Francisco de Miranda (detalle de Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena)
No sé en qué momento supe de la Patria. Tal vez fue cuando la maestra de preparatorio nos enseñó e hizo cantar el Himno Nacional a todos los alumnos en un salón de actos del Colegio o cuando le escuché a mi tío, el poeta Castellanos, recitar su poema sobre el hijo que Bolívar no tuvo y debió tener, "no en María Teresa, su esposa divina, ni en Manuela Sáenz, su hembra soberbia, sino en una negra indoamericana, para que tuviese siempre rebeldía". No recuerdo qué edad tenía cuando contemplé por vez primera “la bandera que trajo Miranda”, como decía la canción que mi madre nos cantaba en la casa y de cuyo letra me he olvidado. No puedo precisarlo. Menos aún si incluyo en ese imaginario primordial los años en que la infancia no es más que una memoria oblicua o un discurso elaborado por los padres. Es probable que el mapa de Venezuela me haya maravillado antes de lo que ahora recuerdo, pero sólo tengo claro el instante en que torpemente lo dibujé en un cuaderno.
Apartando símbolos y la presencia inevitable de Bolívar, el encuentro con la Patria podría haber sido también cuando vi paisajes distintos a los de mi ciudad durante un viaje inolvidable hacia Caracas, en el que, entre otras cosas, descubrí las mandarinas de San Felipe, el lago de Valencia y la televisión (todo hay que decirlo) en la casa de Efraín De Lima. En verdad, la Patria se me fue conformando paso a paso y no de golpe. La sentí con mayor nitidez una madrugada en que nuestro atildado vecino Martín Alfonso tocó en una ventana de la casa para avisarnos que Pérez Jiménez había caído. Ese día la Patria me mostró numerosos destellos. Pronto vendrían las Lecturas Venezolanas de Mario Briceño Iragorry, libro que nos llegaría de regalo a Elsy y a mí, de la librería Santos Luzardo, propiedad del tío ya mencionado. Todavía puedo revivir el olor de sus páginas y evocar con deleite varios de sus textos más hermosos. Después vinieron otras experiencias y la Patria siguió armándose en mí de modo más directo. Conocí lugares que en nuestra familia tenían rango estelar y de leyenda, como los Andes. Así, el estado Trujillo me mostró sus carreteras y desde ellas un sitio que no se terminaba nunca: La Beticó. Más tarde me enteré de que esa hacienda que mi padre me indicaba era un importante “latifundio", palabra que asociaría poco después a la expresión “reforma agraria” y a todo lo que significó esa etapa del país que viví en mis años de bachillerato.
Al visitar los pueblos de Trujillo comencé a percibir la diversidad de la Patria y sus emblemas. Supe que no sólo el Parque Ayacucho de Barquisimeto representaba nuestra historia. Pero, sobre todo, me enteré de la existencia de otros venezolanos que habitaban la misma Patria. Además de larenses, caraqueños y andinos, había zulianos. Sigue resonando en mis oídos la voz de un policía de Cabimas, cuya fonética y entonación me impactaron hasta la hilaridad en el primer viaje que hice al estado Zulia, acompañando en su trabajo al agente viajero que era mi padre. Más tarde serían otros los paisajes y otros los sueños que la Patria me iría revelando y despertando. La lectura de Comprensión de Venezuela, de Mariano Picón Salas, se convirtió para mí en una suerte de bitácora intelectual para aproximarme a las entrañas del país. Vuelvo a sus lúcidas páginas con frecuencia y aprendo siempre de ellas algo nuevo. Podría añadir otros libros imprescindibles en mi trato personal con el país, como varias novelas de Rómulo Gallegos, de Díaz Sánchez, de Meneses, de Otero Silva, de Uslar Pietri y de Enrique Bernardo Núñez, pero la lista se me haría muy extensa y no estoy haciendo recuento de lecturas. Dejo sí constancia de lo mucho que aprendí de Venezuela leyendo a Orlando Araujo, así como poemas y ensayos de Juan Liscano.
Puedo decir que a la Patria la oí, la vi, la olí, la toqué, pero que también me la fui comiendo. "Se te mete por los ojos", dijo Briceño Iragorry. Y es cierto. Pero en algunos casos, te entra principalmente por la boca. Y te sabe a arepa, a carne mechada, a papelón, a mango. La Patria es algo más que una historia. Es un catálogo de emociones. El poeta José Emilio Pacheco, hablando de la suya (la mexicana) dijo no amarla, pero confesó que daría su vida por diez de sus lugares, cierta gente, puertos, bosques, una ciudad deshecha, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos. Hablando de la mía, yo podría decir lo mismo, pero habría de añadir a la lista cuatro o cinco platos, la hallaca incluida, por supuesto. Diga el lector los suyos, porque sé que no es fácil la escogencia.
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