La iguana y el mato de agua
se fueron al Orinoco:
la iguana no volvió más
y el mato de agua tampoco.
se fueron al Orinoco:
la iguana no volvió más
y el mato de agua tampoco.
Lamentablemente la iguana y el mato de agua están pensando seriamente en regresar después de tantos años de querencias en el soberbio río. Al invencible pero sufrido Orinoco no lo estamos cuidando como se debe. Por el contrario, no nos cansamos de depredarlo y de concebir “planes de desarrollo” en los que él, su gente y su cultura, son irrespetados por la sorda y arrogante maquinaria del “progreso”. De todos modos, a la iguana y al mato de agua no les va a ir mejor en otro sitio. Es preferible que allí se queden y resistan con su río de siempre. No es tarde todavía para salvarlos y que se sigan reproduciendo en esos espacios suyos, tan acosados por la fuerza destructiva del hombre, pero a la vez, tan vigorosos y difíciles de roer.
Caimanes, toninas, manatíes y tortugas fueron víctimas de una voraz devastación, a pesar de las vedas e interdictos. No sé cuántas toninas quedarán, si quedan. Lo cierto es que ellas llegaron al Orinoco para protegerse de los atuneros y al igual que la iguana y el mato de agua no quisieron retornar a su lugar de origen, que en su caso es el mar. Son numerosos los relatos de toninas salvando náufragos o pasando por Ciudad Bolívar para que mi amigo César Reyes Chacín las describiera un día y recordara el lomo verdoso y la cabeza picuda de esos extraordinarios delfines fluviales. La incuria seguramente ya acabó con ellas, como pudo haber acabado con los caimanes, ahora en proceso de recuperación que ojalá sea efectivo y permanente. Pero tengo dudas.
Me cuentan que este año casi no hubo sapoara en Angostura durante la feria de agosto. Además del régimen hidrológico que determina la cantidad de peces, el abuso de algunos pescadores influye, sin duda, en la escasez. Así, los irresponsables no esperan el tiempo natural y buscan a la emblemática sapoara en sus lugares de desove, como si el acto de pescarla no tuviese una temporada fija, determinada por el nivel del río. Pero me dicen algo más. La construcción de una avenida que hace algunos años se llevó por delante la Laja de la Sapoara, cuya pérdida no ha sido llorada debidamente por el pueblo de Bolívar, está pasando su costosa factura. Quitarle espacios a la naturaleza para dárselos a los vehículos (¡Oh tempora, oh mores!) es una las perversiones más dañinas que hemos cultivado con nuestro incurable afán de dominio. No quiero ser ominoso, pero algún día Amalivaca se habrá de desquitar con creces.
Proteger el Orinoco de manera integral es proteger su fauna y toda la vegetación que lo rodea. Y es también proteger a su gente, a sus comunidades y a las diversas etnias que lo habitan. Es proteger el paisaje y su cultura desde su nacimiento en Parima hasta su Delta prodigioso, vejado y ofendido por la barbarie presuntuosa del mercado. En su hermoso y espléndido libro “Pie de página”, el gran narrador deltano Humberto Mata recusa con dolor y rebeldía el cierre del caño Manamo y su conversión en un charco “aún inmenso para quienes no lo vieron cuando tenía vida”. Si nuestras políticas de “desarrollo económico” fuesen primero políticas culturales y no engreídos discursos de técnicos “civilizadores”, otro gallo cantaría. Tendríamos más lau lau (el más sabroso pez del universo mundo), más sapoara, más moriche, más sarrapia, más merey, más dulce de pomalaca, más Tucupita, más warao y sobre todo, más agua, preciado bien que muy pronto empezaremos a echar de menos en estas comarcas conquistadas por la incultura.
Caimanes, toninas, manatíes y tortugas fueron víctimas de una voraz devastación, a pesar de las vedas e interdictos. No sé cuántas toninas quedarán, si quedan. Lo cierto es que ellas llegaron al Orinoco para protegerse de los atuneros y al igual que la iguana y el mato de agua no quisieron retornar a su lugar de origen, que en su caso es el mar. Son numerosos los relatos de toninas salvando náufragos o pasando por Ciudad Bolívar para que mi amigo César Reyes Chacín las describiera un día y recordara el lomo verdoso y la cabeza picuda de esos extraordinarios delfines fluviales. La incuria seguramente ya acabó con ellas, como pudo haber acabado con los caimanes, ahora en proceso de recuperación que ojalá sea efectivo y permanente. Pero tengo dudas.
Me cuentan que este año casi no hubo sapoara en Angostura durante la feria de agosto. Además del régimen hidrológico que determina la cantidad de peces, el abuso de algunos pescadores influye, sin duda, en la escasez. Así, los irresponsables no esperan el tiempo natural y buscan a la emblemática sapoara en sus lugares de desove, como si el acto de pescarla no tuviese una temporada fija, determinada por el nivel del río. Pero me dicen algo más. La construcción de una avenida que hace algunos años se llevó por delante la Laja de la Sapoara, cuya pérdida no ha sido llorada debidamente por el pueblo de Bolívar, está pasando su costosa factura. Quitarle espacios a la naturaleza para dárselos a los vehículos (¡Oh tempora, oh mores!) es una las perversiones más dañinas que hemos cultivado con nuestro incurable afán de dominio. No quiero ser ominoso, pero algún día Amalivaca se habrá de desquitar con creces.
Proteger el Orinoco de manera integral es proteger su fauna y toda la vegetación que lo rodea. Y es también proteger a su gente, a sus comunidades y a las diversas etnias que lo habitan. Es proteger el paisaje y su cultura desde su nacimiento en Parima hasta su Delta prodigioso, vejado y ofendido por la barbarie presuntuosa del mercado. En su hermoso y espléndido libro “Pie de página”, el gran narrador deltano Humberto Mata recusa con dolor y rebeldía el cierre del caño Manamo y su conversión en un charco “aún inmenso para quienes no lo vieron cuando tenía vida”. Si nuestras políticas de “desarrollo económico” fuesen primero políticas culturales y no engreídos discursos de técnicos “civilizadores”, otro gallo cantaría. Tendríamos más lau lau (el más sabroso pez del universo mundo), más sapoara, más moriche, más sarrapia, más merey, más dulce de pomalaca, más Tucupita, más warao y sobre todo, más agua, preciado bien que muy pronto empezaremos a echar de menos en estas comarcas conquistadas por la incultura.
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