La cocina es “memoria y deseo”, por decirlo con un noble verso del venerable Eliot. Tal vez por esa razón, Manuel Vázquez Montalbán, quien adoraba tanto a Eliot como a la cocina, tituló así el volumen donde reunió su poesía. Añado: la cocina es memoria activa, recurrente, completa. No sólo nos proporciona gusto. Ella es el gusto mismo. No sólo nos depara sabores. También nos entrega el don de los recuerdos. En ella siempre arde el fuego. Es imposible apagarla. Desde que la primera persona la encendió en la noche de los tiempos no ha habido manera de que cese de irradiar sus aromas, sus saberes y sus luces. Tampoco de que deje de darnos sombra y de calentar nuestros cuerpos. En ella nos reunimos para escuchar un rumor milenario. En ella renacemos. También la cocina es poesía, trama y narración. Es una gramática infinita. Por eso Juana de Asbaje dejó dicho en su Respuesta a Sor Filotea que si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito. En la cocina –estoy seguro- conviven los viejos dioses del lugar. Ella y ellos nos protegen. A la cocina encomiendo mi espíritu.
Escribo al calor de la hermosa celebración que ha sido el primer Congreso de Cocinas Tradicionales, organizado por la Escuela de Gastronomía Mexicana, CONACULTA y la UNEY. Este simposio de México, a favor de las cocinas como patrimonio cultural, ha sido una demostración de optimismo. En él hemos percibido que la tradición es algo vivo y no lo que algunos señalan sólo como pasado remoto o señal de antaño. Hemos vuelto a una verdad que debería ser de Perogrullo: la tradición es el acto de transmitir una memoria en el presente y de enriquecerla a diario con nuevas emociones.
Acá hemos ratificado que si bien muchas cosas están por hacerse, las podemos realizar juntos manteniendo el fecundo diálogo intercultural que hemos reiniciado desde nuestros fogones. Dije “reiniciado” porque se trata de retomar el hilo de una antigua conversación entre los pueblos de estas tierras (y de otras), como opción legítima y efectiva para resistir el ataque a mansalva que han sufrido las culturas americanas, por parte de poderes económicos impersonales que no entienden ni quieren entender de otra cosa que no sea la ganancia capitalista. Sin negarnos a las innovaciones, a la creación y a los aportes idóneos de la ciencia y la tecnología alimentarias, seguiremos proclamando con Cristina Barros y Marco Buenrostro que “sin maíz no hay país”. Y no puede haberlo porque es nuestro pan de cada día, vale decir, nuestra conexión profunda con la tierra.
Acertaron Yuri de Gortari, Edmundo Escamilla y Cruz del Sur Morales en invitarnos para dar alimento a nuestro fervor por las viejas cocinas de América. Eso, de suyo, es un paso importante. Lo es, sobre todo, porque sitúa el tema en un espacio mucho más amplio y amable que el de la academia o el de los frecuentes encuentros donde los universitarios o doctores vamos a oír (o simular que oímos) nuestras ponencias de siempre. Hablar de cocina tradicional, desde la cocina misma, es una hermosa apuesta por la indispensable y prodigiosa práctica de la diversidad. Eso se ha hecho esta vez en el querido D.F. con las voces cálidas de Oaxaca, de Zacatecas, de Yaracuy, de Santa Cruz, de Veracruz, de Panamá, de la Toscana, de Jujuy, de Paraguay y de Castilla.
El viernes pasado en el mercado de La Merced pude aproximarme al corazón multicolor de México, el mismo que le ha dado alegría y cobijo a este Congreso inolvidable. Sus imágenes me permiten ahora comprender un poco más el mítico laberinto donde la soledad también es una fiesta.
Escribo al calor de la hermosa celebración que ha sido el primer Congreso de Cocinas Tradicionales, organizado por la Escuela de Gastronomía Mexicana, CONACULTA y la UNEY. Este simposio de México, a favor de las cocinas como patrimonio cultural, ha sido una demostración de optimismo. En él hemos percibido que la tradición es algo vivo y no lo que algunos señalan sólo como pasado remoto o señal de antaño. Hemos vuelto a una verdad que debería ser de Perogrullo: la tradición es el acto de transmitir una memoria en el presente y de enriquecerla a diario con nuevas emociones.
Acá hemos ratificado que si bien muchas cosas están por hacerse, las podemos realizar juntos manteniendo el fecundo diálogo intercultural que hemos reiniciado desde nuestros fogones. Dije “reiniciado” porque se trata de retomar el hilo de una antigua conversación entre los pueblos de estas tierras (y de otras), como opción legítima y efectiva para resistir el ataque a mansalva que han sufrido las culturas americanas, por parte de poderes económicos impersonales que no entienden ni quieren entender de otra cosa que no sea la ganancia capitalista. Sin negarnos a las innovaciones, a la creación y a los aportes idóneos de la ciencia y la tecnología alimentarias, seguiremos proclamando con Cristina Barros y Marco Buenrostro que “sin maíz no hay país”. Y no puede haberlo porque es nuestro pan de cada día, vale decir, nuestra conexión profunda con la tierra.
Acertaron Yuri de Gortari, Edmundo Escamilla y Cruz del Sur Morales en invitarnos para dar alimento a nuestro fervor por las viejas cocinas de América. Eso, de suyo, es un paso importante. Lo es, sobre todo, porque sitúa el tema en un espacio mucho más amplio y amable que el de la academia o el de los frecuentes encuentros donde los universitarios o doctores vamos a oír (o simular que oímos) nuestras ponencias de siempre. Hablar de cocina tradicional, desde la cocina misma, es una hermosa apuesta por la indispensable y prodigiosa práctica de la diversidad. Eso se ha hecho esta vez en el querido D.F. con las voces cálidas de Oaxaca, de Zacatecas, de Yaracuy, de Santa Cruz, de Veracruz, de Panamá, de la Toscana, de Jujuy, de Paraguay y de Castilla.
El viernes pasado en el mercado de La Merced pude aproximarme al corazón multicolor de México, el mismo que le ha dado alegría y cobijo a este Congreso inolvidable. Sus imágenes me permiten ahora comprender un poco más el mítico laberinto donde la soledad también es una fiesta.
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