Onna. L' Aquila. Abruzzo.
Escribo mientras oigo viejas canciones de los Abruzos, como un modo personal de acercarme a esa región italiana donde la tierra se ha convertido estos días en un abismo. Hoy ha llovido abril sobre mi sangre, dijo una vez el poeta español Carlos Alvarez. Recuerdo ahora su verso afligido para expresar mi dolor ante los pueblos desplomados del corazón de Italia.
En 1703 un terremoto casi destruyó por completo a L´Aquila. Los españoles la habían sitiado siglos antes y la habían vencido a duras penas. Pero la historia recompensa a los insumisos. Al cabo del tiempo, L´Aquila heroica fue convertida en capital de su región. Haber resistido al cerco de los casi invencibles aragoneses y recordar que fue fundada por el rey que lleva el bello nombre de Federico II de Suabia (el primer hombre moderno que se sentó en un trono, según Burckhardt), es poca cosa, si consideramos además, que por allí cerca nació, uno de los más grandes escritores augústeos: el inmortal poeta que conocemos como Ovidio, adorable malaconducta e insigne cantor de los placeres y de las tristezas. A él le gustaba llamarse Nasón y elogiar siempre su origen pelignio. Gozaba recordando que había nacido en Sulmona, en los Abruzos. Poeta de su propia mala vida, Publio Ovidio Nasón nunca olvidó los buenos días vividos en L’Aquila, tierra húmeda y fría, bendecida por Ceres y hoy, castigada de nuevo por sismos implacables. Cierto es que a mediados de abril, precisamente, celebraban en los Abruzos las sagradas fiestas en honor a Ceres. Quiera Dios que la diosa ayude ahora a evitar nuevos derrumbes.
Hace unos minutos me enteré de la declaración oligofrénica del impresentable primer ministro italiano (Berlusconi), quien ha dicho que los damnificados de los Abruzos deben vivir lo sucedido como si estuvieran de pic nic. Ese señor no tiene ni idea de lo que culturalmente significan los Abruzos. Pero eso no es grave. Lo grave es que no tenga el más mínimo sentido del dolor humano. Si lo tuviera, tendría también el de la oportunidad.
Yo no me acuerdo de Ovidio ni de D´Annunzio (otro escritor de los Abruzos) cuando veo las imágenes terribles de la muerte. Esas imágenes me duelen. Nada más. Después, por perversión de mis vicios culturales, vienen a mi memoria topónimos ilustres y nombres portentosos de la literatura. Pero no me detengo en ellos, porque sé que ha ocurrido una tragedia. Sé que han muerto niños y ancianos y que muchos hombres y mujeres han quedado sepultados en vida. Y sé también que ahora están a la intemperie numerosas familias que deambulan con el infierno en sus pupilas. Es una realidad que nos desviste y nos deja a solas con eso que llamamos desde el principio fin de mundo. Sin embargo, yo busco consuelo en Ovidio y en D´Annunzio, pero no los consigo por el desorden de mi biblioteca. No hay manera, entonces, de hacer una cita exacta para respaldar mis desahogos. Sé que ellos dos están ahí. Ovidio proclamando trigo y vino y D’ Annunzio, de punta en blanco dominguero, ordenándole a su “cuoco” meridional que le prepare la pasta al pomodoro que tanto maravilló a un joven poeta triestino.
En 1703 un terremoto casi destruyó por completo a L´Aquila. Los españoles la habían sitiado siglos antes y la habían vencido a duras penas. Pero la historia recompensa a los insumisos. Al cabo del tiempo, L´Aquila heroica fue convertida en capital de su región. Haber resistido al cerco de los casi invencibles aragoneses y recordar que fue fundada por el rey que lleva el bello nombre de Federico II de Suabia (el primer hombre moderno que se sentó en un trono, según Burckhardt), es poca cosa, si consideramos además, que por allí cerca nació, uno de los más grandes escritores augústeos: el inmortal poeta que conocemos como Ovidio, adorable malaconducta e insigne cantor de los placeres y de las tristezas. A él le gustaba llamarse Nasón y elogiar siempre su origen pelignio. Gozaba recordando que había nacido en Sulmona, en los Abruzos. Poeta de su propia mala vida, Publio Ovidio Nasón nunca olvidó los buenos días vividos en L’Aquila, tierra húmeda y fría, bendecida por Ceres y hoy, castigada de nuevo por sismos implacables. Cierto es que a mediados de abril, precisamente, celebraban en los Abruzos las sagradas fiestas en honor a Ceres. Quiera Dios que la diosa ayude ahora a evitar nuevos derrumbes.
Hace unos minutos me enteré de la declaración oligofrénica del impresentable primer ministro italiano (Berlusconi), quien ha dicho que los damnificados de los Abruzos deben vivir lo sucedido como si estuvieran de pic nic. Ese señor no tiene ni idea de lo que culturalmente significan los Abruzos. Pero eso no es grave. Lo grave es que no tenga el más mínimo sentido del dolor humano. Si lo tuviera, tendría también el de la oportunidad.
Yo no me acuerdo de Ovidio ni de D´Annunzio (otro escritor de los Abruzos) cuando veo las imágenes terribles de la muerte. Esas imágenes me duelen. Nada más. Después, por perversión de mis vicios culturales, vienen a mi memoria topónimos ilustres y nombres portentosos de la literatura. Pero no me detengo en ellos, porque sé que ha ocurrido una tragedia. Sé que han muerto niños y ancianos y que muchos hombres y mujeres han quedado sepultados en vida. Y sé también que ahora están a la intemperie numerosas familias que deambulan con el infierno en sus pupilas. Es una realidad que nos desviste y nos deja a solas con eso que llamamos desde el principio fin de mundo. Sin embargo, yo busco consuelo en Ovidio y en D´Annunzio, pero no los consigo por el desorden de mi biblioteca. No hay manera, entonces, de hacer una cita exacta para respaldar mis desahogos. Sé que ellos dos están ahí. Ovidio proclamando trigo y vino y D’ Annunzio, de punta en blanco dominguero, ordenándole a su “cuoco” meridional que le prepare la pasta al pomodoro que tanto maravilló a un joven poeta triestino.
Todos los versos del autor del Arte de Amar, todo el trigo de Ceres, todo el vino, toda la pasta de tomate del Immaginifico, en fin, toda la belleza que han regalado al mundo los Abruzos, la envía (o la devuelve) a los habitantes del pequeñísimo pueblo de Onna, hoy casi desaparecido, este servidor que no encuentra otra manera de agradecerles, de llorar y de renacer con ellos.
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