublet, es célebre en toda la tierra firme en razón de su fruto aromático”. Cerró el volumen de Cunill y suspiró. Trató de hacer después una descripción imposible. En efecto, es ilusorio el propósito de decir a qué huele realmente la sarrapia. Que si a vainilla, que si a mezcla de vainilla con chocolate o qué sé yo. Vagas aproximaciones. Nada más. Eso pasa. De la misma manera no pudo Octavio Paz decirle a Borges a qué sabe la chía la vez que hablaron de López Velarde. En ciertas ocasiones lo inefable no es sólo un adjetivo bonito empleado por los poetas, sino también una sensación profunda que se basta a sí misma.
3. Venezuela comenzó a exportar sarrapia en cantidades importantes a mediados del siglo XIX. Cuenta el cronista Américo Fernández que Ciudad Bolívar fue por muchas décadas el centro de ese auge comercial que vivió épocas gloriosas hasta la aparición de la cumarina sintética y de la conjunción nefasta de otros factores. En efecto, cuando el Estado venezolano se planteó la puesta en marcha de un plan de colonización agrícola en zonas del Caura y del Orinoco, que comprendería la concentración de los recolectores dispersos en sitios de fácil acceso a los sarrapiales, sobrevino una súbita caída del producto. La American Tobacco Company, fabricante de Lucky Strike, que había sido hasta entonces (años 60) una de las más fuertes compradoras, dejó de interesarse en nuestra sarrapia. Tanto la cumarina sintética como el elevado precio de la almendra milagrosa nos impidieron competir en condiciones favorables. El hecho lo refiere Américo Fernández de este modo: “La sarrapia venezolana cristalizada estuvo años almacenada en los puertos de Nueva York y Puerto Cabello sin encontrar compradores, lo que obligó al gobierno a paralizar la recolección y suspender los planes de recolección.// La paralización de la actividad recolectora duró dieciocho años, al cabo de los cuales se reanudó gracias a una sorpresiva demanda de los mercados europeos y norteamericanos que, aunque en poca cantidad, todavía continúa, sólo que son escasos los recolectores que ahora se arriesgan con la actual oferta de unos precios que escasamente compensan el riesgo, el esfuerzo físico y el alto costo del combustible y los alimentos” (Historia y crónica de los pueblos del Estado Bolívar, Publimeco, 1995).
2. El profesor fijó la vista en el mapa e indicó Guayana. Nos habló de Gallegos y puso a sonar a Serenata. Comenzó en ese instante una incursión por las selvas del bajo Caura y se refirió a un árbol típico del sur de Venezuela y del norte de Brasil, un árbol frondoso y elegante que se aglomera en la selva meridional del Orinoco y recibe el nombre de sarrapio. Expresó con emoción su importancia ornamental y nos mostró una foto. Ahí estaba, en todo su esplendor, el árbol del que se extrae una sustancia llamada cumarina que le concede al tabaco su mejor aroma, a algunos perfumes su gracia inimitable y a ciertos postres una fragancia inusitada. Citó el profesor a Cunill Grau para recordar con él que Alejandro de Humboldt cuando recorrió en 1800 los parajes del Casiquiare hizo mención de la olorosa sarrapia. Leyó la frase del científico y explorador alemán: “la sarrapia o yape de los indígenas, que es el cumaruma de Aublet, es célebre en toda la tierra firme en razón de su fruto aromático”. Cerró el volumen de Cunill y suspiró. Trató de hacer después una descripción imposible. En efecto, es ilusorio el propósito de decir a qué huele realmente la sarrapia. Que si a vainilla, que si a mezcla de vainilla con chocolate o qué sé yo. Vagas aproximaciones. Nada más. Eso pasa. De la misma manera no pudo Octavio Paz decirle a Borges a qué sabe la chía la vez que hablaron de López Velarde. En ciertas ocasiones lo inefable no es sólo un adjetivo bonito empleado por los poetas, sino también una sensación profunda que se basta a sí misma.
3. Venezuela comenzó a exportar sarrapia en cantidades importantes a mediados del siglo XIX. Cuenta el cronista Américo Fernández que Ciudad Bolívar fue por muchas décadas el centro de ese auge comercial que vivió épocas gloriosas hasta la aparición de la cumarina sintética y de la conjunción nefasta de otros factores. En efecto, cuando el Estado venezolano se planteó la puesta en marcha de un plan de colonización agrícola en zonas del Caura y del Orinoco, que comprendería la concentración de los recolectores dispersos en sitios de fácil acceso a los sarrapiales, sobrevino una súbita caída del producto. La American Tobacco Company, fabricante de Lucky Strike, que había sido hasta entonces (años 60) una de las más fuertes compradoras, dejó de interesarse en nuestra sarrapia. Tanto la cumarina sintética como el elevado precio de la almendra milagrosa nos impidieron competir en condiciones favorables. El hecho lo refiere Américo Fernández de este modo: “La sarrapia venezolana cristalizada estuvo años almacenada en los puertos de Nueva York y Puerto Cabello sin encontrar compradores, lo que obligó al gobierno a paralizar la recolección y suspender los planes de recolección.// La paralización de la actividad recolectora duró dieciocho años, al cabo de los cuales se reanudó gracias a una sorpresiva demanda de los mercados europeos y norteamericanos que, aunque en poca cantidad, todavía continúa, sólo que son escasos los recolectores que ahora se arriesgan con la actual oferta de unos precios que escasamente compensan el riesgo, el esfuerzo físico y el alto costo del combustible y los alimentos” (Historia y crónica de los pueblos del Estado Bolívar, Publimeco, 1995).
Sabemos que hubo un tiempo en que el oro, el caucho y la sarrapia reinaron en los balcones de Ciudad Bolívar, frente al río. Los almacenes alemanes atesoraban en pignoración el preciado regalo de los tres reyes magos guayaneses.
4. En Salsipuedes me indicaron un día la ruta hacia el estado de gracia: me sirvieron de postre natilla de mazapán de merey con un toque mágico de la mejor sarrapia. Quiera Dios que algún día podamos no sólo presumir de ella, sino propagarla y disfrutarla con el mismo orgullo con que los guayaneses convirtieron al sarrapio silvestre en su árbol emblemático.
P.D: El autor de los versos que me sirven de epígrafe no es Aníbal Nazoa con su célebre pseudónimo. Es, en verdad, el poeta guayanés Matías Carrasco.
5 comentarios:
En realidad es un aroma mágico, que se impregna y deja discretas notas en todo lo que toca. Mi maletín huele aún a las almendras que me dieron en Salsipuedes hace casi dos semanas. Ahora lo abro más a menudo.
Oswaldo Parra
Daniela Montero es mi buena amiga, y aunque no tengamos ningún vínculo con la sarrapia, este post me trasladó!
Oswaldo, también yo introduje sarrapia en el mio, la sarrapia que me diste el sábado. Me dijo Vicki que estabas haciendo un trabajo de laboratorio con la cumarina.
Anairene, yo me acuerdo de Daniela, hija de mis amigos Alvaro y Miriam. Lamenté no haberme enterado a tiempo de la reciente muerte de su abuela Rosa (madre de Miriam), de quien también guardo buenos recuerdos. De todos modos va mi saludo contigo
Alvaro puso el nombre de su hija Daniela en el poema y jugó con la frase del disco ("Daniel está en el piano. Fuma su tabaco"). Daniela tendría unos dos o tres años.
Quien puede estar interesado en comprar las semillas de sarrapia
Me encantó leerlo, gracias
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