Su memoria asocia el tenaz sonido de la lluvia en las ventanas a una ruidosa agonía. Para los otros habitantes de la casa, tal vez esa misma música se vincule a un inolvidable placer gastronómico. Todo se gestaba en la cocina. Era domingo y el almuerzo incluía el plato estelar de la familia. Su elaboración provocaba en él, más que asco, impotencia e intenso dolor. Para los demás, era una fiesta. Los invitados prodigaban frases laudatorias y se admiraban de las excelencias del costoso condumio. En dos o tres ocasiones le pidieron que comprara los apetecibles animalitos y regresó sin nada, inventando que estaba agotada su existencia. Por sospechoso, nunca más le confiaron la tarea y encargaron a la cocinera de la valiosa compra. Ella retornaba con el tobo lleno y de inmediato se dedicaba a la lenta preparación, que suponía previamente el uso de un cajón con pasto, para encerrarlos y alimentarlos con una hierba rara, especie de purgante que hacía el solaz de los bichitos. Un día completo permanecían allí. El domingo los bañaba con sumo cuidado, antes de meterlos en la olla de agua fría, vivos y límpidos, acompañados de especias, sal y vinagre. El agua se iba calentando poco a poco y surgían los chillidos, la ruidosa agonía que dije al comienzo y que generaba en él un deseo infinito de fuga. Un domingo, tras un copioso y largo banquete, tomó la decisión y se fue para siempre.
Lo anterior no es más que un resumen arbitrario y torpe de un cuento genial de Amparo Dávila, una escritora zacatecana cuya presencia espectral y legendaria, todavía es un enigma literario mexicano. El relato se titula Alta cocina y, como todos los suyos, se mueve en una atmósfera de ambigüedad que poco a poco va alcanzando altos niveles de tensión. No nos da su nombre, pero suponemos, por algunos datos iniciales, que son caracoles de tierra los animalitos cruelmente cocinados. Del huido tampoco sabemos mucho, pero lo imaginamos niño en edad de hacer mandados, obsesionado y dolido por la muerte de los caracoles. Sobre Amparo Dávila estamos enterados de su antigua fama de mujer hermosa y de que hará unos nueve o diez años se le apareció a la escritora Cristina Rivera Garza en una novela extraordinaria, para asombro de quienes descreen de la vida propia que tiene la literatura.
Los caracoles forman parte de la cultura ancestral de muchos pueblos del mundo y antes de compartir con la langosta un sitial destacado en la alta cocina pública, fueron, al igual que este crustáceo, alimento de los pobres. Jamás olvido las páginas de una novela de Elio Vittorini titulada Coloquio en Sicilia en la que la madre campesina del narrador recuerda la dieta cotidiana de caracoles, diciendo que eran excelentes y sabrosos y que se podían preparar guisados con ajo y tomate o rebosados y fritos. Una vez refrescada su memoria, el narrador, ahora citadino, revive los momentos de la infancia y se ve a sí mismo chupando golosamente caracoles de sus conchas. He leído en algún lado que en las cárceles de los Estados Unidos, en el siglo XIX, el rancho de los presos incluía diariamente langostas y que para mitigar ese “horrible” castigo hubo de limitarse su consumo a sólo un día por semana. Pero la semejanza que más nos interesa ahora reside en uno de los modos de preparación que prevalece, tanto para los inofensivos moluscos como para la langosta: lanzarlos vivos al agua caliente. Un famoso novelista peruano reseñaba hace poco en uno de sus artículos la discusión que tuvo con una señora, enemiga acérrima de las corridas de toros. Ella se estaba comiendo una langosta y predicaba contra la sevicia atroz de la tauromaquia. El escritor replicó con la imagen del crustáceo cayendo vivo sobre el agua hirviendo. Todos tenemos alguna aversión, pero también algún gusto por hincarle el diente a algo que fue materia viva. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra.
