Max Aub
Si bien cultivó el oficio de los laberintos, retruécanos y emblemas, este valenciano nacido en París, a diferencia del Gracián de Borges, alojó abundante música en su alma. Veneró astucias y ejerció con gracia y picardía el ingenio de las falsificaciones, pero su gran laberinto terminó siendo el del destierro. Hablo, por supuesto, de Max Aub, polígrafo e indiscutible artista de la lengua. Perseguido por el franquismo y después de una pasantía por dos campos de concentración, se instaló en México, donde escribió casi todas sus obras cimeras. Lo he recordado hoy porque un amigo me hizo una pregunta acerca de los heterónimos de Eugenio Montejo y aunque Aub no ejerció del mismo modo la otredad imaginaria, tiene en su haber la invención de un famoso pintor, para el cual hizo algunos cuadros y de quien escribió una rigurosa biografía. Tan verosímil es su Jusep Torres Campalans que todavía hay quienes buscan sus obras en los museos de Europa o de Estados Unidos. Leí en algún lado que un conocido crítico de arte francés afirmó haberlo visto un día junto a Picasso. Sin duda, mayor éxito no es posible obtener en el arte de la heteronimia. Pero no evocaré esta vez al autor de esa monumental y rigurosa broma. Tampoco al escritor de diarios, de teatro, de novelas y cuentos fabulosos. Hoy me mueve el Max Aub hedonista que supo ensalzar la buena mesa y la cocina, en artículos de prensa o en las crónicas fantásticas de su Geografía.
Para la revista mexicana Diógenes, Moral y Luz, el 15 de agosto de 1952, publicó Aub con su pseudónimo El Escolástico, un elocuente elogio a la comida. Comienza citando a su admirado Quevedo, para decirnos que el acto de comer no es otra cosa que meternos el mundo en las entrañas. Recomienda hacerlo con parsimonia, sin caer en “el abismo de la glotonería”. También nos previene sobre el peligro de “nuevos y costosos platos”. No da razones, pero pienso que podríamos sustentar su consejo en aquellas palabras que Alvaro Cunqueiro le atribuyó al Caballero del Verde Gabán: “No innovéis, hermanos, en cocina, porque corréis el riesgo de mezclar”. Pasada esta fugaz defensa de la tradición y tras una irónica mención a los místicos que adversan los placeres de la mesa (“no por eso dejan de comer, así sea poco y preferir las verdolagas a las perdices”), Aub se despliega en un recorrido sensorial, destacando los olores. Mejor dicho, concentrado casi en el olfato, especie de brújula orientadora de los demás sentidos. “¿A qué huele? ¿Qué se guisa? ¿Qué se ruste? ¿Qué se sancocha? ¿Qué se estofa o sofríe? Algo se chamusca o ahuma. ¡Cómo viene el olor despertando apetencias! ¡Qué ganas! La lengua sale a relucir, puntera, a remojar levemente los dientes y los labios”. Esta descripción de la boca hecha agua después de la información suministrada por la nariz, es para Max Aub (¿para quién no?) “un manantial celeste”.
Podría seguir citando, pero quiero detenerme en una referencia que el autor hará más adelante. Ya ha hablado de los olores sencillos, que preservan lo fundamental, a diferencia de los menjurjes. Menciona una sartén y es entonces cuando bellamente dice: “la purísima manteca de cerdo”. La frase es redonda y certera. Desmiente agravios contra la divina grasa que, usada con mesura, le otorga sabor inigualable a las quesadillas de Max Aub o a la masa de nuestras hallacas, por ejemplo. No sé por qué, quizá por prejuicio o ignorancia, algunos abominan de lo bueno.
Para concluir y agregar otro de los cinco sentidos, transcribo una pregunta del gran escritor valenciano: “¿De verdad es más hermosa la granada que el melón y la sandía?”. Tienen ustedes la palabra.
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