lunes, octubre 12, 2009

Majan sal de salmorejos





No menos clara que Bagdad o que el Cairo, según Borges, es esta ciudad de los omeyas en la que siempre se escucha el laborioso rumor de una fuente. Ayer sentí que esa música incesante es capaz de aliviarnos del calor de este otoño cordobés y de enviarnos, además, algunas señales enigmáticas. Caminaba por la judería y la escuché. Quise saber de dónde manaba esa agua balsámica y fui llegándole de oídas hasta ubicarla a mi izquierda, en una calle estrechísima. A pocos pasos estaba la fuente, cristalina y generosa. Me acerqué a ella y percibí por un instante la inmensa soledad de ese espacio. Miré a mi alrededor y vi paredes blancas, puertas cerradas y ventanas entreabiertas. Atisbé patios frescos y aromosos y de pronto me sentí embestido por la belleza.

“No hay otra en este mundo”, escribió alguna vez Pablo García-Baena, al referirse a la belleza de Córdoba. Lo recordé al percatarme del inusual momento que acababa de vivir. Recordé asimismo que la noche anterior había pasado cerca de su casa y que en la habitación del hotel leí esta mañana sus serenos poemas de Junio. Sitiado por la blancura, en una mínima plaza de la judería, íngrimo, supe que compartía con los habitantes invisibles de ese lugar, la salmodia eterna del agua y la sombra vespertina de todas las culturas cordobesas. También vinieron a mi memoria los radiantes versículos que Alvaro Mutis dedicó a su paso por Córdoba, para darnos la noticia de que fue allí, en una calle cualquiera, llena de turistas, donde tuvo la imposible y ebria certeza de estar, por fin, en España. Me dije, entonces, que algo misterioso tiene esta ciudad cuando uno se deja llevar por alguna de sus voces secretas. Y sentí piedad por los turistas, que en enormes cantidades pisan las calles romanas, se toman fotos con las fachadas mozárabes al fondo y se arrodillan a veces en las intromisiones cristianas de la Mezquita, para salir, banales y vacíos, a agregar galones audiovisuales a su oficio.

Volví al hotel y busqué de nuevo el libro de García-Baena, como quien busca a alguien para contarle sus dichas. Miré en el índice y de una vez me fui hasta el poema Córdoba y repetí en alta voz sus versos plenos y finísimos: “No había más belleza en este mundo./ Por las calles de cal, cuando furtiva/ ajena sombra iba enamorada,/ incansable de sol a sol,/ tejiendo el embeleso luna a luna,/ telones de murallas, celosías/ de altas clausuras,/ palmas de sombras sobre tapias blancas,/ era ya sólo amor el escenario,/ la letanía armoniosa de los nombres”. Ahí estaba todo: la ciudad y sus fantasmas, la historia y sus sobrevivientes, las calles y sus visitantes y yo mismo, sacado del despiste por el rumor del agua y favorecido por un azar concurrente que me hizo perenne morador de una plaza exclusiva. Sin duda, era para celebrarlo con otro poema del gran Rafael de San Pedro y San Pablo García-Baena. Leí entonces La cocina de los ángeles y al toparme con el octosílabo “majan sal de salmorejos”, la suerte estaba echada. Me fui hasta “El Caballo Rojo”, en la Cardenal Herrero, y cumplí con un ritual que Cuchi me había pedido que cumpliera, en honor de una amiga cordobesa: comer salmorejo en ese sitio. Lo hice y me supo a gloria. Nada que ver con uno que había probado el día anterior. El legendario plato campesino de Córdoba me permitió rubricar con alegría una jornada espléndida.
Fino y salmorejo se dieron anoche la mano para sugerirme esta euforia literaria, que dedico a Isabel de Pérez, la amiga cordobesa que cocina como los ángeles.

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