martes, mayo 18, 2010

Los conjurados

Borges en Ginebra

José Antonio Ramos Sucre

En la ciudad que alguna vez fue un país (hoy es varios países), la lluvia no se cansa y nuestro poeta no duerme. Escribe una carta después de haber besado varias veces un retrato. Es el retrato de Ella, a quien no volverá a ver más, como lo manda el cáustico dios de la desdicha. Besa sus ojos y piensa en Diana de Poitiers, “segura de su juventud invulnerable”. El encuentra aburrida la ciudad de Calvino y siente que su atmósfera gris incrementa la aflicción de estos días terribles. Afina la certeza de que ya no hay esperanza para sus males y lo abate el miedo a la locura. Desea ir a París para comprarle a Ella una obra de arte que guarde el secreto de una belleza intemporal, pero sus deberes oficiales lo hacen rehén de la Liga que pronto tendrá allí una Asamblea crucial. Ha de quedarse, entonces, en la ciudad que fue del joven Borges en los tiempos de la guerra y es ahora el albergue de una paz que se hace esquiva. Ha de quedarse bajo la vigilia y en la lucidez incólume de su nostalgia.


Pronto será su cumpleaños y nada mejor que hacerlo coincidir con una despedida inexorable. Su correspondencia reciente viene dando cuenta del destino oscuro de sus pasos. En alguna carta de abril, sin embargo, dio consejos de retórica precisa, así como del arte de aprender idiomas. Hizo esa vez una sabia comparación gastronómica: se aprende como se come. No aprenden quienes se atragantan y se impacientan por saberlo todo. Devorar sin la demora del regodeo es alejarse de la sapiencia en su sentido pleno. Por eso recomendó a su hermano que la sobrina aprendiera “a sorbos y no en gran cantidad”. El, que supo tantas cosas, supo a qué sabían en verdad todas sus lecturas. Se daba el enorme gusto de saborearlas. Si no le interesaba el tema, se detenía en alguna frase elegante o en la precisión de una palabra. Abominaba del apuro y buscó, como Darío, una forma que encontrara su estilo. Y la encontró. Su cincelada poesía es la prueba de ese paciente ejercicio literario.


En otra de sus cartas postreras negó la leyenda de su misantropía, así como la fama de híspido que algunos le endilgaron. Dos años atrás dejó de escribir poemas, pero en los meses finales la necesidad de un diálogo epistolar se le impuso como medio adecuado de escritura. Lo aprovechó para algunos desahogos. A la ciudad de Rousseau llegaron esos días las sombras de la vieja casona de los interdictos, pero también el resplandor del golfo. Llegaron las imágenes amables de las primas, en particular, la de Ella, una Beatriz de ensueños que no contaba amarguras. Y los días alegres del pescado y de las largas sobremesas, llegaron sigilosos a su cuarto. Ahí estaban, justo el 9 de junio, habilitando al poeta para su viaje solitario.

Hace pocas horas llegué a Ginebra por vez primera. El azar concurrente quiso que el hotel donde me hospedo, conseguido a última hora, quede a pocas cuadras de la casa donde Borges vivió su adolescencia. Pero no es la de Borges, sino la imagen desolada de José Antonio Ramos Sucre, la que atraviesa estas líneas que estoy trazando con fervor. Dentro de unos minutos iré al cementerio de Plainpalais para ofrendar calladamente. Se me ocurre ahora que, además de la personal emoción que allí me lleva, en el solaz infinito del amado argentino no estará de más un tímido saludo del cumanés insomne.



En el centro de Europa los dos están conspirando. No sé cuál de ellos disculpará esta página.

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