lunes, febrero 15, 2010

Hambre bicentenaria


La masacre fue seguida de un incendio minucioso, vale decir, de otra matanza. Fue el 11 de diciembre de 1814 y la que hasta ese día representara la plaza más importante de los patriotas, cayó de modo estrepitoso. La Emigración a Oriente había convertido a Maturín en el sólido refugio de los caraqueños, así como de numerosas personas que, provenientes de otras ciudades del país, huyeron despavoridas del horror desatado por Boves a lo largo y ancho de la “Patria Boba”. En Maturín, como alguien lo afirmó entonces, se había asilado la mitad del mantuanaje, con sus alhajas y esclavos, además de sus armas y municiones.
Seis días después de la muerte de Boves en Urica (batalla que representó una derrota espantosa para Ribas), Francisco Tomás Morales, luego de atacar por sorpresa todos los puntos de defensa de la ciudad, entró por la calle real de Maturín y no dejó títere con gorra. Mató ancianos, mujeres, niños, blancos, indios y negros. De esa carnicería dieron testimonios tirios y troyanos. Uno de ellos, el comandante de expedición Salvador Gorrín informaría lo sucedido de la siguiente manera: “Después de tomada la plaza de Maturín, y a los tres días de conseguida esta gloriosa acción, me dediqué con cuatro escuadrones de caballería a registrar los montes que llaman del Tigre, con el objeto de perseguir y destruir a los que pudiesen escapar por aquellos lugares, y trabajé con tanto celo que logré limpiarlo enteramente de malvados, en términos que quedaron tranquilos y pacíficos; pero como no faltaron muchos que marchasen huyendo para los pueblos del Caris, Aribí y demás del Orinoco, me vi precisado a dirigirme hacia estos lugares con los expresados escuadrones, y en poco más de un mes logré destruir y exterminar casi todas las cortas reliquias de los que pudieron escapar de Maturín. Todo quedó tranquilo”. La versión de este matarife no podía ser más elocuente: había logrado la paz de los sepulcros en la ciudad del Guarapiche y en todos sus alrededores. Poco más tarde, la cabeza de Ribas sería exhibida en Caracas en una horca custodiada por dos escuadrones de caballería. La historia de una tragedia, llena de errores y de voluntarismos -y no sólo de heroicidades-, quedaría estampada en la impudicia de ese terror innoble.

El inacabable libro de Pedro Cunill Grau, Geografía del poblamiento venezolano en el siglo XIX, nos dirá que Maturín iría lentamente renaciendo de sus cenizas, en medio de un paisaje ruinoso y disminuido. Y así, Venezuela toda, hambreada, famélica, pobrísima, enferma, picada de viruela y despoblada, tendría que reponerse para seguir batallando en su guerra nacional de independencia, a expensas de muchísimas vidas devoradas por el horror y la miseria.
Valdría la pena que en estos tiempos de celebración de los Bicentenarios, estudiáramos mejor esos momentos terribles de nuestra historia, poniendo la mirada en el pueblo más que en los próceres, tan llenos de estatuas y de fanfarrias. Un pueblo que muchísimas veces se envenenó con inmundicias e integró con estoicismo una tropa a la que no podía asegurársele ni la comida ni el triunfo. Recordemos ahora que la mala vida cotidiana de la guerra también está cumpliendo doscientos años.

Una carta de Pablo Morillo en el año 1819, refiriéndose a las mujeres de Guayana, golpea la fibra del más insensible de los patriotas. Al leerla, una mezcla de rabia y dolor nos derriba. Cito un párrafo, para dejarlo hasta aquí, con más ira que aflicción. Ya volveremos de mejor ánimo:

Entre más de 200 mujeres que hasta la fecha tenemos a la vista, no hay ni una sola jojotilla de pecho parado que haya podido animar al señor mayor de 25 años. Todas están pandas, lazarinas, bubosas, puercas, feas y miserables, en términos de espantar hasta la lujuria de tres meses que nos acompaña”.

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