lunes, diciembre 07, 2009

Viaje al amanecer

Francisco Abenante, Cuchi Morales y Sumito Estévez

No por socorrida me voy a inhibir de citar una famosa frase de Rilke, que se aviene plenamente con lo que hoy quiero comentarles: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Quizá por eso, cuando el ineludible “nostos” nos apremia, emprendemos el retorno a nuestros viejos territorios. Hacemos lo que nuestro más grande ensayista llamó un “viaje al amanecer”. Buscamos albergue en la memoria y recreamos un espacio que sentimos como una genuina pertenencia. El recodo de un jardín reaparece como escondite oportuno y el pregón de los dulces nos vuelve a hacer agua la boca. El gran reloj del comedor comienza a marcar sus horas lentas y una taza de humeante y espeso chocolate llega puntual a la mesa. Penetramos así en el laberinto de imágenes que nuestra infancia atesoró y constatamos en su centro que hemos regresado de un larguísimo exilio.

La experiencia es sencilla. Basta con dejarse llevar por algún olor o por el susurro del agua, simplemente. Proust sólo necesitó mojar la magdalena en el té y llevársela a la boca. Lo demás, ya lo sabemos, fue el tiempo recobrado. Sé de cocineros que recuperan sabores preteridos porque le siguieron la pista a un aroma que les llegó como vestigio en pena. Y así, van a la cocina y lo disponen todo para cocinar de nuevo como Petra o como la abuela, la madre o la tía, en los tiempos de Maricastaña, que, por cierto, ahora no suelen ser tan remotos como antes.

La semana pasada en Barquisimeto asistimos a una experiencia de ese tipo. Un cocinero profesional, ducho en diversidades culinarias, se remontó a su niñez para entregarnos los platos que su madre preparaba cotidianamente. Viajó hasta La India, la que habita en su memoria, y concibió un amplio menú que forma parte entrañable de su historia personal. Sin duda, sus enormes conocimientos y destrezas de hoy en día jugaron un rol estelar en los buenos resultados, pero más pesó la circunstancia de que cocinó con el gusto esencial que le otorgan la sangre y la cultura propias. Cuando se cocina lo que se ama desde la infancia, hay algo más que una buena comida. Hay una ofrenda.

Hasta el más despistado sabe que me estoy refiriendo a Sumito Estévez, quien volvió a los fogones barquisimetanos de Francisco Abenante, para trasladarnos esta vez al Punjab familiar de su infancia merideña. Además del basmati, varios platos regionales de La India, sin desdoro alguno de las técnicas empleadas para su elaboración, fueron preparados y servidos con la alegría ritual de quien comparte algo de sí mismo. Y ese es, por supuesto, el sello intransferible de un buen trabajo culinario. La excelente sopa de arveja amarilla, con yogur y pepino, el sabrosísimo pollo tandoori, el opulento cordero con salsa de tamarindo, los camarones con leche de coco, los estupendos garbanzos guisados en salsa de tomate, los vegetales con cúrcuma y un postre inolvidable constituido por halvá de zanahoria y bolas de sémola, fueron esa noche en El Círculo las señas de la noble tradición gastronómica que lleva en su segundo apellido el famoso cocinero Sumito Estévez Singh.

2 comentarios:

Fernando Terreno dijo...

Biscuter:
Menú delicioso y delicioso artículo. Doy fe porque a la distancia sólo podemos degustar tus palabras y están bien gustosas.

Aprovecho para comentarte que puse en La Pulpera una entrada, "Literatura y longevidad", que no está muy bien cocinada, pero tiene como ingredientes unos tangos que seguro disfrutarás.

Un abrazo

Biscuter dijo...

Gracias, Fernando. Ya visité la página y disfruté muchísimo esa y otras entradas. ¡Qué bueno el tango que canta Rivero!

Un abrazo