Ramoncito Arias perdiendo con Eder Jofre
Debo a las páginas deportivas de un magazine venezolano el descubrimiento de la palabra “sibarita”. El hecho ocurrió en el año 1961. Mi afición por el boxeo y mi idolatría por Ramoncito Arias estaban entonces en un momento de esplendor. Tres años antes había llorado su derrota ante el argentino Pascual Pérez, uno de los más grandes moscas de la historia, pero ya me había recuperado de ese fatídico revés y ahora confiaba en que mi admirado maracucho podría salir airoso en su combate con el brasileño Eder Jofre, por el campeonato mundial del peso gallo. Era el mes de agosto y las vacaciones me permitían otras lecturas. En una revista que compraba mi padre (¿Elite? ¿Venezuela Gráfica?) leí un ominoso reportaje que comenzó a menoscabar mis esperanzas. Su título me intrigó. Decía así: “Un campeón vegetariano contra un campeón sibarita”. De inmediato acudí al diccionario para despejar todas las dudas. Lo cerré rogando a Dios que Ramoncito Arias pudiera sobreponerse a los oscuros vaticinios. De acuerdo con ese trabajo periodístico el resultado era totalmente previsible: una perfecta maquinaria de boxear llamada Eder Jofre daría cuenta fácil de un deportista indisciplinado y bonchón. Sólo un milagro podría salvarlo. Con la ingenuidad de mis once años, recé para que se diera ese milagro. Imposible. Guapo como pocos, nuestro campeón sibarita aguantó de manera increíble hasta el séptimo asalto. El boxeador vegetariano, entrenado y dirigido por su severo padre, lució invencible.
Archie Moore, a quien venero, demostró que sólo el cumplimiento de las reglas de oro de la preparación física y mental de un deportista, pueden depararle a éste éxitos y larga vida. Moore estuvo activo en el centro del cuadrilátero hasta los cincuenta años de edad, dejando la marca prodigiosa de 141 victorias por K.O y el reconocimiento unánime como el mejor semipesado de la historia. Pasó por varios pesos, desde el medio hasta el completo, con la facilidad que dan el talento y el trabajo riguroso, que algunos llaman “sacrificio”. Murió a los 85 años, después de haber sido entrenador del más grande (Muhammad Ali) y de uno de sus más dignos antagonistas (Foreman). Cuentan que el primero cuando le ganó al segundo en Zaire miraba y miraba a la esquina de su contendor. “¿Por qué haces eso?” le preguntó Dundee. Ali le respondió: “Porque yo no estoy peleando con Foreman, estoy peleando con Archie Moore”.
Tanto Jofre como Moore hicieron de la nutrición una presencia central en sus vidas. La incorporaron a su mundo físico-simbólico, como dice Loïc Wacquant, sociólogo francés que para comprender bien el boxeo, se hizo por un tiempo pugilista en Chicago. Nos recuerda Wacquant en su estupendo libro Entre las cuerdas que los boxeadores combaten en categorías predefinidas y deben alcanzar un “peso de lucha” que suele estar varias libras por debajo de su peso normal. Ante esa realidad la dieta se vuelve imprescindible. Nada de caer en tentaciones y menos aún de sucumbir ante la proliferante comida chatarra. Ashante, sparring del sociólogo francés, desterró de su casa todo lo que proviniera de MacDonald´s, por grasiento, por pródigo en azúcares y lípidos y se dio al cilicio de las pastillas, la vitaminas y las tisanas de gingseng. Está muy bien lo primero, pero ¿es indispensable convertirse en un jansenista del consumo alimentario?
Valdría la pena probar en los duros entrenamientos deportivos con sopas de ajos o tal vez con un caldo que preparaba una tía de Xavier Domingo y que la piadosa solterona se bebía en ayunas:
“Ponía en infusión una docena de hojas de salvia aplastadas y una ramita de tomillo. Añadía sal, pimienta, dos o tres ajos y un buen chorro de aceite de oliva. Lo dejaba hervir unos diez minutos y se lo tomaba por la mañana en vez de café u otras tonterías”.
La tía se llamaba Josefa y vivió más de cien años.
Archie Moore, a quien venero, demostró que sólo el cumplimiento de las reglas de oro de la preparación física y mental de un deportista, pueden depararle a éste éxitos y larga vida. Moore estuvo activo en el centro del cuadrilátero hasta los cincuenta años de edad, dejando la marca prodigiosa de 141 victorias por K.O y el reconocimiento unánime como el mejor semipesado de la historia. Pasó por varios pesos, desde el medio hasta el completo, con la facilidad que dan el talento y el trabajo riguroso, que algunos llaman “sacrificio”. Murió a los 85 años, después de haber sido entrenador del más grande (Muhammad Ali) y de uno de sus más dignos antagonistas (Foreman). Cuentan que el primero cuando le ganó al segundo en Zaire miraba y miraba a la esquina de su contendor. “¿Por qué haces eso?” le preguntó Dundee. Ali le respondió: “Porque yo no estoy peleando con Foreman, estoy peleando con Archie Moore”.
Tanto Jofre como Moore hicieron de la nutrición una presencia central en sus vidas. La incorporaron a su mundo físico-simbólico, como dice Loïc Wacquant, sociólogo francés que para comprender bien el boxeo, se hizo por un tiempo pugilista en Chicago. Nos recuerda Wacquant en su estupendo libro Entre las cuerdas que los boxeadores combaten en categorías predefinidas y deben alcanzar un “peso de lucha” que suele estar varias libras por debajo de su peso normal. Ante esa realidad la dieta se vuelve imprescindible. Nada de caer en tentaciones y menos aún de sucumbir ante la proliferante comida chatarra. Ashante, sparring del sociólogo francés, desterró de su casa todo lo que proviniera de MacDonald´s, por grasiento, por pródigo en azúcares y lípidos y se dio al cilicio de las pastillas, la vitaminas y las tisanas de gingseng. Está muy bien lo primero, pero ¿es indispensable convertirse en un jansenista del consumo alimentario?
Valdría la pena probar en los duros entrenamientos deportivos con sopas de ajos o tal vez con un caldo que preparaba una tía de Xavier Domingo y que la piadosa solterona se bebía en ayunas:
“Ponía en infusión una docena de hojas de salvia aplastadas y una ramita de tomillo. Añadía sal, pimienta, dos o tres ajos y un buen chorro de aceite de oliva. Lo dejaba hervir unos diez minutos y se lo tomaba por la mañana en vez de café u otras tonterías”.
La tía se llamaba Josefa y vivió más de cien años.
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