Luis Alberto Crespo en una clase de Biscuter
Ya es costumbre para mí, sobre todo cuando se acerca la nochebuena, leer sólo poesía. Busco páginas, navideñas o no, de los poetas que me gustan o incursiono por libros menos familiares o desconocidos, con el deseo, casi siempre satisfecho, de encontrarme alguna imagen que me haga compañía. La ceremonia comienza el mismo primero de diciembre cuando anoto en mi diario estos versos de Israel Peña que memoricé hará unos cuarenta y siete años: “Diciembre, barbas de frío/ sobre la veste del campo,/ curvo cinturón de cerros/ y zapatillas de prado”. Los recuerdo en la voz gallega y bien timbrada de mi profesor Daniel Gómez Ferreiro. Me los digo y cumplo con el íntimo ritual de transcribirlos, para sentir que, en verdad, diciembre ha comenzado. Después fatigo un soneto melodioso de Aquiles Nazoa y me imagino que soy yo quien le está hablando a Avelina Duarte de este modo: “Avelina, Avelina, amiga mía,/ hermana de mi novia y mi pañuelo… Sabrás que es navidad, que de agua fría/ nos pone el clima flores en el pelo,/ mientras envuelto en su gabán de yelo/ pasa diciembre en troika de alegría”.
Y así van entrando y saliendo los poetas. Ayer nomás, cuando leía que los restos de Lorca no aparecen y que su búsqueda ha sido, más que infructuosa, una verdadera pesadilla, pasaron por aquí Miguel Hernández y Pablo Neruda y el segundo nos dijo estos versos: “Si pudiera llorar de miedo en una casa sola,/ si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,/ lo haría por tu voz de naranjo enlutado/ y por tu poesía que sale dando gritos”. Y sentí que los buenos poetas no se dejan exhumar tan fácilmente y que su voz no está al alcance de quien se acerca a ellos sin respeto. La poesía, como diría Gimferrer, supremamente se niega al abyecto. Ella viene de la memoria y del mito y está hecha de sustancias inasibles. Se vuelve hija del limo, hoja de muérdago, pan de los elegidos, letra de Octavio Paz o mirada vespertina de José Antonio Ramos Sucre, cuando quiere. No avisa ni tiene hora fija, pero sé que podemos atraerla con un conjuro que alguien supo hacer en Aquitania o tal vez en las sequedades de Atarigua.
Entregarse a la lectura de la poesía es acceder a un territorio que la razón jamás ha podido alinderar. Sus (im)precisiones sacan de quicio a quienes, alambre en mano, buscan cercarla con el rigor de una doctrina o con arduas explicaciones acerca de su sentido escurridizo. Ignoran que ella se nutre también del exilio, del misterio y del silencio. Ella es como la soledad del poeta Juan Luis Martínez (Chile, 1942-1993): “Muchas veces me ha sucedido pelearme con ella y echarla.. Mas, pronto está lejos la ruego, la conjuro a volver. Pero nada pasa. Ni mis súplicas un poco ridículas, ni mis amenazas un poco pasadas de moda. Y luego un día, sin que yo lo espere ella regresa más enigmática y flotante que nunca. Más envolvente, sobre todo…”.
Sigo leyendo a Juan Luis Martínez, una revelación para mí en sus Poemas del Otro, libro póstumo, que se sumó al único que publicó en vida (La nueva novela) formando un extraño díptico dictado por las voces distintas que lo habitaban y que lo convirtieron en un caso único en la abundante y prodigiosa poesía chilena. Metatextual en el primero y lírico en el segundo, este poeta de Valparaíso fomentó la poesía como pre-texto para el alma de los signos errantes.
Además de Martínez, diciembre me ha deparado la lectura gozosa de un hermosísimo libro de Luis Alberto Crespo: Tierramenta (Lumen, 2009). Lo he ido paladeando con la parsimonia a la que su lenguaje y sus paisajes me invitan. Todo ha sido nombrado de nuevo en ese libro. Los viejos parajes, los fantasmas, las alcobas y los pájaros de Luis Alberto nacieron otra vez en las páginas sin límites de Tierramenta.
Aprovecho, por cierto, para desearles feliz navidad a todos con unos versos de Crespo que marcan ahora la inevitable despedida de este artículo:
Enseguida vuelvo,
voy a envejecer en ese cuarto.
Y así van entrando y saliendo los poetas. Ayer nomás, cuando leía que los restos de Lorca no aparecen y que su búsqueda ha sido, más que infructuosa, una verdadera pesadilla, pasaron por aquí Miguel Hernández y Pablo Neruda y el segundo nos dijo estos versos: “Si pudiera llorar de miedo en una casa sola,/ si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,/ lo haría por tu voz de naranjo enlutado/ y por tu poesía que sale dando gritos”. Y sentí que los buenos poetas no se dejan exhumar tan fácilmente y que su voz no está al alcance de quien se acerca a ellos sin respeto. La poesía, como diría Gimferrer, supremamente se niega al abyecto. Ella viene de la memoria y del mito y está hecha de sustancias inasibles. Se vuelve hija del limo, hoja de muérdago, pan de los elegidos, letra de Octavio Paz o mirada vespertina de José Antonio Ramos Sucre, cuando quiere. No avisa ni tiene hora fija, pero sé que podemos atraerla con un conjuro que alguien supo hacer en Aquitania o tal vez en las sequedades de Atarigua.
Entregarse a la lectura de la poesía es acceder a un territorio que la razón jamás ha podido alinderar. Sus (im)precisiones sacan de quicio a quienes, alambre en mano, buscan cercarla con el rigor de una doctrina o con arduas explicaciones acerca de su sentido escurridizo. Ignoran que ella se nutre también del exilio, del misterio y del silencio. Ella es como la soledad del poeta Juan Luis Martínez (Chile, 1942-1993): “Muchas veces me ha sucedido pelearme con ella y echarla.. Mas, pronto está lejos la ruego, la conjuro a volver. Pero nada pasa. Ni mis súplicas un poco ridículas, ni mis amenazas un poco pasadas de moda. Y luego un día, sin que yo lo espere ella regresa más enigmática y flotante que nunca. Más envolvente, sobre todo…”.
Sigo leyendo a Juan Luis Martínez, una revelación para mí en sus Poemas del Otro, libro póstumo, que se sumó al único que publicó en vida (La nueva novela) formando un extraño díptico dictado por las voces distintas que lo habitaban y que lo convirtieron en un caso único en la abundante y prodigiosa poesía chilena. Metatextual en el primero y lírico en el segundo, este poeta de Valparaíso fomentó la poesía como pre-texto para el alma de los signos errantes.
Además de Martínez, diciembre me ha deparado la lectura gozosa de un hermosísimo libro de Luis Alberto Crespo: Tierramenta (Lumen, 2009). Lo he ido paladeando con la parsimonia a la que su lenguaje y sus paisajes me invitan. Todo ha sido nombrado de nuevo en ese libro. Los viejos parajes, los fantasmas, las alcobas y los pájaros de Luis Alberto nacieron otra vez en las páginas sin límites de Tierramenta.
Aprovecho, por cierto, para desearles feliz navidad a todos con unos versos de Crespo que marcan ahora la inevitable despedida de este artículo:
Enseguida vuelvo,
voy a envejecer en ese cuarto.
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