lunes, junio 06, 2011

Las codornices de un caballero andante

 Hugo Hiriart


Amanece. Ya la luz ha penetrado la casa y el caballero andante está dando voces de alegría.  Así, el alma dormida de un anciano ha vuelto a recordar. Sentado ahora sobre pieles de zorro, el viejo ve al sonriente hermano de Amadís de Gaula y se percata de otra presencia: “una mujer de pie en el vano de la puerta”. El príncipe le informa que ella ha venido a cocinarles, a guisar para ellos “deliciosos pájaros”.  Allí están el fuego y las ollas esperándola.

La escena corresponde al capítulo 32 de la primera novela de Hugo Hiriart, una maravilla que se adelantó al despliegue de parodias y retornos a lo clásico que cundió en las postrimerías del pasado siglo. Galaor, que así se llama esa pequeña obra maestra, fue publicada en junio de 1972, exactamente hace 39 años. Su autor es uno de los más inteligentes escritores mexicanos contemporáneos. Recuerdo la insistencia con que Octavio Paz le pedía en 1982 a Pere Gimferrer que escribiera una reseña para Vuelta sobre una novela de Hiriart (pienso que se trataba de Cuadernos de Gofa) que al Premio Nobel le parecía estupenda. Le decía: “No es ni novela realista ni novela experimental, sino literatura pura, aunque no simple…/ (Hiriart) es  un joven escritor de aquí que tiene, a mi modo ver, verdadero talento”.  Creo que Gimferrer no llegó a hacer la nota solicitada por su amigo y maestro. En las cartas de Paz publicadas por el catalán no apareció más el asunto. Sin embargo, acerca de Hiriart no faltaría después quien escribiera, pero no en la proporción que demanda su obra singular y brillante, que incluye ensayos originales e ingeniosos, así como obras teatrales llenas de gracia y picardía.  

Ayer soñé que Hugo Hiriart entraba a mi biblioteca disertando sobre las telarañas y dejando entrever lúcidas reflexiones acerca de los sueños, mientras silbaba su arte poética. Buscó con urgencia un estante para colocar los libros que casi se le caían de las manos. Le indiqué el lugar exacto. Los ordenó y abrió de inmediato uno de ellos. Era una novela de caballería. Leyó para mí estas líneas: “…celebra, Dama de las Palabras, en buenas imágenes, las lealtades, los amores y trabajos de quienes supieron batallar y ser gentiles”. Lo escuché con deleite y  me dije que este espacio de hoy lo dedicaría a Galaor. En otra ocasión me ocuparé de su deslumbrante libro sobre los sueños, a ver si encuentro allí la explicación de este suceso. Y ahora volvamos a la escena del amanecer.

Mientras Ana cocina, el viejo Mamurra le está hablando a Galaor. Le habla de sueños, precisamente, como adelantándose a mi propósito. Refiérele la tesis griega de los sueños colectivos, de ese mundo que todos comparten cuando duermen y que rigen leyes tan extravagantes como las de nuestra vigilia. Soñamos masivamente por nostalgia, por quedarnos solos y no poder acompañar a la amada en sus pesadillas o compartir con ella la alegría de las fábulas oníricas. Trato de reproducir, invita Minerva, el esplendor de sus palabras, pero sé que así no podré hacerlo. Por fortuna, el aroma suntuoso de la carne asada está llamando. Es “el más preciado de los perfumes”, dice Galaor. Volátiles recién cazados, como debe ser, son ahora un olor esparcido por todo el pabellón de los halcones.

Las codornices pueblan los momentos del mejor condumio en Galaor. Una nieta de Ortega y Gasset recomienda  flamearlas con alcohol para quitarles la pelusa, vaciarlas y salarlas. “Según sean de gruesas se calculan una o dos por persona”, afirma Inés Ortega en su libro sobre aves.

Galaor sale en este instante a “la luz incorrupta de la mañana”. Sonríe y mastica un ala de codorniz.

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