El filósofo Juan David García Bacca
La indetenible máquina capitalista de producir hambre tiene un perverso y sombrío gusto por las paradojas: mientras más alimentos genera, mayor es el número de hambrientos en el mundo. Que esa cifra sea superior al diez por ciento indigna tanto como otro importante logro de la delincuencia neoliberal: mil millones de personas padecen actualmente de sobrepeso. Para corroborar aún más la tendencia paradojal del nefasto artefacto, digamos con el investigador indio Raj Patel, que los niños que se crían malnutridos en las favelas de Río de Janeiro, por ejemplo, sufren mayor riesgo de obesidad cuando llegan a adultos, que los chicos de Leblon. Los laboratorios del capitalismo jamás soñaron con un triunfo tan conspicuo. Ahora pueden estampar en su publicidad esta ufanía tétrica, pero redonda: “Si no te matamos de hambre, te hacemos reventar”. La perfección del sistema alimentario mundial descansa en ese poderoso círculo diabólico que no estamos combatiendo como se debe, entre otras razones, porque nos hemos negado a estudiarlo de una manera descarnada e integral. Trabajos como el de Raj Patel (Obesos y famélicos), ya comentado en este sitio, nos ayudan a iluminar el camino.
Dentro de un contexto como el venezolano, seguir trazando y aplicando políticas que se limiten a la distribución caritativa de alimentos no es otra cosa que “estirar la arruga” en un terreno cada vez más estrecho. Pensar aisladamente en cualquiera de las etapas del circuito alimentario y aplicarles algún correctivo, es pisar el cuero por un lado para que se levante por el otro. Sostener que el asunto es económico o comercial, eludiendo sus aspectos culturales, es confiar el problema en quienes más incapacidad han demostrado para solucionarlo. Estimar hoy a la biotecnología como la gran panacea, es dejarse llevar por la ilusión de que la tecnociencia no está manejada por la ominosa “mano invisible” del mercado. Sabemos que no es fácil, pero debemos comenzar por lo más obvio, aunque invisible para algunos: educarnos alimentariamente, sorteando obstáculos con sentido común y atacando causas de modo persistente, efectivo y también -por qué no-, afectivo. Se trata en gran parte de recuperar la cultura campesina que como país petrolero perdimos de una manera ciega y vertiginosa y de hacer la gran reforma agraria que nunca hemos querido hacer de verdad. La presencia de las prácticas culinarias, en particular, de las tradicionales, mucho hará para la solidez de ese proceso educativo que no podemos continuar aplazando, so pena de perder por completo nuestra soberanía. Cocinar bien es saber aprovechar lo que tenemos, aunque sea poco y ayuda a que algún día llegue a ser mucho.
Hace veinte años Caracas vivió el atávico furor del miedo al hambre. Sé que esa inmensa eclosión de los cerros puede ser vista desde otras perspectivas, pero ésta, la del terror ante la falta de alimentos, es insoslayable. Nadie que la haya visto puede olvidar la imagen de aquel hombre joven que después de participar en el saqueo de una carnicería cruzaba la calle con una res entera sobre sus hombros. Era una vieja historia que tiene sus ciclos. No podemos asegurar que no vaya a repetirse. Los panaderías europeas de la edad media y de la moderna, como lo recuerda Piero Camporesi en El pan salvaje, eran atacadas tumultuariamente en los tiempos de escasez. El gran historiador del miedo en Occidente, Jean Delumeau, refiere una consecuencia horrenda del temor al hambre: “En Picardía, los contemporáneos aseguran que los hombres comen la tierra y las cortezas de árbol… y se comen los brazos y las manos y mueren de desesperación”. Pero no vayamos tan lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. Mucha perrarina con kool-aid o sopa de papel periódico con cubito de gallina, han sido los únicos alimentos diarios de algunos venezolanos que la asepsia de las estadísticas denomina “integrantes del estrato cero”.
El maestro Juan David García Bacca tuvo una vez el feliz atrevimiento de enmendarle la plana a una vieja oración católica. El texto griego que tradujeron San Jerónimo y Santo Tomás de Aquino no dice “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, sino “El pan nuestro de mañana, dánosle hoy”. Lo primero es una tautología. Lo segundo es razonable y útil. Entre otras cosas, es un conjuro contra el miedo al hambre. Por eso el querido viejo García Bacca proponía que dijésemos la oración tal como está escrito en el título de esta nota. Hagámosla ahora pan cotidiano mediante una política alimentaria integral y creativa.
Dentro de un contexto como el venezolano, seguir trazando y aplicando políticas que se limiten a la distribución caritativa de alimentos no es otra cosa que “estirar la arruga” en un terreno cada vez más estrecho. Pensar aisladamente en cualquiera de las etapas del circuito alimentario y aplicarles algún correctivo, es pisar el cuero por un lado para que se levante por el otro. Sostener que el asunto es económico o comercial, eludiendo sus aspectos culturales, es confiar el problema en quienes más incapacidad han demostrado para solucionarlo. Estimar hoy a la biotecnología como la gran panacea, es dejarse llevar por la ilusión de que la tecnociencia no está manejada por la ominosa “mano invisible” del mercado. Sabemos que no es fácil, pero debemos comenzar por lo más obvio, aunque invisible para algunos: educarnos alimentariamente, sorteando obstáculos con sentido común y atacando causas de modo persistente, efectivo y también -por qué no-, afectivo. Se trata en gran parte de recuperar la cultura campesina que como país petrolero perdimos de una manera ciega y vertiginosa y de hacer la gran reforma agraria que nunca hemos querido hacer de verdad. La presencia de las prácticas culinarias, en particular, de las tradicionales, mucho hará para la solidez de ese proceso educativo que no podemos continuar aplazando, so pena de perder por completo nuestra soberanía. Cocinar bien es saber aprovechar lo que tenemos, aunque sea poco y ayuda a que algún día llegue a ser mucho.
Hace veinte años Caracas vivió el atávico furor del miedo al hambre. Sé que esa inmensa eclosión de los cerros puede ser vista desde otras perspectivas, pero ésta, la del terror ante la falta de alimentos, es insoslayable. Nadie que la haya visto puede olvidar la imagen de aquel hombre joven que después de participar en el saqueo de una carnicería cruzaba la calle con una res entera sobre sus hombros. Era una vieja historia que tiene sus ciclos. No podemos asegurar que no vaya a repetirse. Los panaderías europeas de la edad media y de la moderna, como lo recuerda Piero Camporesi en El pan salvaje, eran atacadas tumultuariamente en los tiempos de escasez. El gran historiador del miedo en Occidente, Jean Delumeau, refiere una consecuencia horrenda del temor al hambre: “En Picardía, los contemporáneos aseguran que los hombres comen la tierra y las cortezas de árbol… y se comen los brazos y las manos y mueren de desesperación”. Pero no vayamos tan lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. Mucha perrarina con kool-aid o sopa de papel periódico con cubito de gallina, han sido los únicos alimentos diarios de algunos venezolanos que la asepsia de las estadísticas denomina “integrantes del estrato cero”.
El maestro Juan David García Bacca tuvo una vez el feliz atrevimiento de enmendarle la plana a una vieja oración católica. El texto griego que tradujeron San Jerónimo y Santo Tomás de Aquino no dice “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, sino “El pan nuestro de mañana, dánosle hoy”. Lo primero es una tautología. Lo segundo es razonable y útil. Entre otras cosas, es un conjuro contra el miedo al hambre. Por eso el querido viejo García Bacca proponía que dijésemos la oración tal como está escrito en el título de esta nota. Hagámosla ahora pan cotidiano mediante una política alimentaria integral y creativa.
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