Lo anterior no es más que un resumen arbitrario y torpe de un cuento genial de Amparo Dávila, una escritora zacatecana cuya presencia espectral y legendaria, todavía es un enigma literario mexicano. El relato se titula Alta cocina y, como todos los suyos, se mueve en una atmósfera de ambigüedad que poco a poco va alcanzando altos niveles de tensión. No nos da su nombre, pero suponemos, por algunos datos iniciales, que son caracoles de tierra los animalitos cruelmente cocinados. Del huido tampoco sabemos mucho, pero lo imaginamos niño en edad de hacer mandados, obsesionado y dolido por la muerte de los caracoles. Sobre Amparo Dávila estamos enterados de su antigua fama de mujer hermosa y de que hará unos nueve o diez años se le apareció a la escritora Cristina Rivera Garza en una novela extraordinaria, para asombro de quienes descreen de la vida propia que tiene la literatura.
Los caracoles forman parte de la cultura ancestral de muchos pueblos del mundo y antes de compartir con la langosta un sitial destacado en la alta cocina pública, fueron, al igual que este crustáceo, alimento de los pobres. Jamás olvido las páginas de una novela de Elio Vittorini titulada Coloquio en Sicilia en la que la madre campesina del narrador recuerda la dieta cotidiana de caracoles, diciendo que eran excelentes y sabrosos y que se podían preparar guisados con ajo y tomate o rebosados y fritos. Una vez refrescada su memoria, el narrador, ahora citadino, revive los momentos de la infancia y se ve a sí mismo chupando golosamente caracoles de sus conchas. He leído en algún lado que en las cárceles de los Estados Unidos, en el siglo XIX, el rancho de los presos incluía diariamente langostas y que para mitigar ese “horrible” castigo hubo de limitarse su consumo a sólo un día por semana. Pero la semejanza que más nos interesa ahora reside en uno de los modos de preparación que prevalece, tanto para los inofensivos moluscos como para la langosta: lanzarlos vivos al agua caliente. Un famoso novelista peruano reseñaba hace poco en uno de sus artículos la discusión que tuvo con una señora, enemiga acérrima de las corridas de toros. Ella se estaba comiendo una langosta y predicaba contra la sevicia atroz de la tauromaquia. El escritor replicó con la imagen del crustáceo cayendo vivo sobre el agua hirviendo. Todos tenemos alguna aversión, pero también algún gusto por hincarle el diente a algo que fue materia viva. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra.
5 comentarios:
Toda la entrada está llena de delicias literarias y gastronómicas.
Me hiciste acordar de una vez en Brasil en que elegíamos las langostas vivas en un tanque y, cuando las trajo, el mozo dijo que no nos preocupáramos, dado que "ele morreu"...
También recuerdo de tiempos en Ushuaia, el ir a recoger cholgas y mejillones a la orilla del mar y comerlos ahí nomás, abriéndolos con una navaja y agregándoles unas gotas de whisky. Por allá lo llaman "el desayuno del buzo".
¡Y qué decir de Doña Amparo Dávila! Y de C. Rivera Garza, que conocí a través de tu blog y escribe cada día mejor.
Saludos cordiales.
¡Qué diría Woody Allen de esta entrada!
El País de Madrid le atribuye haber dicho la útima vez que anduvo por Cannes: "Bueno, aquí estoy de nuevo en Francia, en este país que amo a pesar de que ustedes, incomprensiblemente, se coman los caracoles".
Disculpas por la reiteración, pero parece una declaración hecha por anticipado sobre tu artículo.
hola. necesito contactar a quien publica en esta página. Biscuter?
maravilloso material.
mi email: chef@gastrosophia.com
un abrazo.
tulio zuloaga.
Muchísimas gracias, Fernando, no sólo por la generosidad de tus comentarios, sino también por tus aportes. Tanto la anécdota brasileña, como la cita de Woody Allen, merecen..."un vaso de bon vino", para no disgustar a nadie.
Un abrazo,
Gracias, Tulio, por tu opinión y tu interés.
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