El ciego y el lazarillo junto al Tormes
Los sobrevivientes se valen de todo para saciar el hambre. En la novela picaresca encontramos abundantes ejemplos de truhanes que despliegan sus tretas exitosas en busca de comida. La veneración de las astucias alcanza en el mundo del pícaro un amplio campo para su provecho. Y éste casi siempre está vinculado a los alimentos. Lazarillos, Guzmanes, Rinconetes, Cortadillos y Gananciosas, por mencionar algunos nombres célebres del género, suelen chuparse los dedos después del consumo voraz de longanizas, carneros, pescados, naranjas, gallinas y bizcochos, obtenidos mediante habilidosas estrategias. Son duchos en el trueque tramposo (gato por liebre) y veloces a la hora del hurto en el mercado. Aprendieron de niños sus ardides y la vida les ha permitido acopiar mejores artificios. Socarrones, cuentan con fruición sus picardías y enriquecen así la historia universal de los engaños. Hoy voy a referirme a un personaje venezolano, cumanés, para más señas, que se inscribe con honores en el más exigente catálogo de vivarachos.
A Gustavo Luis Carrera debemos las travesuras de Salomón Rivas, que así se llama el ingenioso de marras, vendedor de arepas, de conservas de coco y de billetes de lotería, pintor, marino, mitómano y fanático del boxeo. Son inolvidables los párrafos que dedica a narrar su participación en la pelea que Antonio Gómez le ganó a Saijo, en Tokio. Llega a decir, como embustero cabal, que fue él y no Hely Montes, quien advirtió a Antonio dónde debía colocar su jab. Bien. También Salomón fue cocinero. Este oficio lo realizó en un barco. Empezó como pinche y la suerte quiso que terminara siendo el cocinero mayor, por la renuncia del chef. Como no le pagaban el sueldo completo por ser “cocinero de circunstancia” y no de profesión, se las arreglaba para obtener la diferencia (y algo más) preparando un sancochito cumanés todas las semanas para el apetito incontenible de algunos tripulantes. La cocina del barco fue para él una escuela completa. No sólo aprendió a realizar cortes y a mejorar su sazón. También supo de las injusticias y de un modo parcial de repararlas. Mientras los marineros comían lo mismo todo el tiempo (aunque sabroso, según Salomón, quien se precia de su buen aliño), los oficiales variaban con frecuencia sus vituallas: conejos, lomito, gallina, pescado, dulces de frutas, etc. Esto irritó a nuestro “héroe”, quien lo cuenta así:
“¿Tú sabes lo que se siente cuando llevas meses comiendo lo mismo? Yo creo que por eso fue que desde mi llegada traté de abrirme el camino hacia la cocina, y cuando pude entrar, ya no me salí más. A mi siempre me gustó comer bien, desde muchachito…(…) Y ahí yo cogía toda clase de provisiones, mucho más de lo que me correspondía como marinero: de todo, pues, sin privarme de nada: cogía mantequilla, queso, leche, suficiente azúcar para la avena, y de todo eso le pasaba algo a la comida de los marineros (…). ¿Te das cuenta? Sin ser ´don´ cocinero, sino cocinero pelao, yo comía lo que quería. Porque ahí, como en muchas cosas de la vida, lo importante no era llevar el ´don´, sino tener la cocina”.
Como vemos, la cocina puede ser a veces un espacio idóneo para mermar iniquidades. En este caso también sirvió para hacer más simpáticas las aventuras de nuestro “vivo criollo”, cuyas divertidas peripecias (incluidas las gastronómicas) podemos leer en la estupenda novela “Salomón” (Monte Avila, 1993), cuyo texto es a la vez una demostración de oralidad cumanesa y una apología del narrador arquetipal. Su autor, Gustavo Luis Carrera, es un nombre que no debemos olvidar nunca.
Los sobrevivientes se valen de todo para saciar el hambre. En la novela picaresca encontramos abundantes ejemplos de truhanes que despliegan sus tretas exitosas en busca de comida. La veneración de las astucias alcanza en el mundo del pícaro un amplio campo para su provecho. Y éste casi siempre está vinculado a los alimentos. Lazarillos, Guzmanes, Rinconetes, Cortadillos y Gananciosas, por mencionar algunos nombres célebres del género, suelen chuparse los dedos después del consumo voraz de longanizas, carneros, pescados, naranjas, gallinas y bizcochos, obtenidos mediante habilidosas estrategias. Son duchos en el trueque tramposo (gato por liebre) y veloces a la hora del hurto en el mercado. Aprendieron de niños sus ardides y la vida les ha permitido acopiar mejores artificios. Socarrones, cuentan con fruición sus picardías y enriquecen así la historia universal de los engaños. Hoy voy a referirme a un personaje venezolano, cumanés, para más señas, que se inscribe con honores en el más exigente catálogo de vivarachos.
A Gustavo Luis Carrera debemos las travesuras de Salomón Rivas, que así se llama el ingenioso de marras, vendedor de arepas, de conservas de coco y de billetes de lotería, pintor, marino, mitómano y fanático del boxeo. Son inolvidables los párrafos que dedica a narrar su participación en la pelea que Antonio Gómez le ganó a Saijo, en Tokio. Llega a decir, como embustero cabal, que fue él y no Hely Montes, quien advirtió a Antonio dónde debía colocar su jab. Bien. También Salomón fue cocinero. Este oficio lo realizó en un barco. Empezó como pinche y la suerte quiso que terminara siendo el cocinero mayor, por la renuncia del chef. Como no le pagaban el sueldo completo por ser “cocinero de circunstancia” y no de profesión, se las arreglaba para obtener la diferencia (y algo más) preparando un sancochito cumanés todas las semanas para el apetito incontenible de algunos tripulantes. La cocina del barco fue para él una escuela completa. No sólo aprendió a realizar cortes y a mejorar su sazón. También supo de las injusticias y de un modo parcial de repararlas. Mientras los marineros comían lo mismo todo el tiempo (aunque sabroso, según Salomón, quien se precia de su buen aliño), los oficiales variaban con frecuencia sus vituallas: conejos, lomito, gallina, pescado, dulces de frutas, etc. Esto irritó a nuestro “héroe”, quien lo cuenta así:
“¿Tú sabes lo que se siente cuando llevas meses comiendo lo mismo? Yo creo que por eso fue que desde mi llegada traté de abrirme el camino hacia la cocina, y cuando pude entrar, ya no me salí más. A mi siempre me gustó comer bien, desde muchachito…(…) Y ahí yo cogía toda clase de provisiones, mucho más de lo que me correspondía como marinero: de todo, pues, sin privarme de nada: cogía mantequilla, queso, leche, suficiente azúcar para la avena, y de todo eso le pasaba algo a la comida de los marineros (…). ¿Te das cuenta? Sin ser ´don´ cocinero, sino cocinero pelao, yo comía lo que quería. Porque ahí, como en muchas cosas de la vida, lo importante no era llevar el ´don´, sino tener la cocina”.
Como vemos, la cocina puede ser a veces un espacio idóneo para mermar iniquidades. En este caso también sirvió para hacer más simpáticas las aventuras de nuestro “vivo criollo”, cuyas divertidas peripecias (incluidas las gastronómicas) podemos leer en la estupenda novela “Salomón” (Monte Avila, 1993), cuyo texto es a la vez una demostración de oralidad cumanesa y una apología del narrador arquetipal. Su autor, Gustavo Luis Carrera, es un nombre que no debemos olvidar nunca.
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