Adriano
He vuelto a las páginas de un admirable libro de Marguerite Yourcenar. Me refiero a Memorias de Adriano. Confieso que lo hice después de escucharle al presidente Chávez su intensa y breve alocución desde La Habana el pasado jueves. En ese momento se me agolparon varias imágenes literarias, pero la de Adriano destacó por encima de todas. La memoria es un laberinto que ilumina ad libitum cuanto pasadizo se le ocurre. Al retornar a mi casa fui de inmediato a la biblioteca (otro laberinto) y busqué el ejemplar, ya descuadernado, que compré en agosto de 1981. De las dos ediciones que tengo de ese libro, es esa la que prefiero por los subrayados que en ella hice durante la primera lectura. Algo de lo que uno fue hace 30 años está presente en esas íntimas marcas de lector. Una de ellas me revela ahora una constancia. En efecto, hoy volvería a subrayar esta frase fulgurante de Adriano: “Mis primeras patrias fueron los libros”.
El genial emperador fue un esteta y la escritora belga supo perfilarlo con hermosa nitidez, en una larga epístola que merece y demanda varias visitas. En esta oportunidad quise buscar al enfermo que desde el poder revisa su pasado y dialoga con su achacoso cuerpo. La anatomía del poderoso es también la anatomía de cualquier ser humano, por más aura divina que le adjudique su entorno. Así, el emperador también puede enfermarse de hidropesía, como Adriano, pese a ostentar lo que en lenguaje teológico se llama “carisma”, término que a partir de Weber le sirve a la ciencia política para afrontar la misteriosa fascinación que algunos líderes ejercen sobre el pueblo. Estos jefes poseen, al igual que todos los mortales, un cuerpo destinado al deterioro. Muchos abusan de él y fallan en su cuidado. Cuando la intrusa (la enfermedad) lo toma en silencio, sus alarmas demoran en encenderse. Al ocurrir la primera señal, puede ser tarde. En todo caso, a tiempo o no de la cura, el enfermo se convierte en un prisionero, como lo dice Adriano al observar a su alrededor la solícita presencia de médicos y amigos, en severo ejercicio de una constante vigilancia. Adriano asume “el perfil de su muerte” y se dedica a contarle su vida al sobrino que habrá de sucederle: nada menos que a Marco Aurelio. Entretanto, la intrusa avanza, pero el emperador se ha hecho más sabio y lúcido. Durante los momentos de mejoría gobierna mejor y se concentra en las obligaciones principales. Prefiere la verdad al engaño, porque la primera sana y el segundo es tóxico. Finalmente, saluda a su alma y le pide que entre con él a la muerte, abiertos los ojos y reconciliado con sus recuerdos.
Buscando el ars moriendi del más griego de los emperadores de Roma, reencontré viejas enseñanzas sobre el poder y sus enfermos (entiéndase esta frase en cualquiera de sus sentidos). Asimismo me hallé de nuevo con algunas formidables lecciones gastronómicas. Adriano estaba reñido con las pitanzas que hicieron las delicias de otros emperadores, atiborrados de hortelanos, inundados de salsas y envenenados de especias. Prefería, helenista como era, “la carne pura de la hermosa ave”, el vino resinoso, el pan salpicado de sésamo, el pescado a la parrilla y al borde del mar y, sobre todo, la fresca insipidez del agua sobre los labios. Consideraba que “comer demasiado es un vicio romano”. Por eso optó a favor de la “sobria voluptuosidad”, lo que le permitió hacer más llevaderos los inevitables efectos de la intrusa.
Bellamente escribió su despedida: “Animula blandula vagula”, que traducido significa pequeña alma mía, tierna y flotante.
1 comentario:
¡Salve! Hermana República Bolivariana de Venezuela en tu día.
Hoy más que nunca: ¡SALUD!
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