lunes, febrero 22, 2010

El caballo del Brigadier


Desde su corazón podía dominarse el universo. Su corazón era un río incontenible y soberbio, tanto, que fue (y es aún) el albergue de todas las aguas. Por sus vastísimos predios se hallaba la mítica ruta del Dorado. En sus fluviales territorios el creador había sido torrencialmente generoso y pródigo en metales. Su selva era un espeso laberinto y su suelo inconmovible permitía edificar la eternidad. Guayana, que así se llama aún ese prodigio, era también el mayor objetivo estratégico, así en la paz como en la guerra. Poseerla era adquirir la llave maestra para todos los preciados umbrales. Manuel Piar lo supo muy temprano y Simón Bolívar poco después. Ambos la convirtieron en la niña de sus ojos. Allí, en sus “inmensas soledades”, en su Angostura singular, habrían de establecer los patriotas el definitivo cuartel de la victoria.

Pero no todo era un paraíso. Corría el año 1817 y Morillo, sabedor de la importancia de Guayana, había ordenado al Brigadier La Torre la defensa de Angostura, porque el indomable Piar ya se había apoderado de las opulentas misiones del Caroní. Manuel Cedeño desde hace varios meses tenía sitiada la ciudad casi por completo. En ella predominaba el hambre, el hambre terrible de la guerra que va siempre acompañada por la peste. Entre treinta y cuarenta personas fallecían diariamente. Cuando La Torre logra romper a duras penas el sitio, ya era tarde. La hambruna había hecho de las suyas y después de la toma total de la ciudad por parte de Bermúdez, en ella se desatan otros morbos. Una especie de maldición se había ensañado contra los sobrevivientes. Bermúdez quiso ayudarlos y les suministró carne. Más vale que no. La carne estaba descompuesta y desencadenó diarreas y gastroenteritis. Al revés del refrán, “no hubo bien que por mal no viniera”. Por otra parte, el paludismo y la fiebre amarilla se hicieron galopantes y epidémicos. Angostura vivió tiempos de desolación y no sólo los paisanos, sino también los integrantes de la tropa, fueron las víctimas de estos flagelos.

En los fecundos dominios del merey, de la sapoara y del lau lau, el hostigante verano de la guerra nacional de independencia fue implacable ese año 17. Un testimonio de la sordidez así lo expresa. Me refiero a las palabras llenas de tensión que dejó escritas el oficial Rafael Sevilla, quien sirvió al Rey, a las órdenes de La Torre. Su relato no tiene desperdicio y es de enorme utilidad para quienes estudian el tema de la alimentación en esos históricos momentos. Helo aquí:

“El bloqueo era ya completo…y a medida que pasaban los días aumentaba el hambre de un modo espantoso (…). En tan suprema angustia el Brigadier mandó reunir en el almacén militar todas las pocas provisiones que había en poder de los particulares, y a partir del 25 (mayo), desde el General hasta el último soldado, desde el acaudalado comerciante hasta el más infeliz particular, todos fuimos reducidos a una ración igual. Empezó por distribuirse un pedazo de tasajo y cuatro onzas de pan por persona mayor; concluidos estos artículos a los cinco días, vivimos otros ocho con fideos, garbanzos y vino; agotado esto, se nos distribuyó puñados de maíz en grano y algún pescado, cuando lo había, pero los peces se ahuyentaron de aquella parte del río en que tan perseguidos eran y el maíz se acabó. Matóse pues el caballo del brigadier, y el otro día el del contador Tomaseti; después los demás, los mulos y los burros que había; todo esto no duró más que dos días. Concluido el ganado caballar, nos repartimos unas raciones de cacao y azúcar primero, y de cacao solo después y dos dedos de ron. No quedó en la plaza ni gato ni rata que no nos comiéramos…”.

Como vemos, pasar del racionamiento de lo poco a la abrupta necesidad de devorar cualquier cosa, también tiene sus lógicas (y culturales) escalas gustativas.

Por perversión literaria, termino con una exclamación inevitable:

-Sevilla, ¡olé!

1 comentario:

Biscuter dijo...

Muchísimas gracias por su visita y su generoso comentario.

Saludos