lunes, agosto 03, 2009

Hay luces entre los árboles



“Los jardines deben ser universidades y los árboles libros”
Lichtenberg



He estado recordando ese espléndido aforismo de Lichtenberg desde la inolvidable tarde del miércoles pasado en que nuestra universidad yaracuyana recibió el encargo de cooperar con el desarrollo del Parque El Dorado de Guama. Así, una vieja aspiración comenzó a transitar el cauce seguro de su venidero cumplimiento. Pero no es a ella a la que me voy a referir en esta ocasión. Ya habrá tiempo y espacio para hablar de ese noble proyecto. Quiero ahora quedarme en lo que Fray Luis de León llamaba la corteza de la letra, que en este caso es la imagen que podemos palpar en la palabra “árbol”.

Desde hace mucho nos dio por distanciarnos de la presencia sagrada de los bosques. Olvidamos, de tanto saberlo quizá, que por más destrucción vegetal que se haya perpetrado en las ciudades mustias que habitamos, un árbol resistente nos espera siempre a la vuelta de cualquier esquina o nos aguarda agazapado en nuestra memoria. Porque siempre hay un árbol en la vida de uno o hasta un jardín completo, como decía Alejandra Pizarnik en El infierno musical. Recuerdo el limonero de la casa de mi abuela Ana en La Concordia, cargado y espinoso. La veo a ella exprimiendo sus frutos de un intenso verde oscuro, para ofrecerle después a sus nietos una limonada inconfundible, con un sabio toquecito de agua de azahar. Recuerdo también los pinos de la casa de al lado. El viento los hacía sonar con insolencia. Dos de ellos prestaron sus troncos para que mis vecinos (de apellido Verde, por cierto, como corresponde al tema) colocaran una barra para hacer ejercicios, de la que el flaco que yo era entonces, poco se aprovechó. No olvido tampoco los árboles del Parque Ayacucho, cómplices de nuestras “jubiladas” de clase en el colegio y oportunos escondites cuando pasaba el padre Nieto, indagando por los fugados de esa mañana, a quienes suponía jugando zorro y gallinas en algún banquito del parque o esperando puntuales la salida de las muchachas del María Auxiliadora, en la esquina de la cuarenta y uno con la quince. Hace unos meses pasé por allí, por eso de la nostalgia, y constaté con dolor que el parque ha perdido muchos de sus árboles. Tuve un miedo retroactivo y sentí que el padre Nieto podría ahora descubrirnos porque ya no existe la legendaria frondosidad que antaño nos hiciera impunes. Muchos otros árboles me siguen enviando sus mágicas señales. Menciono sólo dos: el cedro de mi casa barquisimetana que brilla todos los diciembres y el extinto árbol nim de la Casa de las Letras Antonio Arráiz, bajo cuyo ramaje habíamos previsto celebrar el matrimonio del gocho Manuel Torres, en ceremonia-homenaje a Octavio Paz, poeta del sauce de cristal, del chopo de agua y de otros árboles danzantes.

Pienso que mucho bien nos haría devolverle al mito del jardín su lugar de siempre. Las milagrosas fabulaciones de los bosques han alimentado a las culturas que buscan aliviar su paso por el mundo consagrándose a la secreta armonía vegetal. Al jardín primigenio no volveremos (el único paraíso es el paraíso perdido, dijo alguien con razón), pero sí podemos cultivar con gusto nuestras plantas caseras, ser los hortelanos de la tierra ocupada y estercolada y, respirar mejor, conversando a diario, aunque sólo sea por unos minutos, con esos viejos dioses que tantas cosas saben del inconcebible universo.

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