Platón. Detalle de La Escuela de Atenas, famoso cuadro de Rafael
La más bella obra filosófica de lo que antes se llamó "la cultura occidental" tiene como escenario una especie de sobremesa bien provista de bebidas (simposio, le decían), que tuvo lugar una noche ateniense durante la primavera del año 416 a.C. Me refiero, desde luego, al Banquete de Platón, sin duda, uno de sus Diálogos más influyentes y admirados. A Sócrates, sin desdorar las obras de Jenofonte, lo conocemos por lo que en ellos dijo y por la nítida imagen que de él se nos ofrece en esas fértiles páginas de su discípulo. Por los Diálogos también sabemos el modo de discurrir de los sofistas: unos, como Protágoras y Gorgias, con una enorme intención educadora; otros, como Trasímaco y Dionisodoro, con un afán retórico de embrollo. Por El banquete de Platón, concretamente, podemos sentir la amabilidad de la filosofía. Eugenio Trías, el gran filósofo español del límite, lo recomienda como lectura inicial a quienes aspiran dedicarse en serio a esa vieja disciplina del pensamiento.
Como famosamente se sabe, en El banquete se habla del amor. Se bebe, sí, pero con la contención que siempre requiere el tema, tanto para hacerlo como para discutirlo. Los hombres que participan en ese simposio platónico se dedican sólo a lo segundo. Convocan, de alguna manera, lo dionisíaco, pero saben domeñarlo con lo apolíneo. Unos más que otros, por supuesto. El único que en él está verdaderamente borracho es Alcibíades, pero se trata de una borrachera consciente, tanto, que pide se le disculpe por no exponer en un orden muy exacto su estupendo elogio a Sócrates. Alcibíades llegó al simposio tarde (más tarde que Sócrates, quien también se retrasó) y muy pasado de tragos. Pidió más vino para que sus contertulios se aproximaran a su estado. Advino, entonces, la etílica elocuencia de un enamorado, la fervorosa confesión de un joven (Alcibíades), que se moría por Sócrates. Poco a poco, el “banquete” (repito: en rigor, era un simposio) fue cayendo en la modorra. Al cabo de un tiempo, todos dormían. Sólo Sócrates y Aristodemos se mantuvieron de pie. Ya de día, salieron de la casa de Agatón y Sócrates se dirigió al Liceo para ocuparse, como si nada, de sus actividades cotidianas.
El conocido discurso de Diotima que refiere Sócrates, acerca del recorrido del alma poseída por el Amor, ha sido pasto de numerosas interpretaciones y análisis. Allí se nos habla de la búsqueda de la Belleza o, mejor dicho, de la idea de Belleza, como deseo acuciante de los enamorados poseídos por Eros. A partir del Banquete platónico se han erigido diversas teorías estéticas y psicológicas. Y no era para menos. También los poetas han sabido aprovecharlo. La distinción que Pausanias hizo en el convite ateniense, de Venus (la belleza), como imprescindible elemento del amor, fue recreada magistralmente por Jaime Gil de Biedma en su imprescindible Pandémica y Celeste. La agonística protagonizada por la Venus del cielo y la Venus carnal, fue quizá resuelta por el autor barcelonés en tres versos memorables que incluyen, por cierto, un homenaje a Shakespeare: “Aunque sepa que nada me valdrían/ trabajos de amor disperso/ si no existiese el verdadero amor”. Pero hasta aquí con las tentaciones líricas. Mi intención era hoy especular sobre lo que comieron los contertulios platónicos y algo diré al respecto, a pesar del poco espacio disponible.
Se conoce que la prolongada ingesta de vino mezclado con agua fue precedida de una comida. Supongo que fue una buena comida. “Buena”, dentro de los cánones culinarios griegos, muy inclinados a la dieta de leguminosas o cereales, como es sabido. Por tratarse de una celebración (recordemos que Agatón había sido premiado en un concurso teatral), es probable que el convivio incluyera una preparación de liebre, plato de caza altamente estimado por los atenienses. La mesa tenía, seguramente, quesos, panes, tortas de trigo o cebada y gachas con lechuga, amasadas con miel. Podríamos fantasear, asimismo, con la presencia de un caldo elaborado a base de carne salada, cocida en agua, vino y vinagre, con cilantro seco, tomillo, hinojo, anís y comino, receta procedente del Egipto conquistado por los helenos, pero sería demasiada irresponsabilidad de mi parte y se me vería la caprichosa intención de asignarle al paloapique apureño un ilustre antecedente griego. De modo que terminemos en paz estas digresiones, antes de que llegue Aristóteles a tratar de ponernos los pies en la tierra.
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