Salinas de Araya
Cuchi rectificó de sal en Salsipuedes. Apreció que le faltaba apenas un puntico. Entonces Damaris agregó lo justo y la sopa de pescado estuvo lista. La sal, “poquita porque es bendita”, cumplía una vez más su función cotidiana y milenaria: nada menos que dar gusto.
No hubo condimento más preciado en la historia de nuestros pueblos que la sal. Desde su nombre se designa la remuneración que reciben los hombres por su trabajo: salario. Antes de la acuñación de la moneda, y aún después de ese hecho ocurrido en Lidia 600 años antes de Cristo, la sal sirvió como forma de pago. Sacralizada por diversas culturas, la sal, sea del mar o de la tierra, ha sido ícono de poder y no solamente alimento básico de los seres humanos o materia conservadora de otros alimentos. Con seguridad lo segundo explica lo primero, pero como a veces los símbolos se bastan a sí mismos, no está de más la distinción. Poseer la sal es poseer la llave del sustento o la pieza maestra del comercio, como pretendieron, entre otros, ingleses y holandeses. También es la fortaleza para la liberación. Así lo demostró Mahatma Ghandi con su antimonopólico puñado de sal y su marcha por la independencia de La India.
Para salar arenques y preparar mantequillas y quesos, los europeos apetecían la sal de todas partes, especialmente la del Caribe, por considerar que ésta era la más apropiada para la salazón de sus peces y para elaborar el gravlax, ese salmón curado que hace las delicias de los suecos. Los españoles controlaron con denuedo las salinas del Caribe y al producirse la ruptura de la paz con Holanda, tuvieron que habérselas con los invasores. En enero de 1622 una flota de casi cuarenta barcos holandeses irrumpió en Araya con el propósito de apoderarse por completo de las envidiadas salinas venezolanas. Los españoles resistieron y ganaron finalmente con holgura. Escarmentados, erigieron poco después el inexpugnable Castillo de Araya, que fue por mucho tiempo la más importante fortaleza de estas tierras. Dijo alguna vez el historiador Germán Carrera Damas que si la guerra nacional de independencia y el terremoto de 1812 hubiesen sido más cruentos de lo que fueron (y conste que lo fueron), en Venezuela sólo habría quedado en pie el soberbio Castillo de Araya.
Caminos de recuas sirvieron para traer la sal a tierra adentro, pero si la ruta para allegar el preciado condimento o agente primordial de la salazón, se hacía difícil, echábase mano a las viejas habilidades aborígenes. A falta de sal marina o lacustre, la terrestre de Quíbor no era mal sustituto. Tenía prosapia: había sido sal principal en los primeros años de la conquista, como lo atestigua el comerciante florentino Galeotto Cey, cuya obra Viaje y descripción de las Indias ha sido ampliamente estudiada por José Rafael Lovera, nuestro máximo historiador de la alimentación. De unos “panecitos de sal” hablaría un integrante de la expedición de Federman, cuya posesión causó el castigo de cien azotes. Esos panes de sal eran el resultado de un procedimiento que los indios quiboreños realizaban sobre tierra salitrosa, cociéndola y colándola con agua de lluvia. Un cronista llegó a afirmar que con ella se hacía mejor cocina que con la sal de mar (“¡Ah, mundo cuando era mundo/ y cuando en Quíbor llovía!”).
La sal (palíndromo que sirve de título a este artículo) siempre ha sido objeto de trabajo de la imaginación gastronómica. Así, no podemos dejar de advertir que las “sales saborizadas” no son esa creación reciente y “gourmet” que algunos presentan como “hallazgo”. Son sí un ostensible pleonasmo… La combinación del sabor de la sal con distintos aromas es una sana práctica que los árabes realizaban con limón, como siempre se ha sabido. Seguro que podemos seguir experimentando y dando con buenas fórmulas, pero tengamos el cuidado de reconocer las precedentes. Antes que menoscabar la innovación verdadera, ese cuidado la enfatiza y favorece.
También “Ilsebill rectificó de sal” y generó, según los alemanes, la mejor frase primera de novela alguna. Esta fue escrita por Günter Grass y famosamente se llama El Rodaballo.
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