lunes, mayo 18, 2009

La casa encendida


Luis Rosales, autor de La casa encendida
Con frecuencia el fuego doméstico nos llama a su alrededor para recordarnos la antigua presencia de un asombro humano. Al poner en práctica la más vieja de las técnicas culinarias, revivimos una escena primigenia y la casa se enciende. Todos los fantasmas son por ella convocados, pero también la suntuosa alegría de la tierra que llega siempre en la voz de los amigos y que le agrega al parrillero la gracia secular de su paciente oficio. Todos dependeremos entonces de su ritmo, de su sentido del tiempo y de la sabiduría de su cuchillo. Aunque seamos expertos en el arte del asado, no debemos interrumpir su trabajo con sugerencias o consejos. Hay que dejarlo libre de presiones. En esos momentos es él quien todo lo hace, vale decir, quien todo lo asa. Ejerce un señorío milenario y encarna un arquetipo de la llanura, de las extensas soledades. Fue Martín Fierro o Florentino Coronado alguna vez. Asó a campo descubierto, a nivel del suelo, más abajo o en varas. Asó en parrilla abierta o cerrada. Asó conejos, novillos, pollos, vacas, chivos y pescados. Asó con leña y con todos los carbones posibles. Selló carnes, mantuvo jugos, arrebató suavemente algunos cortes y dejó a término medio puntas y solomos. Retardó la cocción o adelantó sus tiempos. Dispuso de costillas magras o grasosas, así como de morcillas, chinchurrias, salchichas y chorizos. Aromó con romero y asó también berenjenas y tomates. Le pidió a su mujer que preparara ensaladas, guasacacas y chimichurris. Recompensó con algunas primicias a los amigos que se acercaron a las brasas para acompañarle en su liturgia. Atravesó varias épocas y siempre asó, así en la penuria como en la abundancia. Permanece con nosotros el parrillero invulnerable, celebrando los domingos o los sábados la fiesta que convoca a la familia o la reunión fraterna de quienes hacen un alto en esta “guerra civil de los nacidos”.

Para los argentinos la parrilla es algo más que una comida básica. Es el mítico ritual de su cultura. Fuente para la renovación de los afectos, el asado es la religión en la que todos comulgan con deleite. Comulgamos, digo, porque no hay manera de sustraerse a ella. Recuerdo a un asador legendario de Palermo, que vivió en Barquisimeto y fue mi vecino durante varios años. Tenía la virtud de hacer llamados a su casa apenas abría las ventanas de la misma. El olor del asado de tira impregnaba a Arca del Valle y sus allegados entendíamos que Juan Carlos nos estaba invitando a su fiesta porteña. Nos recibía sonriente, con una copa de Don Valentín lacrado en una mano y la pinza para remover las brasas en la otra. Compartiendo asados en su casa, comprobé y disfruté la pasión ancestral de los argentinos por la carne. Después de esa experiencia ya no tenía que pedirle pruebas al escritor santafecino (les garantizo que no es “santafesino”) Juan José Saer cuando leí en uno de sus libros estas palabras: “El asado reconcilia a los argentinos con sus orígenes y les da una ilusión de continuidad histórica y cultural. Todas las comunidades extranjeras lo han adoptado, y todas las ocasiones son buenas para prepararlo”.

Entre nosotros, la parrilla cumple también un rol de ceremonia. Hace poco más de una semana, en el día de la madre, muchos tuvieron la oportunidad de vivirlo de nuevo. El parrillero tomó la batuta y dirigió el largo convite. Volvió por sus fueros y ejerció su arte aparentemente sencillo y que algunos ven como brutal o burdo. Error. Ya lo decía Julio Camba: “No hay en toda la cocina universal una cosa tan antigua ni tan moderna, tan fácil ni tan difícil, tan sencilla ni tan complicada, tan conocida ni tan sorprendente”. Asar es volver a mirar la vida con fervor, con curiosidad primera. Si lo hacemos en la casa, es volver a iluminarla para todos los que están en ella o a ella retornen algún día.

Pienso que es válido concluir con el recuerdo de un poema inagotable y hermoso escrito por un andaluz:

Gracias, Señor, la casa está encendida”.

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